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¿‘Quién’ creó la vida?

Esta es probablemente una cándida pregunta infantil, pero también la podría formular un adulto desconocedor de los avances científicos, o alguien que ya cree tener la respuesta, proveniente de sus creencias religiosas.

¿No sería mejor preguntar, en vez de «quién», «cómo» apareció la vida que vemos a nuestro alrededor (y en nosotros mismos), y no dar por supuesto que hubo «alguien» que la creó? Atendamos a las posibles respuestas a este «cómo» para ver si aparece algún «alguien». Esas respuestas se pueden agrupar en cuatro grandes tipos.

Según el primero, la vida no tuvo ningún origen, por lo que no hay un «alguien» ni un «cómo». Lo del no-origen suena a provocación, ¿cómo va a ser eso?, pero tal posibilidad la defendió un gran astrofísico, el británico Fred Hoyle (1915-2001). Este autor se burlaba de la hipótesis sobre el origen del universo hoy conocida como «la gran explosión», o del «big bang». ¡En realidad, este nombre se lo puso él en plan de burla!, pero su mofa tuvo un gran éxito como denominación seria de la hipótesis rival. Lo que no tuvo éxito fue la hipótesis que defendía el propio Hoyle, llamada del «estado estacionario», según la cual el universo sería eterno… y la vida también, por eso no tendría origen. Pero como la hipótesis de Hoyle sobre el universo se fue a pique (mientras prosperaba la de la gran explosión), con ella se esfumó la del no-origen de la vida.

En segundo lugar tenemos la posibilidad de que la vida llegara a la Tierra desde otra parte. Esta conjetura se conoce como panspermia (del griego pan-, «todo» y sperma, «semilla»), y es muy del gusto de la ciencia ficción, aunque ya la defendiera Anaxágoras en el siglo v a.C. Sin embargo, más recientemente no han faltado ni faltan (aunque no sean muchos) los científicos que la proponen muy seriamente. Entre ellos destacan el físico y químico sueco Svante Arrhenius (1859-1927), el ya mencionado Fred Hoyle (para él, la vida nos llegaría del espacio, donde estaba desde siempre) y Francis Crick (el codescubridor de la doble hélice del ADN en 1953, y premio Nobel por ello en 1962), entre otros. Crick justificó su propuesta en las enormes dificultades de un origen terrestre de la vida, para el que habría habido poco tiempo; le parecía más probable que en algún lugar de nuestra galaxia hubiera surgido una civilización avanzada que, intencionadamente, propagara la vida por alguna razón (como el mero gusto de expandirla). Es lo que se conoce como panspermia dirigida, que, por cierto, nosotros los humanos empezamos a poder efectuar, pues a no mucho tardar podremos intentar sembrar de vida Marte y algunos satélites de Júpiter y Saturno. La panspermia bien formulada es una hipótesis científica seria, pero no se suele considerar la mejor opción para explicar la vida terrestre. En todo caso, aquí ―en las hipótesis científicas de panspermia― tampoco hay un «alguien creador». El «alguien» propuesto por Francis Crick no sería un creador divino, sino más bien un «sembrador», como lo seremos nosotros si esparcimos vida por Marte o esas lunas lejanas.

Las hipótesis sobre las que trabajan la mayor parte de los científicos son las del tercer tipo de respuestas, según el cual la vida apareció en la Tierra por causas naturales, sin un «creador». Todo apunta, abrumadoramente, a que fue así. Es más, las pruebas indican que todos los seres vivos sobre la Tierra, desde el lector o lectora a las bacterias y virus que lleva consigo, y a los árboles de la calle, a los perros que se orinan en ellos, y, en fin, a la infinidad de especies que nos rodean ―la gran mayoría microscópicas― procedemos de un mismo antepasado común. Se le denomina «LUCA» por las siglas en inglés de «último antepasado común universal», una población de organismos que medrarían en las aguas hace entre 3.500 y 4.000 millones de años, y tendrían un aspecto parecido a una bacteria. No lo «creó» nadie, sino que se formó solito mediante complejos procesos que los científicos se esfuerzan en averiguar. No tenemos aún una respuesta buena y completa al «cómo se hizo», pero nada indica, que ese origen espontáneo sea imposible, como algunos pretenden. Del LUCA derivaron, por tanto, las bacterias actúales, otros microorganismos, las «arqueas», de aspecto parecido a las bacterias ―pero suficientemente diferentes para clasificarlas aparte― y por fin quienes tenemos células con núcleo, o «eucariotas», entre los que estamos nosotros y todos los seres vivos visibles a simple vista (como plantas, animales y hongos). Todos somos las ramas últimas (hasta ahora) del gran árbol universal de la vida.

En las hipótesis científicas no hay por tanto, tampoco, ningún «alguien» creador. ¿Quiénes hablan de «alguien» que creó la vida? Los defensores del cuarto tipo de respuestas, para quienes la vida fue creada por algún dios. Al ser una solución (aparente) más sencilla que ninguna, y, al estar ligada a muchas y extendidas religiones, es la alternativa más popular en el mundo. Pero no es una hipótesis científica, sino una creencia sin el menor respaldo objetivo. Aun así, algunos han intentado ofrecerla como ciencia, aunque sin explicar nunca, por ejemplo, el origen del dios creador al que se remiten. Este ha sido el caso bien conocido del creacionismo bíblico estadounidense, que en diversas ocasiones logró acceder a los programas de enseñanza como materia científica. El fracaso final de esta estrategia llevó a sus defensores a proponer otra más difícil de rechazar: el llamado «diseño inteligente», que ya no niega la realidad de la evolución, pero alega que la complejidad de los seres vivos es inexplicable si no se apela a la intervención de una «inteligencia» impulsora y controladora. La inmensa mayoría de los científicos, curtidos en la detección de pretensiones religiosas disfrazadas de ciencia, la han rechazado radicalmente. De hecho, en 2006 las academias de ciencias de 67 países, incluyendo algunos con una fuerte implantación religiosa en la sociedad, emitieron un duro comunicado en defensa de la enseñanza del evolucionismo frente a la pseudociencia creacionista, se la llame como sea.

¿Y qué hay de la «creación» de la especie humana? Pues absolutamente nada, por más que insistan las religiones. La católica, por ejemplo, mantiene en su Catecismo vigente múltiples alusiones a Adán y Eva, y a toda su historia, con la que se justifica la venida de un «salvador». En ningún momento se dice que sea una ficción, con lo que queda como un sinsentido absoluto que choca radicalmente con el conocimiento científico, pues sabemos que el origen de nuestra especie, que fue un proceso progresivo y no un flash instantáneo, no necesita de milagros para su comprensión. Es cierto que la ciencia desconoce muchas cosas, que se consideran con toda humildad «inexplicadas», pero no «inexplicables», como pretende la religión con sus milagros y sus dogmas. En definitiva, nadie creó la vida, de la misma manera que nadie hace milagros.

Podríamos pensar que tenemos suerte de que en España no afrontemos el problema de la intrusión del creacionismo ―o del diseño inteligente― en las clases de ciencias de los niños y jóvenes. Sin embargo, si no tenemos esos problemas es porque padecemos algo mucho peor: esos mensajes anticientíficos sobre un ser creador de la vida y de los humanos, y sobre milagros que violan las leyes de la naturaleza, forman parte fundamental del adoctrinamiento infantil al que se somete a millones de niños en las clases de religión (sobre todo católica, pero también en las otras), en la escuela pública, concertada y privada. Los catequistas que imparten esta asignatura disfrutan de muchísimo más tiempo para adoctrinar a los niños sobre la «creación» (entre otras patrañas anticientíficas) del que disponen los verdaderos profesores ―que se esfuerzan en educar en el pensamiento crítico, racional y científico― para explicar la «evolución». Es probable que el propio lector o lectora sea una víctima de ese abuso mental infantil en la escuela. Si es así, le pido que, respecto al asunto que aquí tratamos ―el origen de la vida, pero también sobre la posibilidad de los milagros― se informe bien de lo que dice la ciencia y llegue a sus propias conclusiones, al margen de las que le hayan inculcado en su adoctrinamiento infantil. Y le pido, más encarecidamente aún, que ―sea creyente religioso o no― haga lo que esté en su mano para evitar que se sigan adoctrinando niños, pues eso entorpece su desarrollo como personas libres y formadas, dueñas de sí mismas y por tanto más difícilmente manipulables.

Juan Antonio Aguilera Mochón. Autor de El origen de la vida en la Tierra y La vida no terrestre (RBA, 2016).

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