¿Qué pasa si los gobernantes y políticos de nuestro tiempo profesan algún tipo de religión? Muy respetable, pero deben guardar esa fe para su fuero interno, y tomar conciencia de que por ningún motivo pueden imponer su religión ni su moral a los mexicanos que profesan un credo distinto al de ellos.
México no necesita una nueva Carta Magna, mucho menos una de corte moral, como propone Andrés Manuel López Obrador, candidato presidencial de la coalición Juntos Haremos Historia. Lo que se necesita es que todos cumplamos la que tenemos, principalmente las autoridades de gobierno, quienes al asumir sus cargos públicos juraron cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes que de ella emanan.
Una propuesta en tal sentido es contraria al carácter laico del Estado, aunque quien la proponga se diga juarista y partidario del Estado laico. Y hablo de laicidad porque, como bien sabemos, es uno de los fundamentos de la democracia, que requiere para su fortalecimiento y consolidación, entre otras cosas, dejar al margen cualquier influencia de tipo religioso que tenga el propósito de privilegiar a determinada religión.
Ya sabemos que la Constitución es muy clara cuando habla de los principios de laicidad y separación del Estado y las iglesias, así como de la conducta y sana distancia que los servidores públicos deben mantener de sus convicciones religiosas. Aquí lo que el artículo 40 constitucional dispone al respecto:
“Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una República representativa, democrática, laica y federal, compuesta por estados libres y soberanos en todo lo concerniente a su régimen interior, y por la Ciudad de México, unidos en una federación establecida según los principios de esta ley fundamental”.
Sobre este artículo constitucional en específico, Pedro Salazar Ugarte, director del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, explica: “el principio de la laicidad rige en todo el país y vale para todos los órdenes de gobierno”.
Significa que ningún gobernante, ni los aspirantes políticos a gobernar a nuestro país, están exento del cumplimiento de lo que sobre el tema dispone la ley. En otras palabras, nadie está ni puede estar por encima de la ley.
Otro artículo al que hay que prestar especial atención es el 130 constitucional, creado para separar las cuestiones de las iglesias de los asuntos del Estado, es decir lo público de lo religioso.
Veamos ahora la opinión de los analistas del tema: Mauro González Luna señala que “la redención del espíritu humano es materia ajena a la política, pertenece a otro orden, al de la trascendencia, al de la religión”. Para Bernardo Barranco, especialista en temas de laicidad, el tema no es nuevo, “está muy aparejado con este distanciamiento que ha tenido la clase política respecto a la sociedad y que ha tratado de utilizar lo religioso como un vehículo de cercanía, de conquista o seducción hacia esa percepción”.
Si lo que se pretende es abatir los altos índices de corrupción, violencia e inseguridad, comencemos por cumplir la Carta Magna que tenemos, esa que fue promulgada el 5 de febrero de 1917, hace exactamente 101 años.
Aunque ha sido reformada casi 700 veces en un siglo de vigencia, nuestra Constitución conserva inalterable “la defensa de las garantías de los derechos individuales y sociales del hombre; la soberanía popular; la división de poderes; la rectoría económica del Estado; y la separación entre el Estado y la Iglesia”, refiere una nota publicada por la agencia Notimex, justo en el aniversario 101 de la Constitución.
Insisto: no necesitamos crear una nueva Carta Magna como propone López Obrador, sino exigir a nuestros gobernantes que se ciñan a las disposiciones constitucionales en materia de laicidad y separación del Estado y las iglesias, principios que han sido quebrantados impunemente una y otra vez.
Cada vez que se produce una violación de esta naturaleza, aparece la interrogante de siempre: ¿dónde está Gobernación? La pregunta surge a propósito del deber de dicha Secretaría, que es la responsable de “vigilar el cumplimiento de las disposiciones constitucionales y legales en materia de culto público, iglesias, agrupaciones y asociaciones religiosas”.
Me remito por enésima vez a las Leyes de Reforma (1855-1861), ese conjunto de leyes que fueron elevadas a rango constitucional el 25 de septiembre de 1873, postulando, entre otros, el siguiente principio: “El Estado y la Iglesia son independientes entre sí. El congreso no puede dictar leyes, estableciendo o prohibiendo religión alguna” (Artículo 1).
Las anteriores son las bases del Estado laico, que pusieron fin al Estado confesional, en cuya vigencia “la iglesia católica era un poder constitucional, que tenía el monopolio religioso y también el educativo”, sostiene Patricia Galeana.
La investigadora antes mencionada nos recuerda las razones que tuvo Benito Juárez para establecer los cimientos del Estado laico: “Los gobiernos civiles no deben tener religión, porque siendo su deber proteger imparcialmente la libertad que los gobernados tienen de seguir y practicar la religión que gusten adoptar, no llenarían fielmente este deber si fueran sectarios de alguna”.
¿Qué pasa si los gobernantes y políticos de nuestro tiempo profesan algún tipo de religión? Muy respetable, pero deben guardar esa fe para su fuero interno, y tomar conciencia de que por ningún motivo pueden imponer su religión ni su moral a los mexicanos que profesan un credo distinto al de ellos.
Armando Maya Castro
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