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De vuelta y media

Benedicto XVI, como Juan Pablo II, apoya a las corrientes más intransigentes de la Iglesia católica Ninguna concesión financiera impedirá que la Iglesia se oponga al laicismo

Las cosas están claras: mientras las víctimas de la behetría reinante en el campo republicano durante los primeros meses de la Guerra Civil reciben el tratamiento de mártires -977 de ellos disfrutan ya de la gloria eterna de los beatos y está en marcha la ascensión a las alturas de 500 más-, los exterminados metódicamente por el entonces llamado Movimiento Salvador -los ciento catorce mil y pico de desaparecidos, ejecutados por la Falange y los militares alzados contra la legalidad constitucional desde el 17 de julio de 1936 hasta un cuarto de siglo después-, deben seguir pudriéndose en las fosas comunes esparcidas por toda la Península, según el portavoz de los obispos, so pena de "reabrir heridas", "sembrar cizaña entre nuestros compatriotas" y "perturbar la paz social".

Las palabras del cardenal Rouco Varela, presidente de la Conferencia Episcopal Española, ante la asamblea sinodal celebrada en Roma el pasado mes de octubre, en las que arremetía contra la cultura moderna y su concepción inmanentista del hombre, sin referencia explícita ni implícita a Dios Creador y Redentor de la humanidad, a Dios "que es amor", llenan de estupor a cualquier conocedor del poco ameno historial de la Iglesia católica: tras un periodo de relativa tolerancia -el de los concilios de Basilea y de Constanza-, se convirtió a partir de Trento en una máquina implacable de persecución. Sin necesidad de remontarse a la Contrarreforma y a la muy poco santa Inquisición, su intervención en el siglo XIX a favor del absolutismo fernandino y de los facciosos carlistas para quienes el liberalismo era pecado mortal, y en el siglo XX, de la Cruzada de Franco y de la despiadada dictadura que le sucedió, desmienten su pretensión de que el dios que invocan sea el "Dios del amor".

La Iglesia que se dice agredida por el divorcio (con las sonadas excepciones que todos sabemos), el uso de los preservativos, el matrimonio entre personas del mismo sexo, la muerte asistida y un largo etcétera, se aferra con garras y dientes a un Concordato abusivo como el de 1979 y, con un ojo en el cielo y otro en las arcas, lucha por una financiación estatal claramente discriminatoria de las demás creencias implantadas en España. Si acepta de mala gana una tolerancia contraria a sus principios y prácticas viejas de siglos, diaboliza el laicismo que deja a Dios en las conciencias y al ciudadano en las aulas. Su oposición tenaz a la asignatura Educación para la Ciudadanía es otra expresión patente de su doble rasero moral. La experiencia nos enseña que ninguna concesión financiera podrá descabalgarla de su oposición a un laicismo republicano como el que Combes estableció en Francia en 1905, ya que sus dogmas e intereses políticos se oponen a ello. Hablar de laicismo positivo como Sarkozy es pu-ro dislate. Las cenizas de quienes fijaron la separación entre Iglesia y Estado deben de removerse en sus tumbas.

En una obra de publicación reciente, Les Nouveaux Soldats du Pape, sus autoras, Caroline Fourest y Fiametta Venner, consideran el apoyo resuelto de Benedicto XVI a las corrientes más conservadoras e intransigentes de la Iglesia como una respuesta del actual pontífice a los desafíos simultáneos del laicismo, el protestantismo y el Islam. La caída alarmante del número de vocaciones religiosas católicas en la Europa de nuestros días (a causa, según Rouco, "del nihilismo existencial y de la dictadura del relativismo ético"), el trasvase de comunidades enteras a las iglesias evangélicas en Iberoamérica y el agravio comparativo con la buena salud y celo proselitista de su rival histórico desde tiempos de las Cruzadas, conducen a Ratzinger a reafirmar el cambio de orientación madurado ya en el pontificado de su predecesor: el retorno a las esencias y principios diluidos en una modernidad "sin rumbo" por el aggiornamento de Juan XXIII y el Segundo Concilio Vaticano. Tras el aperturismo al mundo de hoy -el catolicismo de rostro humano- Wojtyla dio marcha atrás. Su patrocinio de nuevas formas de apostolado seglar como las del Opus Dei y los Legionarios de Cristo Rey -a los que habría que añadir la del Camino Neocatecumenal de Kiko Argüelles-, fue el indicativo del cambio que Benedicto XVI impulsa con fervor. Puesto que los seminarios, conventos y parroquias se vacían, la transmisión del mensaje de la Iglesia a las sociedades hedonistas y crecientemente laicas -esto es, la misión de liderar la vuelta a los valores y ritos anteriores al aggiornamento- recae en aquellos movimientos, a la vez tradicionalistas y expertos en una mercadotecnia al servicio de la salvación de las almas. Disciplina, militancia, buenas conexiones con el capital y afán de pastorear el rebaño de fieles sin brújula se conjugan en la visión de Ratzinger con la reivindicación de unas ceremonias y prácticas arrinconadas desde el Segundo Concilio y, en especial, del latín.

Los jerarcas y sacerdotes nostálgicos de los buenos tiempos de la cruz y la espada pueden expresarse de nuevo en un idioma que la inmensa mayoría de fieles no entiende y rodearse de una solemnidad que exhibe sin recato su poder temporal y de una ostentación de riqueza más próximas a las del César que a la figura de Jesús. Todo ello sin desdeñar nuevas vías de conectar con las masas -particularmente con niños y jóvenes- a través de festivales de música, himnos coreados al unísono, apariciones carismáticas en lugares de culto mariano y otras concesiones al universo mediático de la época. Ratzinger, como Wojtyla, lo han comprendido bien: el titular de la Silla de Pedro ha de ser un gran comunicador.

Resulta comprensible que los miembros de Redes Cristianas, los seguidores de la Teología de la Liberación y otros movimientos dignos surgidos al calor de la encíclica Pacem in terris se sientan frustrados por la actual deriva tradicionalista y el entierro del legado de Juan XIII. La acumulación de disparates contrarios al saber demostrable y a la ética social (condena inapelable de la interrupción del embarazo, presunto diseño inteligente del universo, reprobación de la investigación científica de células madre, la abstinencia sexual como remedio a los estragos del sida, etcétera) muestran a las claras la brecha abierta entre la Iglesia católica y la sociedad del segundo milenio. Pero, a fin de cuentas, los laicos de mi especie no deberíamos indignarnos demasiado. Hace bastantes años, el aggiornamento inspiró a un descreído el texto homónimo que reproduzco a continuación:

"Dos teorías antagónicas abordan la solución del problema: una sostiene el argumento consabido de que su escenografía y vestuario es puro anacronismo, motivo de justa irritación, piedra de escándalo. Que al fin y al cabo son como los demás y como tales debieran ir vestidos. Otra pretende todo lo contrario y refleja la opinión de los poetas. Acentuar, al revés, las diferencias y ayudar así a que el vulgo los distinga: preservar las ceremonias y la pompa, las carrozas doradas y los palios, el trono de marfil y los flabelos. Exigir de ellos ritos y disfraces y hacerlos, en general, más vulnerables al dedo indicador y la sonrisa".

(El laico feroz autor de estas líneas, a las que añadió algunas más en una de sus novelas, no es otro que el firmante de este artículo de Opinión).

Juan Goytisolo es escritor

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