Hay una extraña paradoja de los tiempos modernos mexicanos: durante más de 150 años nuestro sistema político y educativo ha tratado de evitar que la religión intervenga en política.
Para ello se construyó primero un régimen liberal, a partir de la Constitución de 1857 y las Leyes de Reforma. Luego, la Revolución mexicana profundizó las restricciones y limitaciones a cualquier intervención de la religión en política.
La paradoja es que, después de este más de siglo y medio de medidas tendientes a separar religión y política, ahora se está minando dicho principio, desde adentro del régimen, por los propios políticos, más que por los líderes religiosos.
Y la paradoja es también que, en la ignorancia de las razones que condujeron a este principio (constitucional) de separación y al Estado laico, ahora los políticos presentan esta reintroducción de la religión en política como algo deseable y positivo para un buen gobierno. Ahora la moda es, no solo mostrarse como un creyente, miembro de una Iglesia o persona con sensibilidad espiritual a título privado, sino como alguien que favorecería la reintroducción de la religión en la esfera pública, por medio de leyes y políticas públicas, así como a través de la comprensión personal del mundo (y por lo tanto de la vida política y social) a partir de las creencias privadas.
El problema no es entonces que la gente (incluidos los políticos) tenga creencias religiosas (95% de los mexicanos las tienen), sino la pretensión de reintroducirlas en la vida pública.
Un ejemplo de ello: Margarita Zavala, quien pretende presidir el país, se niega a aceptar el matrimonio igualitario, según ella, porque es católica. Ignora Margarita que ser católica no implica necesariamente estar contra ese matrimonio, puesto que hay muchísimos católicos que lo aceptan y están a favor del mismo.
Yo creo que ella, si quiere ser una buena presidenta de la República, tendría que decir que, a título personal puede estar contra el matrimonio igualitario, pero que entiende que hay otros ciudadanos (católicos o no) que están a favor del mismo. Y que sus creencias personales, como las de cualquier otro político, deberían ser absolutamente irrelevantes. Lo que debería de contar es su visión de los derechos humanos, de los de las minorías, así como la necesidad de garantizarlos, independientemente de la opinión de la mayoría o de la muy particular perspectiva de cada quien.
Roberto Blancarte
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