Debemos defender lo que tanto ha costado, porque no fue fácil separar iglesia de Estado, para que sin miedos discutamos todos los temas que nuestra razón exige.
Nuestro país, que no escapa a cierta tendencia planetaria, también se fundó con cimientos religiosos. Hay que reconocer que con el tiempo, largo tiempo ya, esos cimientos han sido modificados con los aportes de distintas religiones. La católica dejó de ser, aunque mayoritaria, la única religión que profesan las gentes de nuestras tierras.
Si esa raíz histórica nos define, resulta entonces incontestable que la mayoría de las conquistas democráticas, que la modernidad nos trajo, se lograron contra las iglesias y no gracias a ellas. Nicole Muchnik, tunecina pintora y escritora, autodidacta, frontal y bella, nos señala algunos momentos cumbres de esa confrontación: “el principio democrático contra la autoridad de derecho divino; la libertad de pensar y debatir contra el dogma; la igualdad de sexo contra la ley de todas las iglesias y los usos y costumbres que de ello derivaron; el desarrollo de la ciencia y el estudio de la naturaleza, en particular de la medicina, contra los tabúes religiosos hostiles a toda experimentación; la tolerancia general contra intolerancia hacia otros cultos o hacia diferencias dentro del mismo culto, por no hablar de las convicciones agnósticas o ateas”.
Decidor todo esto, frente a lo que está pasando en estos días, sobre todo lo que se debate en Montecristi, cantón ícono pero también maltratado y olvidado, y que ha suscitado penosas respuestas, perversas también porque se ha pretendido satanizar, insultar, estigmatizar a personas como María Paula Romo. Ataques que parecen reivindicar el feroz grito de ¡abajo la inteligencia! Todas estas leyes de carácter liberalizador o igualitarias, que en nuestro país ni siquiera han sido propuestas, como las que regulan los derechos a la contracepción, al aborto y al matrimonio entre individuos que consienten libremente, se van a lograr, como ha sucedido en otros contextos, en reñida lucha contra casi todas las iglesias.
Por eso quizá se explique, sin que se comparta, la actitud de un funcionario religioso de muy alto nivel, monseñor Arregui, que califica de “grupos brutalmente ideologizados” a los que propugnan una puesta al día de las leyes ecuatorianas sobre temas, sí complejos, pero que no podremos superarlos con solo negarlos. Además, este salto a la esfera de la política, de parte de un religioso, niega el carácter laico de nuestra sociedad, y esa negación nos debe preocupar porque es la laicidad otra condición que nos ha permitido hablar, por lo menos, de democracia.
Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión, dice una proclama recuperada en casi todas las constituciones modernas y con tendencias democráticas. En cambio, sin laicidad: ¿se puede progresar hacia el respeto de estos valores? Una ley fundamental, como es una constitución, debe procurar espacios neutros para todo el mundo. Por qué monseñor Arregui intenta sesgar, colorear, tanto estos escenarios.
Debemos defender lo que tanto ha costado, porque no fue fácil separar iglesia de Estado, para que sin miedos discutamos todos los temas que nuestra razón exige.