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Los templos son del pueblo, no de la Iglesia

«El pueblo, con su propio trabajo, los construyó desde la Edad Media»

Hubo tiempos en los que, con frecuencia y acentuada laxitud en gestos y en palabras, el entonces más joven miembro de la Conferencia Episcopal Española, expresaba sus ideas y proyectos de «renovación» de tan noble y sagrada institución.

Se llamaba, y se llama, Monseñor Xavier Novell, con sede en Solsona, provincia de Lérida. Después de un largo y, para algunos, merecido, silencio, el ya no tan joven obispo, hace públicas unas notas pastorales respecto al uso, y abuso, que padecen templos e iglesias, es decir, los lugares sagrados, en su demarcación diocesana, que por cierto, consta de 174 parroquias, que se asientan sobre las comarcas que, no castellanizados sus nombres, son estas cinco: Urgell, Plá d´Urgell, Segarra, Solsonés, Bagés y Bergedá.

El obispo lamenta la celebración de «actos profanos» que, en ocasiones, tienen lugar en los referidos recintos, aunque no cita ninguno de ellos, ni quienes fueran, o sean, sus organizadores responsables -personas, organismos o instituciones-, limitándose a resaltar que, los permitidos de por sí, y con la autorización correspondiente, son «los litúrgico-religiosos, los culturales y los de evangelización y caridad».

Reflexionar acerca de tema de tanto interés diocesano, es posible que sea de provecho y de utilidad para la comunidad cívica y religiosa en general, tal y como están hoy, y estarán aún más las cosas, el día de mañana.

Templos e iglesias se nos están quedando vacíos. En Solsona, en Cataluña y en el resto de España, las multitudes de tiempos relativamente recientes «brillan por su ausencia», y tan solo en fiestas patronales o en acontecimientos cívico-sociales muy concretos, las enormes proporciones arquitectónicas de sus edificios sagrados tienen sentido, razón de ser y resultan «rentables».

Catedrales y parroquias, con sus serviciarios en todos sus niveles, sacramentados o no, observan horarios de servicios religiosos, con mención para las misas y otros actos de culto, permaneciendo el resto de las 24 horas -del día y de la noche- supinamente cerrados. Las visitas por razones «museísticas» y otras, son capítulo aparte y además, sus entradas hay que pagarlas religiosamente, con los descuentos establecidos por la autoridad competente -capitular o episcopal-, a cuenta de «gastos de fábrica» (sic).

De sumo y orientador interés será recordar que, inmatriculados o no, estos edificios, más que propiedad de la Iglesia, lo son del pueblo y con todas sus consecuencias. El pueblo-pueblo, con su propio trabajo, aportaciones y elaboración, fueron sus constructores desde la Edad Media y aún antes. Con tal convencimiento, hicieron uso de los mismos, y no solo para actos religiosos, sino sociales y comunitarios. Ellos fueron el marco habitual para las reuniones de los Concejos Municipales, de las representaciones teatrales, como los autos Sacramentales, de refugio, defensa, desahucio y de estancias familiares y personales en épocas de calamidades y persecuciones…

¿Quién o quiénes deciden, más o menos «dogmáticamente», la calificación de «religiosos», de morales y de «evangelización y cultura» de los actos que podrían albergarse en los recintos de los templos y de las catedrales? ¿Qué pensar, por ejemplo, acerca de aquellos actos políticos, de uno u otro signo, que se vistieron, o se visten, con atuendos, formas y fórmulas religiosas y aún eclesiásticas, con relevante y sacrosanta alusión a la nación «monserratina-catalana»?

¿Acaso no valen exactamente lo mismo, o más, tales calificaciones para decidir la «religiosidad» y el evangelio, de no pocas «funciones sagradas», con mitras -desfiles- pasarelas de los «patres ornatíssimi», -cortejos, capas magnas- con sus cinco metros -cinco- de colas cardenalicias (¡!), oradores sagrados, signos y símbolos netamente paganos y procesiones y ritos feudales, ajenos, y en contra, de la realidad de la vida actual, de los santos evangelios y del ejemplo dado por el Papa Francisco?

¿Es más de lamentar que a algunas catedrales y parroquias se les eche la llave del cierre, temporal o definitivo, que se las deje deteriorar y se hundan, o que, «dentro de un orden», se las reconvierta en otros tantos espacios de servicio de la comunidad, con admiración, respeto y reconocimiento de su historia, de su arte y del recuerdo de quienes en tiempos pretéritos vivieron su esperanza y su fe en la resurrección y en la convivencia, con sentido de comunidad, y al toque y ritmo que marcaron las campanas de sus torres?

Antonio Aradillas, sacerdote y escritor

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