No han pasado tantos años desde que muchas mujeres españolas se bañaban en el mar con enaguas, desde que la muerte de un familiar imponía a una adolescente un luto riguroso que ya no se quitaba jamás, desde que el recato femenino la obligaba a llevar mantilla en la iglesia, las mangas hasta el codo y la falda por debajo de la rodilla, desde que las abuelas se cubrían la cabeza con un pañuelo negro anudado en la barbilla para salir de casa, desde que la esposa estaba jurídicamente atada al marido, desde que una chica en bikini en la playa provocaba un escándalo hasta el punto que podía ser detenida por la Guardia Civil.
Fue el contagio con las jóvenes europeas que ejercían su libertad en nuestras playas el que acabó con los vestigios de una vieja moral, aunque todavía queda algún juez que ante una agresión sexual tiende a culpar a la mujer de haber provocado al violador por la forma licenciosa en el vestir.
Se debate ahora la cuestión de prohibir o tolerar entre nosotros el velo que el islam impone a sus mujeres. El velo o el burka son símbolos de la absoluta sumisión de la hija o la esposa ante el padre o el marido musulmán, que cree que les pertenecen en propiedad y les da derecho a taparlas de arriba abajo para que en la calle no provoquen deseos impuros ni nadie pueda mancillarlas con miradas obscenas.
Eso mismo les sucedía a muchas mujeres españolas no hace tantos años. Pero prohibir directamente el velo musulmán supone usar las mismas armas del fanatismo religioso y contra lo que parece, es una señal de debilidad, una forma de dar la batalla por perdida. Por el contrario, la tolerancia y la libertad son la fortaleza de nuestra cultura. Da igual que una mujer lleve velo o un pollo frito en la cabeza. Al final la libertad por contagio acaba por derribar todas las barreras. Así salió vencedor el bikini frente a las enaguas.