Parece que en España se multiplican los conflictos relacionados con ofensas, hasta el punto de que algunos de ellos se están dirimiendo en los tribunales.
Me gustaría proponer varias ideas sobre el asunto de las ofensas:
1. Como principio general, creo que en una sociedad abierta y democrática debería limitarse al máximo la tipificación de conductas que en el Código Penal puedan catalogarse como ofensas. En el artículo Ofensa de sentimientos religiosos y no religiosos ya expliqué por qué no me parece apropiado el artículo 525 del Código Penal español, que penaliza las ofensas a «los sentimientos de los miembros de una confesión religiosa» y a los «de quienes no profesan religión o creencia alguna».
2. Podría pensarse que si no se castigan estas ofensas se estaría desprotegiendo a ciertos colectivos que en determinadas circunstancias pueden verse acosados por su condición o convicciones. Ahora bien, considero que acudir a los juzgados debería ser un último recurso limitado exclusivamente a conductas extremas, por las razones siguientes:
- Aun cuando alguien hubiera tenido realmente intención de ofender, si es condenado difícilmente cambiará su actitud y sus convicciones. Si miramos a largo plazo, más allá de un espíritu justiciero, y si buscamos construir una sociedad que sea modelo de convivencia, nos interesará mucho más convencer que vencer. Una demanda judicial es la forma más eficaz de destruir esa vía.
- Si lo que deseamos es evitar que se repitan las ofensas, no debemos fortalecer al ofensor. Una demanda convierte al ofensor en víctima ante los ojos de sus partidarios; aumentando el victimismo, generamos una oleada de simpatía hacia quienes comparten puntos de vista similares al ofensor. Un ejemplo de ello fue la campaña que desde el catolicismo más conservador se llevó a cabo para defender la libertad de expresión de Cañizares.
- Si el ofensor gana el juicio o es absuelto, sus posiciones salen claramente reforzadas, y los demandantes habrán logrado el efecto contrario al que buscaban. Un ejemplo es el de las militantes de Femen que fueron absueltas en el juicio por haber interrumpido una marcha antiabortista.
3. Si no conviene denunciar, ¿qué hacer, entonces? Irene Villa, que con doce años perdió una pierna en un atentado de ETA, volvió a mostrar una actitud ejemplar cuando supo del tuit de Zapata que hacía alusión a su desgracia: «Nunca me ha molestado, ni me molestará, ningún tipo de gracia o chiste sobre mi persona. Es un problema sólo de las personas que puedan hacerlos». Como suele decirse, no ofende quien quiere, sino quien puede. En cualquier caso, nos sintamos ofendidos o no,la mejor denuncia de un comportamiento reprobable es ofrecer una respuesta serena y argumentada, analizar el contenido y el contexto del mensaje o la conducta que supuestamente han ofendido, refutarlos razonadamente y difundir estos argumentos (por ejemplo, Cañizares también ha sido denunciado por unas declaraciones que hizo sobre los refugiados; algunos hemos preferido refutarlas brevemente). En la era de los mensajes hiperbreves este es un objetivo muy difícilde lograr, pues la inmensa mayoría de las personas prefieren recibir y reenviar un titular, un tuit o un meme, a escuchar un coloquio o leer (no digamos escribir) un artículo sobre el mismo asunto. Pero precisamente por ello es necesario que cada vez más personas se sumen a la cultura del debate y eviten la subcultura del enfrentamiento.
4. La confrontación de ideas es sana, y es necesaria para que una sociedad sea democrática. Una cultura de la diversidad, de la libertad de expresión y del debate implica evitar la polarización en bandos (eso sí, tampoco hay que caer en equidistancias fáciles). Por ello, quienes mantienen una opinión deberían: 1) desautorizar razonadamente y con firmeza a quien, defendiendo sus mismas posiciones, incurre en la descalificación, la agresividad y el ataque ad hominem; y 2) explicar con claridad que el rechazo de ciertas expresiones no implica posicionarse en “el otro bando”. Ante la muerte del torero Víctor Barrio se pudo observar una polarización entre algunas personas contrarias a la tauromaquia que celebraron esa muerte, y no pocos defensores de esta tradición que reaccionaron descalificando en su conjunto a todos los “antitaurinos”; de esta forma se generó una escalada de odio y se eclipsó al grupo de quienes, lamentando la muerte del torero y rechazando cualquier ofensa a su familia, consideran que las corridas de toros (en el transcurso de una de las cuales murió el torero) son una barbaridad inaceptable.
5. Antes de condenar unas declaraciones o de etiquetarlas de ofensivas, hay que analizarlas, considerando el contexto en el que se pronunciaron y el registro al que pertenecen. Un caso paradigmático es el de los titiriteros que fueron procesados por apología del terrorismo, cuando su representación precisamente era contraria al terrorismo y a que este se instrumentalice para culpabilizar a quienes no tienen nada que ver con él; significativamente, ¡a ellos les hicieron lo que su función denunciaba! Otro caso de descontextualización es el del concejal de Madrid Guillermo Zapata quien, cuatro años antes de que fuera elegido para el cargo, en un coloquio en Twitter acerca de los límites del humor había introducido algunos tuits en los que se recogían chistes muy desagradables sobre el Holocausto y sobre la víctima de ETA Irene Villa. El análisis del contexto pone en evidencia que Zapata no los escribió para sostener tesis antijudías o pro terroristas, a pesar de lo cual fue juzgado por aquel intercambio, y hay propagandistas que siguen etiquetándolo de antisemita, una ideología que es evidente que el concejal rechaza radicalmente. Procesarlo por aquellos tuits es equivalente a que se hubiera juzgado a Esperanza Aguirre porque en su día dijo: «Habría que matar a todos los arquitectos».
6. Siendo que hay legislación que penaliza las ofensas, lo que de ningún modo se puede hacer es aplicarla selectivamente, con múltiples varas de medir y provocando agravios comparativos. No se puede comprender (o quizá sí…) por qué se procesa por ejemplo a Zapata, mientras quedan impunes numeroso cargos del Partido Popular que han hecho declaraciones cargadas de homofobia, racismo, machismo, sexismo… que además no fueron pronunciadas en contextos humorísticos ni a modo de citas (se puede leer una selección aquí; ver también Los chistes judíos del PP).
7. Si se husmea en Twitter y en las demás redes sociales, debería hacerse de forma sistemática y no selectiva. Es lógico que los representantes políticos estén en el punto de mira y asuman las consecuencias de sus palabras. Pero si se les procesa a ellos se debería enjuiciar a los miles de personas que todos los días ofenden en esos medios. Haría falta un millón de juzgados en España para procesar a todos (como dijo Irene Villa: “Si hay que imputar a toda la gente que cuenta chistes de este tipo habría una cola enorme”). La tecnología ha favorecido que los exabruptos que antes se pronunciaban en la barra de un bar ahora queden registrados en soportes digitales. Ello confirma que hoy es más absurdo que nunca juzgar por ofensas. Y es precisamente la tecnología la que ofrece una alternativa mejor: la posibilidad de inundar las redes con mensajes de respeto, de convivencia sana, de información veraz, rigurosa, contrastada y contextualizada. La mejor y seguramente única “condena” posible a quien ofende es la exposición de ideas contrarias a las suyas, en un tono no ofensivo.
8. Independientemente de que existan o no leyes que penalicen ciertas expresiones, todas las partes deberían buscar espacios de debate razonado sobre las posiciones de unos y otros. Si un colectivo te monta una manifestación o un escrache contrario a tus ideas, antes de denunciarlo intenta ponerte en contacto con ese grupo y busca una ocasión para debatir con ellos, escuchar sus posiciones y comunicarle educadamente las tuyas. El grupo llamado Enraizados en Cristo demostró no estar precisamente muy enraizado en los valores de Jesús (ver p. ej. Mateo 5: 38-40 y 44) al buscar la vía penal para tratar de frenar a las activistas de Femen que se desnudaron ante su manifestación. La justicia las ha absuelto, pero, ¿acaso una condena habría mejorado la situación, habría bajado la tensión entre ambos frentes, habría evitado nuevas ofensas?
9. Es responsabilidad de todos, y en especial de los poderes públicos, fomentar una cultura del respeto a la diversidad basada en principios éticos y no en la punición, integrando estos valores en el sistema educativo, promoviendo campañas diseñadas con la participación del mayor número de colectivos posible, emitiendo programas de radio y televisión… Los medios podrían y deberían organizar debates auténticos entre posiciones enfrentadas. En lugar de ello, encontramos tertulias radiofónicas en las que todos los intervinientes mantienen posiciones básicamente iguales, y la mayoría de los programas informativos, de opinión y de debate de la televisión han perdido su rigor e imitan el estilo soez y maleducado de la prensa “rosa” (sensacionalismo, morbo, gritos, interrupciones…). Algunas entrevistas se convierten en encerronas en las que un entrevistado con ideas alternativas es acosado por una jauría de periodistas contrarios a sus ideas, ofreciendo un espectáculo bochornoso (un ejemplo). Si los periodistas lo fueran de verdad, organizarían debates bien preparados en los que, estableciéndose el respeto y la aportación de datos y argumentos como normas básicas, se pudieran confrontar todo tipo de posiciones sobre cualquier asunto, representando la diversidad social (incluidas las visiones minoritarias y políticamente incorrectas).
10. También independientemente de las leyes, todo tipo de instancias públicas y privadas deberían propiciar espacios y figuras de mediación para la resolución de conflictos. Así se comprobaría que acudir a los tribunales por temas de ofensas debería ser un recurso absolutamente excepcional.
11. La judicialización de las ofensas amenaza gravemente la libertad de expresión. Muchos quieren imponer a toda la sociedad una línea de pensamiento políticamente correcto, prohibiendo visiones alternativas. Como escribió Vargas Llosa sobre las leyes que penalizan negar el Holocausto (en esto sí como auténtico liberal): «Pienso que hay un riesgo muy grande para la libertad intelectual –para la cultura– y para la libertad política, en reconocer a los gobiernos o parlamentos la facultad de determinar la verdad histórica, castigando como delincuentes a quienes se atrevan a impugnarla. […] Las verdades oficiales son rasgo característico de las sociedades autoritarias, desde luego, pero no deberían serlo de las democracias. […] Una sociedad democrática que cree en la libertad no debe poner limitaciones para las ideas, ni siquiera para las más absurdas y aberrantes. […] Es una ingenuidad creer que poniéndolos fuera de la ley se puede combatir eficazmente el prejuicio, la estupidez, o cualquier otra manifestación intelectual de la irracionalidad y la crueldad humana. Por el contrario, la imposición de una verdad histórica desde el poder sienta un peligroso antecedente y podría justificar futuros recortes de la libertad intelectual». Si tomamos el ejemplo reciente de la homilía de Cañizares sobre el “imperio gay”, nos podrá parecer más o menos disparatada, pero leyendo el texto completo ¿realmente se puede creer que incita al odio, o defender que se procese a esta persona por expresar su opinión acerca de la homosexualidad? ¿Dónde queda la libertad de expresión?
Concluyamos: Vargas Llosa considera que para corregir las ideas falsas «no hay otra fórmula que mantener abierta a todos los ciudadanos la libre expresión del pensamiento, estimulando el debate y la discrepancia, y la existencia de las “verdades contradictorias”, como las llamaba Isaiah Berlin». En esa misma línea, la actitud más constructiva se puede resumir en la famosa frase atribuida a Voltaire (pero que en realidad corresponde a su biógrafa Evelyn Beatrice Hall): «Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo».