Al margen de la devoción a los santos, que es otro tema, dedico hoy la atención y el tiempo al de las reliquias sagradas. La ocasión la brinda, con generosidad, oportunidad, evangelio y audacia, el papa Francisco, quien en declaraciones recientes ha lamentado el uso indebido que de ellas se hizo, y todavía se hace, en la Iglesia. Los términos «superstición» y «comercio» cortejan el discurso pontificio, meditado y pronunciado con rectitud, aunque con escándalo, tal vez farisaico, para algunos.
En el mismo atrio de mis reflexiones manifiesto con lealtad que, en cuanto se relaciona con las reliquias y la Iglesia, esta, como tal, no está comprometida dogmáticamente. Aunque algunos papas, obispos, y miembros de la jerarquía en todos sus niveles, y parte del pueblo de Dios, den la piadosa impresión de estar, y comportarse identificados con lo que puedan representar y entrañar las reliquias, por santas y documentadas que parezcan estar, ellas -las reliquias-, no forman parte doctrinal, y menos, infalible, de depósito sagrado alguno y menos del de la fe.
Aún más: me atrevo a subscribir que la devoción que les profesó y profesa a no pocas reliquias, con los procedimientos, usos y abusos que ello comporta, le ocasionan más mal, que bien, a la Iglesia, a sus dogmas, a su pastoral y al evangelio. El embelesamiento -embobecimiento «teresiano», es término aplicable con rectitud a tan venerandas cuestiones.
La historia es larga y muy dolorosa en la Iglesia. Ya desde los tiempos primeros resultaba un privilegio glorioso, y garantía de eternidades felices, sepultarse junto a los sepulcros de los santos, y más de los mártires, «gracia» que no era fácil alcanzar sin las correspondientes y pingües donaciones. De entre las glorias más ambicionadas por reyes, emperadores y señores feudales, destacaba y destaca la posesión de alguna parte del cuerpo u objetos relacionados con Jesús, la Santísima Virgen y santos y santas, dándose por supuesto que la procedencia y veracidad de tales reliquias no precisaban garantías fiables y sí la donación, compra-venta de las mismas, sin escatimar dineros y «favores». De estos últimos conservan los archivos eclesiásticos y civiles documentada constancia.
Los beneficios que aseveran percibir los poseedores de estas reliquias, y quienes las veneraban y veneran, no solamente se corresponden con el alma y la vida eterna, sino que les reportan a iglesias, templos, santuarios, monasterios y sus administradores una fuente copiosa de bines terrenales, acogiéndose a fórmulas casi-sacramentales como las de los «Años Santos», indulgencias, peregrinaciones, estampas y «estampitas», propias del más tierno, infantil y persuasivo «marketing». No hay que olvidar que las programaciones turísticas, y su creciente actividad en la actualidad -con buenas perspectivas para el día de mañana-, prevén tiempos de rentabilidad notoria, con la ventaja, hasta ahora vigente, de evitar con facilidad los controles territoriales de las delegaciones del Ministerio de Hacienda.
El llamado turismo religioso sobre la base principal de la visita, contemplación, «milagros», leyendas, tradiciones e historias de lugares tan misteriosamente sagrados en los que se custodian las reliquias, está en auge, no solo para los creyentes sino para los curiosos en general. Los espacios, ciudadanos o campestres, en los que se ubican, acrecientan y justifican la visita, al igual que lo hacen las obras de arte de los que son depositarios, como otras tantas pruebas de agradecimiento y promesas a cambio de las «favores recibidos».
Señalar algunos de los itinerarios- recorridos, nacionales e internacionales, de turismo religioso, con el estímulo y consideración de las reliquias veneradas en ellos, me da la impresión de estimular la profanación impropia de sentimientos verazmente cristianos.
Atisbar algo de religión entre tanta farfolla, fantasía, comercio, falsificaciones irreverentes, negocios, tráficos y simonías, es -sería-, tarea indigestible, impropia de personas cultas y decentes.
Sin citar lugares de peregrinación en los que custodian algunas de las «reliquias sagradas» a las que a aquí me refiero, me limito en esta ocasión a desvelar algunos de los contenidos en sus respectivos y «santos» relicarios: plumas de la paloma del Espíritu Santo, de los arcángeles y de san Marcos con la que este escribiera su evangelio; cuerpos troceados de santos y santas; siete -¡siete¡- prepucios del Niño Jesús circuncidado; trozos de la Cruz; cálices – santo Grial- de la Cena Pascual, sudarios, sábanas santas, monedas de las que empleara Judas para vender al Señor; tierra del santo sepulcro; gotas de leche de la Santísima Virgen; henos-paja del portal de Belén; mesa de la santa Cena y trece -¡trece¡- lentejas ;dientes de leche del Niño Jesús; sangre y agua de su costado en la Crucifixión; 33 -sí, 33- dedos de san Juan Bautista; los cuerpos de los Tres Reyes Magos; un frasco de perfume que fuera propiedad de la Magdalena…
La farsa, y la falsa y engañosa religión, en el marco frondoso, e irracional a veces, de la piedad y devoción fundamentadas en las reliquias y en los relicarios, son merecedoras de las recientes palabras del papa Francisco, fiel custodio de la verdad y en disposición sagrada de expulsar del templo a sus mercaderes y mercachifles, aún a los revestidos de hábitos talares, capisayos, solideos y mitras.
¿Cómo es posible, por ejemplo, y como «percata minuta», que se alardee de haber sido bautizado, y de bautizar, con el agua del Jordán?, ¿Acaso no es más barata, y tanto o más limpia, la de las cuencas hidrográficas de España, con fresca y lozana invocación de las procedentes de la Sierra de Madrid y de su embalse del Atazar?