El documental es una muestra del submundo homosexual que se esconde en iglesias y seminarios de Europa y América Latina
Crecí, como buena parte de las mujeres de mi generación, y de todas las generaciones de este país desde hace veintiún siglos, con terror al sexo. Lo que me contaban sobre él era horrible. Un pecado mortal, un camino directo al infierno, era algo sucio, indecente, abyecto, era un modo atroz de abuso por parte de los hombres de las mujeres. Las únicas mujeres dignas eran las vírgenes. La virginidad era el don femenino más preciado. Las mujeres que la perdían eran sucias y promiscuas. Y así, un largo etcétera que a casi todas las mujeres nos resulta familiar. Recuerdo, incluso, que un buen día, con unos trece o catorce años, le pregunté a mi madre directamente: “¿Qué es el sexo?”. Y la pobre se quedó a cuadros y no sabía ni qué decir. Su contestación fue tan abstracta que pensé que mejor no saberlo, puesto que ante tal respuesta sin contenido el objeto de mi curiosidad debería ser algo dantesco. Ella me dijo, medio balbuceando: “Es algo que ya sabrás cuando seas mayor” ¿?
Lo que tampoco sabía en aquellos años era el origen de esos mensajes que criminalizaban y ensuciaban la función humana más hermosa, la que supone el culmen del amor, la que implica el abrazo profundo de dos cuerpos y dos almas, la que es tan grandiosa que es la única que crea la vida. Porque la vida proviene del sexo, del abrazo profundo de dos seres humanos, proviene del amor, no de ningún dios creado a imagen y semejanza de la mezquindad de los hombres. Esos mensajes provenían de la moral inmoral que imponen y propagan los ámbitos religiosos que, de manera más que evidente, se dedican a alejar a las personas de la libertad, de la plenitud y del goce sano de la vida, a denigrar lo mejor de todo lo humano enalteciendo lo que llaman “divino”, eso sí, previo paso por caja. Y en ese camino divinizan lo que llaman “castidad” o “celibato”, como un medio de control; todas las sectas lo hacen, y las religiones son sectas, algunas milenarias, como el Islam o el cristianismo. El control de la sexualidad es una herramienta perfecta para controlar la afectividad, y por tanto también, la emocionalidad y, por extensión, el intelecto de las personas.
¡Ay, la moral católica! ¡La mezquina e inhumana moral católica! ªLa falsa e hipócrita moral católica! ¡Cuántas mujeres estigmatizadas, cuántos hombres alejados de su sensibilidad, cuánto dolor, cuánto miedo, cuánta represión! Cuánto odio al amor, a la vida, a las maravillosas cosas humanas. ¡Cuánto recelo ante lo natural, ante lo auténtico, ante la belleza de la realidad! Una hipocresía que rezuma aun hoy en día por los poros de las sociedades inmersas en la moral judeocristiana, y que tantos y tantos hombres sabios han intentado desenmascarar y denunciar, desde la literatura, el arte o la filosofía, desde Cervantes, Quevedo o Molière hasta Saramago o Fernando Vallejo.
O el director brasileño Dener Giovanini, quien acaba de estrenar hace pocos días el documental “Amores Santos”, una selección de imágenes grabadas en directo, con la ayuda de un actor porno que hacía de gancho,vía webcam, de cientos de sacerdotes católicos, ortodoxos y anglicanos en plenas bacanales de cibersexo y pornografía. Hubo contacto con cinco mil religiosos homosexuales de 36 países diferentes, entre ellos España o el Vaticano, que buscaban sexo en internet y que, en muchas horas de metraje, se masturbaban y eyaculaban ante las pantallas de ordenadores y móviles. El documental es una pequeña selección tibia y censurada de los cientos de horas de grabación; un material bruto inmenso y altamente destructivo para los de la “moral” cristiana que se ha escondido por duplicado en cinco lugares diferentes, como un seguro de vida del director, amenazado de muerte, y del resto de miembros del equipo.
El documental es, además de una muestra del submundo homosexual que se esconde en iglesias y seminarios de Europa y América Latina, una denuncia de la hipocresía de la Iglesia, que criminaliza la sexualidad y especialmente la homosexualidad, siendo su discurso el principal germen y el mayor responsable de la homofobia en el mundo, mientras propaga la represión y la subsiguiente promiscuidad sexual entre sus propios miembros.
Estos curas gays que desatan ante un estímulo sus instintos más oscuros y primarios son los mismos que en sus misas incitan al odio contra los homosexuales, o estigmatizan a las madres solteras, o a las mujeres libres. Son los mismos que no paran de hablar de pecados, de infiernos, de castigos divinos. Los mismos que adoctrinan a los niños en la culpa, el miedo y el odio a la ternura y al amor. Son los mismos que no paran de hablar de “valores” y de “moral”. Y, como tantas veces, me vienen a la mente las palabras sabias de Jean de La Bruyère a este respecto: “Hay una falsa gloria que es ligereza, una falsa grandeza que es pequeñez, una falsa virtud que es hipocresía, una falsa santidad que es vileza”.