El 18 de noviembre de 1302, el papa Bonifacio VIII emitió la bula Unam sanctamen en protesta contra los actos del rey de Francia Felipe IV, quien estaba recortando los privilegios legales del clero. La declaración principal de la bula fue la autoridad papal absoluta: Bonifacio retomó de Cipriano de Cartago la doctrina de que la única opción para toda la humanidad, y sobre todo para sus gobernantes, era someterse exclusivamente a la Iglesia Católica. Por fuera no había salvación.
El 31 de octubre de 1517, el profesor de teología Martín Lutero envió una carta al arzobispo de Maguncia, Alberto de Brandeburgo, en la que criticaba el sistema de indulgencias, un arreglo vulgar por el que la iglesia romana explotaba los méritos de Jesús como si fueran minas de plata bolivianas para, literalmente, vender el perdón de los pecados. Lutero acompañó esta queja con un gesto más dramático: en la puerta de la Iglesia de Todos los Santos de Wittenberg clavó públicamente una copia de la carta, con sus famosas 95 tesis sobre la eficacia de las indulgencias.
Esos clavos sellaron el ataúd de la Unam sanctam. Lo que siguió fue guerra.
Por supuesto, en Europa no era nada nuevo matar por religión: casi exactamente un siglo antes, el checo Jan Hus había sido quemado por hacer casi las mismas críticas a la corrupción de la iglesia romana. Ya en el siglo XIII el papa Inocencio III, que de Inocencio no tenía nada, había ordenado un genocidio en el Languedoc para eliminar la secta albigense, y más tarde el papa Inocencio VIII hizo lo mismo con los valdenses. De la mano de la Inquisición, que ha sido descrita y denunciada de sobra, el costal mal cosido que es la nación española se fundó sobre una guerra territorial contra los moros (cuya llegada a la Hispania visigoda también había sido por la fuerza) y sobre el desplazamiento forzado de los judíos.
(El caso español es singular: España exportó a América la Edad Media y todos sus males cuando esta ya había acabado, y todavía hoy hay españoles ilusos que creen que los Reyes Católicos le hicieron al mundo un favor. Los filipinos, belgas, holandeses, ecuatoguineanos, hispanoamericanos y demás descendientes de pueblos que se dieron el gusto de quitarse de encima la corona española solo deberían sentir simpatía por los catalanes que no quieren ser parte en ese deshonroso legado.)
De manera que el mutuo destripamiento entre católicos y protestantes fue apenas continuación de una costumbre ya establecida: ni siquiera quienes primero intentaron secularizar Europa salieron con las manos limpias. El papel que terminó cumpliendo el protestantismo fue añadir un leño más a la hoguera. En materia de ejecuciones los evangélicos no tienen nada que criticarle a Roma: tan culpable es Belarmino por la muerte de Giordano Bruno como lo es Calvino por la muerte de Miguel Servet (y muchos otros).
La Reforma Protestante despedazó a Europa y no logró la regeneración moral que buscaba. Los problemas persistieron, pero ahora con más perpetradores. El coleccionista de mujeres Enrique VIII, maldita para siempre sea su memoria, declaró su propia iglesia y ensangrentó Inglaterra por generaciones. En todo el mundo se siguió asesinando con la excusa de la defensa de la fe, tanto en el bando católico como en el bando protestante, así como en muchos otros bandos nuevos, y en Latinoamérica el esfuerzo por ponerle fin a la Edad Media también nos ha costado muertos. Sigue habiendo codicia descarada, tanto de un bando como del otro. Sigue habiendo depravación, tanto de un bando como del otro. Sigue habiendo oposición a la ciencia, tanto de un bando como del otro. Sigue habiendo intromisión en los asuntos del estado, tanto de un bando como del otro. Lejos de purificar la religión, la Reforma multiplicó sus efectos nocivos.
Lutero fue tan desastroso para los estados como mal modelo moral. Si bien no fue él quien sembró la semilla del antisemitismo alemán, sí la regó con abundante bilis. A diferencia de Darwin, a quien los nazis deformaron irreconociblemente para cubrir su campaña asesina de un aura intelectual, a Lutero bastó con citarlo en sus propias palabras.
Lo único que cabe agradecerle a Lutero fue haber roto el monopolio católico de la verdad. Hoy no tiene consecuencias contradecir a un papa. En tiempos medievales la excomunión de un rey era su muerte política; hoy Londres tiene un alcalde musulmán y no es ningún problema. La única cosa buena que nos dejó la Reforma fue abrir un espacio de crítica, en el que se sintió cómoda mientras le fue útil, pero luego se espantó de él y lo cedió a un ocupante más digno: la Ilustración.
Arturo Serrano
___________