«No falsifiquéis la historia ni con la mejor intención, ni siquiera por patriotismo».
Enrique C. Rébsamen
A poco más de dos años de que arranquen los festejos en nuestro país del Bicentenario de la Independencia –cuya coordinación corre a cargo de la historiadora Patricia Galeana, por comisión del Senado de la República–, ha surgido el interés de la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM), en integrarse a las mesas de trabajo en que se organizan estos preparativos. Me queda claro, por justificadas razones, que la participación de la jerarquía católica en esta empresa, lleva un sesgo político, oportunista y reivindicador, dentro del marco de una historia de emancipación que, en justicia, le es adversa.
Y es que, ante tales pretensiones, no debemos perder de vista los antecedentes que dieron origen a la guerra de Independencia; ni por omisión ni por desmemoria histórica. Es justo recordar, para tales efectos, que cuando las colonias americanas de España y Portugal empezaron a luchar por su independencia –a principios del siglo XIX–, la Iglesia católica reforzó su tradicional alianza con la potencia dominadora. El papa Pío VII, en su encíclica Etsi longissimo, del 30 de enero de 1810, condenó los intentos de emancipación de las colonias de América. En todos los países de Latinoamérica la Iglesia católica se opuso oficialmente a la independencia nacional. Las épocas en que detentó el poder, no fueron las épocas de la abolición de la esclavitud. Contra toda su voluntad y contra todos sus empeños vio nacer las nuevas naciones.
En México, la institución religiosa luchó al lado de los españoles y en contra de las aspiraciones de independencia nacional de los mexicanos, condenando a los insurgentes y aplicando juicio inquisitorial a los sacerdotes que simpatizaban con el movimiento, al mismo tiempo que negaba la absolución a todo aquel que comulgaba con la idea de libertad. Los insurgentes, en sentido estricto, lucharon y murieron excomulgados por la Iglesia católica, la cual, utilizando la religión como instrumento político, celebraba misas con Te Deum las victorias de los realistas.
Entre los casos más documentados, podemos encontrar a Hidalgo, Morelos y Allende, quienes fueron acusados de “volterianos” y “enemigos de la religión”. En el caso del cura Miguel Hidalgo y Costilla, el clero político no solo lo excomulgó y anatemizó en términos jamás conocidos –ni antes ni después en la historia nacional–, sino que fue catalogado como «sanguinario y cruel» y se le degradó en una forma infamante.
Proceso de degradación sacerdotal
El proceso degradatorio del cura Hidalgo se llevó a cabo el 29 de julio de 1811 en una de las salas del Hospital Real de Chihuahua, y consistió en rasparle con un cuchillo la piel de la cabeza, las palmas de las manos y las yemas de los dedos para arrancarle, simbólicamente, el orden sacerdotal. A continuación lo despojaron de sus ornamentos religiosos y le quitaron la sotana, para después entregarlo al gobierno español para que lo fusilara, sin ninguna de las prerrogativas y beneficios eclesiásticos en que antes se amparaba cualquier reo.
El juez militar, Ángel Abella, reunió todas las “evidencias” que se le presentaron para demostrar la culpabilidad de Hidalgo. De esa manera, tanto las preguntas–acusaciones referentes a la fidelidad al rey y a la patria, como las relativas a la obediencia a las autoridades eclesiásticas y a su desempeño como sacerdote, estaban destinadas a encontrar claros indicios que hicieran inapelable su condena. Hidalgo declaró que sí se enteró de que “el santo tribunal de la fe…” lo emplazó a comparecer por ser cabeza de la insurrección y “para responder a los cargos de herejía que le resultaban por causa pendiente [iniciada en 1800] en dicho tribunal”.
La avalancha de cargos hizo que Hidalgo fuera encontrado culpable y condenado a muerte; en consecuencia, su degradación sacerdotal fue consumada ese mismo día (29 de julio), por el doctoral de la Santa Iglesia de Durango, monseñor Francisco Fernández Valentín. En la certificación respectiva se lee: “Después de la degradación, y despojado de los ornamentos sagrados, con la ceremonia que manda la santa Iglesia, fue registrado […] No habló más, procediéndose al acto conmovedor, arrancándole las vestiduras sacerdotales, aplicando el anatema formidable de la santa Iglesia, y para que fuese entregado al juez militar y ejecutar la sentencia.
En Chihuahua, a las siete de la mañana del 30 de julio de 1811, cayó ante el pelotón de fusilamiento el cura Hidalgo. Tenía entonces 58 años de edad. La población del siglo XIX pudo ver la cabeza de Miguel Hidalgo colgada en una jaula en una de las esquinas de la Alhóndiga de Granaditas. Esta acción tuvo un efecto religioso y político. De acuerdo a documentos del Archivo General de la Nación, Miguel Hidalgo fue considerado un reo de alta traición, para quien cualquier tipo de muerte no castigaría lo suficiente su “atrocidad“.
Decreto de excomunión
En el decreto de excomunión –expedido el 24 de septiembre de 1810, por Manuel Abad y Queipo, obispo electo de la diócesis de Valladolid, Michoacán,– se declara, entre otras aspectos, que Hidalgo, Allende, Aldama y Abasolo eran perturbadores del orden público, seductores del pueblo, sacrílegos y perjuros, que incurrieron en ex comunión mayor del canon siquis saudante diabolo.
El odio exacerbado que la jerarquía eclesiástica de la época profesaba hacia la persona de Hidalgo era descomunal: “Sea condenado Miguel Hidalgo y Costilla, en dondequiera que esté. Que sea maldito en la vida o en la muerte, en el comer o en el beber; en el ayuno o en la sed, en el dormir, en la vigilia y andando, estando de pie o sentado; estando acostado o andando. Que sea maldito en su pelo, que sea maldito en su cerebro, que sea maldito en la corona de su cabeza y en sus sienes (…) Que el hijo del Dios viviente, con toda la gloria de su majestad, lo maldiga. Y que el cielo, con todos los poderes que en él se mueven, se levante contra él. Que lo maldigan y condenen. ¡Amén! Así sea. ¡Amén!”.
La CEM, por su parte –y ante la cada vez más cercana fecha en que se celebrará el Bicentenario de la Independencia, en 2010– no ceja en su empeño por limpiar su pasado, alegando, burocráticamente, que la excomunión decretada por Abad y Queipo no fue válida, porque éste “no había tomado posesión como obispo de Michoacán”. Eso ya se sabía cuando ocurrieron los hechos, pese a lo cual, la jerarquía de la Nueva España y en particular el entonces arzobispo de México, Francisco Javier de Lizana y Beaumont, apoyó la excomunión (como hace décadas hizo notar el historiador ruso J, Grigulevich en su libro “La Iglesia Católica y el movimiento de liberación en América Latina”: Progreso, Moscú, 1980, p. 131).
La excomunión decretada por Abad y Queipo, en efecto, fue ratificada por otros obispos y arzobispos como Lizana y Beaumont, porque el religioso se “rebelaba” en contra de la Corona española. Esta excomunión, desde luego, tenía una finalidad eminentemente política.
La doctora Patricia Galena, ha señalado que la esencia de la expulsión religiosa de Hidalgo del seno de la Iglesia católica era descalificarlo frente al pueblo, en el momento en que era el líder de un movimiento insurgente. En opinión de Galeana, “la Iglesia católica no tiene por qué participar en esta conmemoración, porque México es un Estado laico (…) Esta institución excomulgó a Miguel Hidalgo, el Padre de la Patria, y además no reconoció la gesta independentista sino hasta el año de 1836” (Milenio, 28 de marzo de 2008). En lo que a mí respecta, no solo estoy de acuerdo con la reputada historiadora, sino que hago votos por que se siga manteniendo el perfil académico y laico que esta organización requiere. ¡Amén, así sea!
Laura Campos Jiménez
Historiadora por la Universidad de Guadalajara