El historiador y profesor de la Universidad de Comillas Juan María Laboa escribía muy atinadamente que «la relación de la Iglesia con el poder político, con el Estado, siempre ha sido difícil y, a menudo, conflictiva«.
«Primero fue perseguida, después apoyada y protegida, a menudo se confundieron y finalmente se separaron, pero tanto la confesionalidad como la aconfesionalidad han sufrido sus enfrentamientos y malentendidos. A la Iglesia le ha gustado siempre imponer sus preceptos, convencida de poseer la verdad, pero a una sociedad adulta hay que convencerla antes de dirigirla».
Que la Religión es cosa de cada uno y que el Estado no debe entrometerse en ella es una teoría sostenida por muchos desde hace tiempo en todo el mundo, pero pocas veces conseguida. En el caso español, la imposibilidad de plasmar una absoluta neutralidad de los poderes públicos respecto de la religión se manifiesta en la actualidad en el artículo 16 de la Constitución Española del 1978.
El mismo contexto político en que la Constitución de Cádiz en 1812 se redactó, sumida España en una guerra contra el invasor francés, a quien se identificaba con el ateísmo y la irreligión, favoreció la identificación de la nación española consagrada en las Cortes de Cádiz con la religión católica. Y la Constitución de 1978 redactada apenas salido de la dictadura franquista luchaba contra la situación excepcional de absoluta confesionalidad del Estado.
La Constitución actual de 1978 sí pudo romper la larga tradición de confesionalidad de España, plasmada ya en la Constitución de 1812, en cuyo artículo 12 se señalaba, algo premonitoriamente, que «la religión de la nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra».
La fuerza de la religión ya manifestada claramente en la Guerra de la Independencia tuvo un destacado papel en las Cortes de Cádiz y los debates encaminados a promulgar la Constitución de 1812. El liberalismo no llegaba, pues, al extremo de amparar la libertad religiosa, iniciándose así una cadena que continuaría en las constituciones sucesoras de «La Pepa», con la breve interrupción de la Constitución de 1931 y los frustrados propósitos de dos constituciones que no llegaron a entrar en vigor, la de 1856 y la de la I República.
¿Podremos algún día combatir la brillante teoría de nuestro Tribunal Supremo según la cual para que alguien pueda ejercer sus derechos sin sufrir discriminación es preciso que otros sacrifiquen sus propios derechos? Por el momento, parece dudoso.
Nuestro pasado de confesionalidad estatal tiene una fuerte proyección en el presente. Para comprobarlo sólo es precisa una cosa: examinar los Acuerdos establecidos entre el Estado y las confesiones religiosas judía, musulmana y protestante. Pero hagamos un repaso desde la primera Constitución del 1812 hasta la última de 1978…
La Constitución de Cádiz 1812
Nacida el 19 de marzo, fiesta de San José y por ello denominada popularmente «La Pepa», la Constitución de Cádiz establecía un régimen de confesionalidad y exclusividad religiosa. No obstante, sin duda alguna la Constitución de Cádiz era un paso decisivo en el tradicionalismo de España.
Un equipo de historiadores, dirigido por el profesor de la Universidad San Pablo-CEU Francisco G. Conde Mora lleva años investigando en el Archivo Secreto Vaticano la amplia documentación sobre las Cortes gaditanas y ya han adelantado que: «Tanto en San Fernando como en Cádiz, la Iglesia estuvo muy presente en la obra constitucional desarrollada en nuestras tierras, y, por qué no decirlo, en nuestros templos».
Cuando se acercaba el bicentenario de la Constitución de 1812 el obispo de Cádiz-Ceuta Rafael Zornoza Boy afirmaba en la carta pastoral de agosto 2011 titulada «Recordar y celebrar»:
«No puede olvidarse, ciertamente, que algunos eclesiásticos influyentes se alinearon con el grupo llamado reaccionario, defensores del absolutismo real y que se opusieron con fuerza a algunas de las decisiones de las Cortes, como la libertad de imprenta o la supresión de la Inquisición, pero, en verdad, lo más florido del Clero ilustrado de la época, apoyó positivamente el trabajo constitucional y fue verdadero protagonista de este momento señero de nuestra historia moderna».
Bastaría recordar a algunos clérigos y liberales ilustres como Diego Muñoz Torrero -rector de la Universidad de Salamanca, José Mejía Lequerica médico y abogado ecuatoriano, el cardenal Luis de Borbón, José Nicasio Gallego, sacerdote y poeta -adalides de la libertad de imprenta- o Antonio Jesús Ruiz de Padrón, sacerdote franciscano canario que viajó al naciente Estados Unidos en donde intimó con Franklin y Washington y que se erigió en el ejemplo del catolicismo liberal con su demoledor discurso contra la Inquisición.
Vale pena recordar el destacado papel de los diputados hispanoamericanos en las Cortes de Cádiz que podemos encabezar con la figura del ecuatoriano José Mejía Lequerica (Quito) que junto con Diego Muñoz Torrero (Cáceres) y Agustín de Argüelles (Asturias, España). Son los tres diputados de más prestigio del Congreso.
Otro americano célebre de aquellas Cortes fue Antonio Larrazábal y Arrivillaga (Guatemala) de donde fue canónigo y diputado, Vicente Morales Duero (Lima, Perú), abogado y profesor universitario, que representaba en las Cortes la posición media entre las derechas y las izquierdas americanas.
Otras figuras serían José Miguel Curidi Alcocer, de Isctacuigtla (México), José Miguel Cordoba, Antonio Joaquín Páez, Juan José Gureña, y Florencia del Castillo, cuyo nombre va unido a la gran causa de la libertad de los indios. Todos estos diputados en las Cortes de Cádiz contribuirían seriamente a las independencias de las colonias americanas y nacimiento de los nuevos países.
El número de diputados por países era 9 de México, 9 de Perú, 3 de Cuba y 2 cada uno de estos países: Guatemala, Ecuador, Chile y Argentina, sumando en total 33 diputados y 4 de Nueva España (lo que hoy día serían los territorios de México y parte de EEUU: Alta California, Nuevo México, Texas, Louisiana y las Floridas y Centroamérica e islas del Caribe y los enclaves españoles de Asia y Oceanía).
Dentro de este Virreinato tenían cierta autonomía la Capitanía General de Cuba, la Capitanía General de Guatemala y la Capitanía General de Puerto Rico.
El historiador, crítico literario, periodista y gobernador civil de Baleares Melchor Fernández Almagro hizo un recuento interesante: entre los 308 diputados presentes en las Cortes de Cádiz, procedentes de la península y los virreinatos americanos figuran: los eclesiásticos con 97 diputados; detrás van 60 abogados y 55 funcionarios públicos, les siguen 37 militares y 16 catedráticos, y los 43 puestos restantes se los reparten entre propietarios, comerciantes, médicos y títulos del Reino, que tan sólo eran 3.
Ramón Solís en su libro El Cádiz de las Cortes, aún hoy indispensable pese a ser publicado en 1958, escribía: «No puede decirse, como tantas veces se ha afirmado, que el Congreso gaditano sea anticlerical y enemigo de la Iglesia; tanto menos cuando que en la mayoría de las ocasiones surge del mismo clero el afán renovador en materia religiosa».
Las Cortes de Cádiz se ocuparon ampliamente de los temas eclesiásticos porque «existía un generalizado deseo de subsanar las deficiencias», como señala Emilio La Parra, «inclinándose unos por la acentuación de las formas tradicionales, optando otros, los más numerosas, por la reforma».
Los había entre el propio clero y porque lo exigía un sentimiento general del país. Según el hispanista francés investigador del liberalismo Claude Morange, «más significativas eran para las masas la cuestión del diezmo o la del poder económico de la Iglesia que la posibilidad de practicar otra religión que la católica, cuestión por así decirlo intempestiva».
Eso explica, a diferencias de otras constituciones contemporáneas, por qué Cádiz no decretó la libertad de culto: no era una preocupación, como lo era, por ejemplo, la reforma de las órdenes religiosas o, sobre todo, la Inquisición. Y frente a ello, las diferencias eran más de método -de si era necesaria la aprobación de Roma o no- que de objeto, lo que no supone que el famosos diputado, el padre Muñoz Torrero, una especie de Abate Sieyès del liberalismo hispano, compartiera políticas con el religioso oratoriano Simón López García, representante de los ideales más conservadores.
La Constitución de Cádiz se enfrentaba a una Iglesia que no comprendía la evolución de los tiempos, incapaz de distinguir, entre los privilegios que poseía, los que eran absolutamente anacrónicos, de los que resultaban necesarios para su misión, y los defendió todos a ultranza, que no aceptaba los derechos de la conciencia individual, los inconvenientes y ventajas de la libertad de prensa, que no admitía una sociedad más autónoma, progresivamente secularizada, sin que esto quisiera decir necesariamente antirreligiosa.
Las Constituciones de 1837 y 1845
En las constituciones siguientes del «trienio liberal», de 1837 y de 1845, según las mayorías, la Iglesia fue perseguida o apoyada según los casos. De ahí la insistencia en evitar la «confesionalidad del Estado» que defenderían los sectores más liberales e izquierdistas en las constituciones republicanas.
La reacción intolerante de los liberales respondía a anteriores polémicas y posturas antiliberales de la Iglesia. El trienio liberal (1820-23) venía tras el apoyo incondicional de la Iglesia al absolutismo de Fernando VII. La constitución del 1937 coincidiendo con la guerra carlista, en la que buena parte del estamento eclesiástico se inclinó a favor del pretendiente.
Los liberales no se contentaron con defender sus derechos sino que intentaron asaltar el poder y la presencia eclesial.
Al caer el regente del Reino, Baldomero Fdez. Espartero, por el contrario, los moderados decidieron reorganizar la sociedad según sus principios y criterios, y la constitución de 1845, de clara confesionalidad, fue la consecuencia, aunque mostrando el esfuerzo de los moderados por conciliar tradición y revolución.
La Constitución de 1845 fue el resultado del esfuerzo de los moderados por conciliar tradición y revolución.
La Constitución de 1869 fue aprobada bajo el Gobierno Provisional de 1868-1871, tras el triunfo de la Revolución de 1868 que puso fin al reinado de Isabel II. Era plasmación del alma misma de la Revolución de ese año: soberanía nacional, sufragio universal, monarquía como poder constituido y declaración de derechos.
La Constitución de 1876 es un texto breve y abierto de 89 artículos, que permite mantener la alternancia de partidos; adopta la soberanía del Rey con las Cortes; posibilitaba el derecho de asociación; la tolerancia religiosa en la práctica privada de las religiones, sobre la base del reconocimiento del catolicismo como la religión del Estado; la libertad de imprenta, y la libertad de enseñanza.
A lo largo del siglo XIX, la jerarquía eclesiástica concedió una importancia determinante a las formulaciones y tratados, a la declaración de principios.
Solemnes documentos eclesiásticos condenaron sin paliativos la separación de la Iglesia y del Estado, tales como las encíclicas Mirari Vos de Gregorio XVI y el Syllabus de Pío IX. La obstinación por conseguir o mantener la confesionalidad del Estado caracterizó las complicadas negociaciones de 1868, 1876. Sin embargo, en esos mismos años, las constituciones de Bélgica, Holanda o Estados Unidos, demostraban que la clara separación no empañaba la completa libertad de culto, de asociación, de propaganda e, incluso en las dos primeras, se mantenía la activa colaboración y la ayuda económica.
Constitución de 1931
A lo largo de las constituciones españolas, al menos de las redactadas por diputados progresistas o izquierdistas, encontramos el propósito de romper con la tradición y modelar una nueva sociedad marcando y fomentando nuevas opciones y costumbres incluso morales.
Así se explica la proliferación de textos tan seguidos y contradictorios, redactados por mayorías que cambiaban de signo con facilidad.
En las constituciones de 1869 y 1876 los principios fundamentales declararon el valor absoluto de la libertad y la urgencia de separar el Estado de la Iglesia. Para Pi y Margall, la separación Iglesia-Estado, resultaba necesaria tanto para la independencia del individuo como para la independencia de la Iglesia y del Estado, y actuó en consecuencia.
La Constitución de 1931 recogió las ilusiones colectivas que suscitó el cambio de régimen político en España. La República y la Constitución fueron la consecuencia inevitable de la dictadura agotada de Primo de Rivera, que había dado paso a una solución democrática que se plasmó en este texto jurídico.
Nuestra historia constitucional recoge en este texto, por primera vez, un Estado distinto del unitario que había existido desde la Constitución de Cádiz hasta la Restauración de Cánovas. Los principios políticos que inspiran la Constitución de 1931 son: la democracia, el regionalismo, el laicismo y la economía social.
La Constitución de 1978
Fallecido Franco comenzaría el periodo conocido como la Transición que situamos en 18 de noviembre de 1976 en que las Cortes Españolas aprobaron la Ley para la Reforma Política, iniciando el proceso que culminaría en la Constitución de 1978.
Aprobada la Ley citada, en amplio referéndum el 15 de diciembre de 1976, y con arreglo a ella se celebraron el 15 de junio de 1977 las elecciones para constituir las Cortes que habrían de elaborar y aprobar la Constitución hoy vigente, aprobada en el referéndum celebrado el 6 de diciembre de 1978 sancionada por el rey Juan Carlos I el 27 de diciembre.
Durante los meses de elaboración de la nueva Carta Magna (1977-78), el partido mayoritario era la UCD, el clima era distendido y nadie parecía tener intención de envenenar el tema. Todo cambió cuando se filtró el borrador de Constitución elaborado por los siete diputados elegidos para ello, en el que se leía «El Estado español no es confesional», fórmula negativa tan parecida al «Estado español no tiene religión oficial» de la constitución de la Segunda República.
La Constitución, fruto maduro de la «Transición»
Supuesto que el objeto de esta presentación era hablar del papel de la Iglesia en las Constituciones españolas, como venimos haciendo, debemos concluir con unas palabras más sobre el mismo tema en la Constitución actual del 1978.
El cardenal Tarancón y otros obispos habían pedido que la Constitución reconociera de alguna manera la presencia de la Iglesia, indicando, como lo había hecho en su homilía ante el nuevo Rey el 27 noviembre de 1975, aunque los socialistas protestaron airadamente, rechazando el intento, según ellos, de recrear una confesionalidad solapada.
El texto final de la Constitución arranca como principio de «la soberanía del pueblo español, constituido en un Estado social y democrático de derecho», principio al que al que corresponde la declaración de derechos y libertades que le sucede, así como al pluralismo de la moderna sociedad española, declara que «ninguna confesión tendrá carácter estatal», aunque «los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones».
En el artículo 16 consecuentemente con los textos preliminares y artículos 1 y 2 de la Constitución quedaba redactado y sancionado de la siguiente manera:
1. Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley.
2. Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias.
3. Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.
La España unida de los artículos 1 y 2 ante la situación actual
El Artículo 1 del Título Preliminar de la Constitución de 1978:
1. España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político.
2. La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado.
El Articulo 2 dice «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas».
La gran novedad de la Constitución de 1978 es el reconocimiento pleno de las Comunidades Autónomas que deja claramente establecido que «la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran».
Reconocimiento aceptado en el referéndum de la Constitución aprobada da menos que por el 87% que en su segundo artículo reconoce que estas autonomías están dotadas de cierta autonomía legislativa con representantes propios, y de determinadas competencias ejecutivas y administrativas pero siempre dentro de la unidad territorial indivisible o separable.
Saturnino Rodríguez
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