¿Hubo realmente brujas en Occidente durante la época de la gran caza de brujas (siglos XV, XVI y XVII)? Si por brujas entendemos hechiceras de magia negra que adoran al Diablo (tal como es conceptuado en la tradición judeocristiana), y que han celebrado pacto con él en vistas a concretar algún designio maléfico, la respuesta (desde un punto de vista científico) es no, al menos a la luz de las fuentes primarias disponibles y las investigaciones historiográficas actuales.
Había, desde luego, sobre todo en áreas rurales, curanderas, adivinas y hechiceras que les aseguraban a sus clientes y vecinos ser capaces de sanar enfermedades, predecir el futuro, propiciar buenas cosechas, multiplicar los rebaños, enamorar a alguien por encargo (como hace la Celestina en la ficción), traer prosperidad y felicidad, y muchos otros beneficios materiales y espirituales. Pero las artes mágicas que se utilizaban nada tenían que ver con el satanismo. Eran tan sólo supervivencias de los tiempos paganos, conjuros, amuletos, pócimas, ungüentos, ritos de fertilidad, agüeros y otras viejas tradiciones de origen hermético, politeísta o chamánico que habían sobrevivido subterráneamente a más de mil años de cristianismo.
Durante el Medioevo, tales prácticas habían sido más o menos toleradas por la Iglesia como (dicho grosso modo) «supersticiones atávicas del vulgo ignorante», o castigadas sin aplicar la pena capital. Pero en los albores de la Edad Moderna (siglo XV), los teólogos las redefinieron como satanismo. De esa época data la invención de mitos o estereotipos como el pacto diabólico, la misa negra, el aquelarre, las salamancas (muy presentes en la literatura folclórica de nuestro Draghi Lucero), los infanticidios rituales en masa y los vuelos nocturnos en escobas, que tanto abonarían el accionar represivo de la Inquisición tridentina, las Iglesias protestantes y las autoridades temporales a ambos lados del Atlántico, en Europa y América. El satanismo como movimiento religioso real (satanismo tradicional), o como simple metáfora romántica de la irreligiosidad atea o agnóstica (satanismo simbólico), es un fenómeno mucho más tardío, propio del mundo contemporáneo, muy difícilmente rastreable antes de la segunda mitad del siglo XVIII.
En Acertijos de Clío, un grupo de Facebook que creé con fines de divulgación histórica (y al que invito a que se sumen los lectores de MDZ), me hicieron dos consultas por demás interesantes. En una de ellas me preguntaban en qué consiste exactamente la histoire-problème o «historia-problema», propugnada por Lucien Febvre y otros historiadores de la escuela francesa de Annales. En la otra, me inquirían cuál fue la justificación ideológica, la fundamentación teológica, del cambio drástico de actitudes que hubo, en los prolegómenos de la modernidad (siglo XV), frente a las curanderas, hechiceras y adivinas que, de ser feligresas «supersticiosas» pasibles de indulgencia o moderada sanción, pasaron a ser brujas satánicas merecedoras de una muerte atroz en la hoguera o la horca.
Me pareció posible, y una buena idea, matar dos pájaros de un tiro y responder articuladamente ambas preguntas en un solo posteo. ¿De qué modo? Explicando los orígenes ideológicos de la gran caza de brujas (tema de la segunda consulta) echando mano a la histoire-problème (tema de la primera consulta). El presente artículo es una ampliación y reelaboración de dicho posteo de Facebook.
La historia-problema es un método historiográfico que consiste en encarar la escritura de la historia como una larga y minuciosa respuesta a un gran interrogante, enigma o paradoja del pasado que se plantea como «disparador» al inicio de la obra, ya se trate de un libro o artículo. Ese problema, además de legitimar la pertinencia de la obra, y de organizarla en su dimensión dialéctica o argumentativa más estrictamente científica, funciona también como una estrategia retórica de vocación más literaria, narrativa: una suerte de «zanahoria» para el lector, un modo de captar su atención, de interesarlo e impactarlo, de despertar en él la curiosidad y las ganas de leer. Febvre hizo un uso magistral y modélico de este método en su libro El problema de la incredulidad en el siglo XVI: la religión de Rabelais, publicado en 1947.
Pero disponemos de un ejemplo mucho más cercano en el tiempo y el espacio: «El largo viaje al Sabbat: la caza de brujas en la Europa moderna», un estudio preliminar que el historiador argentino Fabián Campagne (UBA) incluyó en una reedición de 1997 del Tratado de las supersticiones y hechicerías de Martín de Castañega, un fraile español del siglo XVI. Campagne inicia dicho estudio con una excelente utilización de la histoire-problème. Cito el pasaje en cuestión:
Dos historias.
28 de julio de 1375: en la ciudad de Reggio Emilia, Italia, Gabrina degli Alberti es encontrada culpable de brujería y ejercicio de las artes mágicas. La sentencia la condena a la amputación de la lengua y a ser marcada a fuego. […]
22 de abril de 1700: la bailía de Furnes, en Flandes Occidental, condena a François Darché a pública retractación frente al portal de la Iglesia de Sainte Walburg. […] Debía declarar en voz alta e inteligible que había acusado falsa y maliciosamente de brujería a muchas personas. Fue también condenado a pagar los costos del proceso y a diez años de galeras; el Parlamento de Flandes permutó la sentencia a galeras por quince años de destierro del pueblo en el que habían ocurrido los acontecimientos.
Si Gabrina hubiera vivido unas décadas más tarde, habría sido condenada a la hoguera; al mismo destino hubiera arrastrado a muchas otras mujeres, cuyos nombres se habría visto obligada a proporcionar durante las sesiones de tortura. Por su parte, si François Darché hubiera realizado su acusación de brujería cincuenta o sesenta años antes, no sólo no habría sido condenado por calumniador, sino que las mujeres por él señaladas difícilmente habrían escapado a la condena de muerte.
En el siglo XIV se preparaban los fundamentos de una de las formas de represión más incomprensibles de la historia de la cultura occidental; también una de las que más ha cautivado la imaginación de los estudiosos. En el siglo XVIII, en cambio, la caza de brujas era ya un recuerdo; no solamente nadie iba a sufrir la pena de muerte por participar en un imaginario sabbat [aquelarre] nocturno, sino que quienes osaran realizar acusaciones semejantes sufrirían los castigos de los difamadores. En la época de Gabrina, la caza de brujas estaba aún en sus tímidos inicios. En la época de François, los tiempos de la caza de brujas ya habían pasado.
Sin embargo, entre los siglos XV y XVII Europa occidental conoce un fenómeno de enorme originalidad, único por sus características peculiares: la condena a muerte de un número importante de personas acusadas de realizar disparatados delitos relacionados con el culto y la adoración del demonio.
La caza de brujas es una de las grandes características de la Europa moderna. Nunca antes ni después se repitió un hecho semejante. […] Es inseparable de la modernidad clásica, como también lo son el Estado absolutista, las guerras de religión, o la revolución copernicana.
Todo el estudio preliminar del Dr. Campagne, de principio a fin, constituye una resolución metódica y exhaustiva de este gran problema historiográfico. Es un digno discípulo de Febvre.
Pero, ¿cuál fue la justificación ideológica de la satanización de la magia en la modernidad temprana? ¿Cómo se fundamentó desde la teología cristiana la gran caza de brujas? ¿Cuál fue el argumento esgrimido para redefinir las viejas «supersticiones» populares (y no sólo populares, pues también había una magia de élite como la nigromancia y la cábala) en términos más tremendistas de satanismo, abominable apostasía que había que perseguir y castigar con extrema severidad, sin miramientos, hasta su completa erradicación?
El historiador que más ha buceado en esta apasionante cuestión es H. C. Erik Midelfort. Dicho autor estadounidense analizó en detalle las mutaciones intelectuales operadas en la altura cultura clerical durante el Medioevo tardío, caldo de cultivo desde el que surgirían y se propagarían los estereotipos de la bruja y el aquelarre. Según Midelfort, la demonización generalizada de las prácticas mágicas, y su novedosa asimilación a la herejía, se basaron en la noción de pacto implícito con el Diablo. En virtud de esta noción tan difusa, toda magia entrañaba necesariamente satanismo y apostasía, es decir, adoración del Demonio y trato con él, y renegación de la fe cristiana, aun cuando no mediara un acto formal o explícito. Se asumió que el pacto con Satanás podía ser informal, tácito, sobreentendido, lo cual, a la larga, daría pábulo a una represión indiscriminada, de una masividad inédita.
La mente que pergeñó este concepto teológico disruptivo, que rompió con la vieja tradición de lenidad en materia de hechicería, fue Tomás de Aquino, nada menos. Tomás de Aquino vivió en el siglo XIII, pero las autoridades eclesiásticas y seculares recién empezarían a tomarse en serio su idea de pacto implícito con el Diablo (y a actuar en consecuencia) ya bien entrado el siglo XV.
¿A qué se debió esa demora? Campagne lo explica en los siguientes términos: «…Hacía falta otro elemento para provocar una verdadera caza de brujas y no una simple sucesión de juicios individuales por brujería. Era necesario que las autoridades laicas y eclesiásticas se convencieran de que las fuerzas del mal eran muchas y muy bien organizadas». Luego de lo cual señala: «Tras años de luchas contra las herejías cátara y valdense, constituidas en sectas con cierto grado de organización, no fue difícil a la Inquisición concebir a los magos y a los [presuntos] adoradores del demonio como grupos organizados de manera similar a las sectas heréticas».
Lógicamente, la fabulación paranoide contra la hechicería se intensificó en el siglo XV al socaire de las guerras husitas, y alcanzó su paroxismo durante los siglos XVI y XVII en paralelo con la Reforma y la Contrarreforma. El éxito y la masividad de las nuevas herejías protestantes (luteranismo, anglicanismo, calvinismo, anabaptismo, etc.), los cismas reiterados, la irrupción de la Inquisición tridentina, el odium theologicum, las guerras de religión, no podían más que exacerbar, en las mentes afiebradas de la época, el mito conspirativo de una poderosa secta brujeril operando desde las sombras en pos del triunfo de Satanás.
Ese mito llevó a la hoguera o la horca a decenas y decenas de miles de personas inocentes, en su gran mayoría mujeres, víctimas de todo tipo de prejuicios sexistas y rencores misóginos. La gran caza de brujas, con sus brotes de histeria colectiva y cataratas de farsas judiciales, llegaría a su fin recién con la Ilustración dieciochesca, hito decisivo en el proceso de secularización del Occidente moderno.