La Iglesia católica está jugando con fuego y las llamas pueden llegar a incendiar sus confesionarios.
Cuando sean publicadas estas líneas ya se habrán encontrado, si no es que “chocado”, en el Ángel de la Independencia, las marchas —una a favor y otra en contra— sobre los matrimonios igualitarios.
La Arquidiócesis de México y otras instancias de la jerarquía eclesiástica son las obvias patrocinadoras de un movimiento que poco tiene que ver con la defensa de la familia, y mucho con la recuperación de espacios de poder dentro del clero y de cara al gobierno.
Tristemente, quienes hoy son cabeza de la Iglesia a la que pertenecen millones de mexicanos decidieron elegir la homofobia como catapulta para presionar a las autoridades y reconquistar liderazgos perdidos por errores, debilidades, pero sobre todo por corrupción.
Digo homofobia y no matrimonios del mismo sexo porque quienes hoy están dedicados a sacar católicos a las calles lo hacen utilizando como acicate, no la fe, ni los principios cristianos, sino el odio sociológico y cultural, el prejuicio, que existe contra la comunidad lésbico, gay, bisexual, transexual, travesti, transgénero e intersexual.
Después de que vino el papa Francisco a decirle a los ministros de la Iglesia católica mexicana que dejen de corromperse y de “depositar su confianza en el carro de los faraones”, algunos monseñores que se sintieron aludidos se levantaron en armas y decidieron adoptar una actitud provocadora hacia el Estado mexicano, para demostrarle al Papa que su liderazgo frente a la feligresía sigue vigente.
Sí, don Hugo Valdemar, no escondan su responsabilidad. Quienes iniciaron esta peligrosa y amañada campaña de intolerancia hacia los homosexuales fueron ustedes, no la autoridad.
Una campaña de propaganda construida para confundir a la sociedad y especialmente a los católicos. En ninguna parte de la iniciativa presidencial se propone que las Iglesias deben permitir el matrimonio igualitario. La propuesta está redactada en el marco del Estado laico y dirigida a garantizar los derechos humanos dentro del derecho civil.
Así como el Estado mexicano no puede ni debe intervenir en la fe religiosa para determinar qué tipo de matrimonios debe aceptar, así también la Iglesia no tiene competencia para invadir la esfera de lo público. Más claro, ni el agua.
Me quedo con la primera parte de la frase que pronunció hace unos días el obispo de San Cristóbal de las Casas, Felipe Arzimendi: “defender el matrimonio conforme a nuestra fe no es discriminar…”
Efectivamente, bajo la interpretación y el estricto terreno de la fe católica tal vez no lo sea, pero desde otras visiones y doctrinas, sí lo es. Así que aquí lo único que procedería es asumir actitudes de respeto y tolerancia hacia un mundo cada vez más diverso obligado a aceptar “la historia del otro” para construir espacios de convivencia dentro de la legalidad.
Valdemar, vocero de la Arquidiócesis de México, es muy hábil no sólo para tomar, sino para “voltear la sartén por el mango”. Responsabilizó al gobierno de la Ciudad de México de ser un “provocador” e “irresponsable” por permitir que la comunidad gay pudiera compartir con las organizaciones católicas, en tiempo y espacio, el Ángel de la Independencia.
Lo que pretende el vocero arquidiocesano es confundir, haciendo creer que la aplicación de la Constitución —la tesis no es mía sino del constitucionalista Diego Valadés— es ilegal. La condena, el pecado, la prohibición, incluso, a la libertad, es propia de ciertas doctrinas religiosas, pero no es compatible con un Estado laico.
Y lamento tenerles que recordar a quienes pretenden imponer verdades absolutas, únicas, dogmáticas y excluyentes que en el siglo XXI ya no hay —o ya no debe haber— cabida para la exclusión.
Lo lamento porque hoy lo que necesita México —que no la tiene— es una Iglesia católica moderna, capaz de quitarse “las sandalias”, auténticamente fiel al pensamiento vanguardista que siempre defendió Cristo. Si él, Cristo, hubiera vivido —como hoy hacen muchos monseñores— para defender su comodidad, no habría sido condenado y llevado a la cruz. De eso, ni duda, cabe.
Si a un sector conviene el respeto a la diversidad y a la pluralidad es, precisamente, a las Iglesias. El incremento de asesinatos y agresiones contra sacerdotes indica que el fanatismo antirreligioso también debe ser combatido, pero poco o nada ayudan las campañas homofóbicas que hoy se lideran desde los púlpitos.
Y es que, un fanatismo, señores sacerdotes, lleva irremediablemente a otros fanatismos.
Prueba de ello es que las estadísticas de un lado y del otro van a la alza. Al mismo tiempo que aumenta el índice de párrocos, religiosas y pastores asesinados, se eleva el índice de homicidios contra homosexuales.
Pongamos, desde todos los ámbitos, un alto al odio.