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La trampa de la «islamofóbia»

El término “islamofobia” equipara la xenofobia anti-musulmana con la crítica legítima del islam

El neologismo “islamofobia”* se ha popularizado para indicar la aversión hacia el islam y los musulmanes. Es decir, se refiere tanto a la religión como a aquellos que la profesan, metiendo en el mismo saco el rechazo de ciertos aspectos del islam y la xenofobia hacia los seguidores de esa fe. Claramente, esos comportamientos no son equiparables. Por buscar un paralelo, es como si el antisemitismo se denominase “judeofobia” e incluyese no solo odiar a los judíos, sino también criticar los pasajes del Antiguo Testamento que dictan la pena de muerte por desobedecer a los padres, trabajar durante el Sabbat o, en el caso de las mujeres, no sangrar la noche de bodas. Pero el término no solo es ambiguo; también es nocivo, incluso para aquellos a los que supuestamente pretende proteger.

Que no quede ninguna duda: la hostilidad hacia los musulmanes por el mero hecho de serlo debe repugnar a cualquiera que se identifique con valores como la igualdad, la libertad de expresión y la libertad de conciencia. Empero, eso no debería significar abstenerse de expresar críticas del islam, como si este mereciese un estatus diferente al de cualquier otra religión o ideología. Así, una sociedad democrática debería aceptar que una mujer decida libremente cubrirse el cabello con el hiyab, y condenar cualquier discriminación o abuso que pueda sufrir. Del mismo modo, los críticos del hiyab tienen derecho a cuestionar la narrativa que intenta justificar el uso de esa prenda. Lamentablemente, existe una creciente tendencia a evitar esta y otras cuestiones por miedo a la etiqueta de “islamófobo”. En algunos países de nuestro entorno ya solo se atreven a plantearlas aquellos que tienen una agenda xenófoba, lo cual ha contribuido de manera significativa a la popularidad de la extrema derecha.

Quizá la cuestión que mejor ilustra el problema de equiparar la crítica de ciertos aspectos del islam con la xenofobia anti-musulmana sea la violencia de grupos que se identifican de ideología yihadista. No debemos olvidar que los musulmanes son las primeras víctimas de dicha violencia, a tres niveles: numéricamente, porque la inmensa mayoría de los ataques yihadistas se producen en países de mayoría musulmana, y en Occidente los musulmanes se ven afectados como cualquier otro ciudadano. Por asociación, puesto que no pocos se empeñan en ver al conjunto de los musulmanes como una masa uniforme y, por consiguiente, colectivamente responsable del terrorismo yihadista. Y, por último, a nivel emocional, porque las acciones de esa minoría extremista mancillan la imagen de sus creencias más íntimas, reduciendo una fe que para ellos es una fuente de identidad, inspiración y consuelo a una caricatura odiosa y casi irreconocible.

No obstante, ello no significa que el terrorismo yihadista no tenga nada que ver con el islam, a pesar de lo que se empeñan en repetir muchos musulmanes y no-musulmanes bienintencionados. Los yihadistas pueden citar numerosas aleyas (versos coránicos) y hadices (narraciones de las palabras y hechos del profeta Muhammad) para justifican sus acciones. La religión islámica no es la única cuyos textos contienen pasajes que hoy en día nos parecen inaceptables, y sería anacrónico juzgar las atrocidades cometidas en el pasado con los estándares actuales. Sin embargo, es innegable que dichos textos existen y que dichas atrocidades tuvieron lugar, y que ambos inspiran a los radicales contemporáneos. Además, a diferencia de otras tradiciones religiosas, que se han alejado del literalismo, el islam mayoritario continúa considerando el Corán la palabra literal de Dios, y al profeta Muhammad, el ser humano más perfecto que jamás haya vivido, lo cual impide afrontar los aspectos más controvertidos del islam y llevar a cabo una verdadera reforma.

Los musulmanes liberales son conscientes de este dilema, pero se enfrentan a autoridades políticas y religiosas y a grupos islamistas que los intimidan y silencian con acusaciones de blasfemia o apostasía, amenazando su libertad e incluso su vida. En las sociedades occidentales, caracterizadas por el multiculturalismo y un alto grado de tolerancia hacia las minorías étnicas y religiosas, esas fuerzas han promovido el término “islamofobia”, que mezcla la xenofobia anti-musulmana y la crítica del islam, a fin de que esta sea tan inaceptable como aquella. Tal es la agenda de la Organización para la Cooperación Islámica, basada en Yedda (Arabia Saudí), que en mayo 2007 condenó la islamofobia como “la peor forma de terrorismo” en el curso de una reunión en la que se denunciaron tanto los ataques contra los musulmanes en Occidente como las caricaturas del profeta Muhammad que habían aparecido en algunas publicaciones europeas. Es revelador que la OCI también pretende criminalizar la blasfemia a nivel internacional.

Cabe cuestionarse si muchos de los occidentales que han adoptado el término “islamofobia” han reflexionado sobre sus implicaciones; en particular, que sirve los intereses del inmovilismo religioso y alimenta el victimismo injustificado. Podemos combatir actitudes negativas hacia los musulmanes sin demonizar a los que realizan críticas legítimas de ciertos aspectos del islam que muchos musulmanes reconocen como problemáticos. Por otra parte, debemos prestar atención a las voces reformistas que claman por el cambio desde dentro del islam y reconocer la existencia de multitud de interpretaciones de la religión islámica, en lugar de doblegarnos ante los que intentan reprimir todo debate y se aferran a las versiones más tradicionalistas. Finalmente, hemos de reconocer que optar por una corrección política poco convincente permite que los xenófobos monopolicen la discusión sobre el islam. No es demasiado tarde para salir de la trampa de la islamofobia.

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