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El Estado laico y la democracia moderna

Nuestra concepción de laicidad, como batllistas, está bien lejos de un espíritu jacobino y se encuentra abierta a un clima amplio de convivencia.

Mi apreciado amigo y agudo periodista Luciano Álvarez me hace el honor de ubicarme como «uno de los más lúcidos representantes» de lo que llama el «relato batllista», dentro del marco de dos notas referidas al anticlericalismo y al jacobinismo a la uruguaya.

El tema da para varios libros, pero, a cuenta de mayor cantidad, merece desde ya dos o tres precisiones fundamentales.

En Uruguay, el proceso de secularización fue una larga lucha cuyo primer hito podría ubicarse en la presidencia de Bernardo Berro (nacionalista), en 1861, quien secularizó los cementerios a raíz del acto de intolerancia de un sacerdote católico que se negó a enterrar a un masón. El propio Berro desterró más tarde al arzobispo Jacinto Vera, episodio inédito en las relaciones del Estado con la Iglesia. Vinieron luego otros pasos en la misma dirección, como el fundamental de 1876, bajo el gobierno de Lorenzo Latorre, cuando José Pedro Varela lideró la «escuela laica, gratuita y obligatoria».

La separación de la Iglesia y el Estado no fue entonces una invención batllista, sino el corolario de un largo proceso en el que la Iglesia Católica, dominante, actuaba con un jacobino espíritu clerical. Los agravios que recibieron José Pedro Varela y su escuela son hoy irreproducibles. Lo peor es que, hasta en nuestra generación, el propio Luciano Álvarez reconoce que fue a una escuela católica en la que le predicaban el antijudaísmo, el totalitarismo y donde actuaba como maestro un cura más tarde procesado por atentado violento al pudor. O sea que aquel espíritu intolerante sobrevivió durante muchos años.

Como era lógico, el batllismo polemizó duramente con esa Iglesia, de ese tiempo, en nombre de su espíritu liberal. Chocó con ella por la educación laica, por las leyes de divorcio y de investigación de la paternidad, por la emancipación de la mujer, por los crucifijos en los hospitales del Estado, por su antisemitismo, por su pretensión dogmática de imponer sus propios códigos morales aun al Estado y por una prédica durísima en su contra.

Finalmente, en 1917 se produjo la separación de la Iglesia y el Estado, y esto le hizo bien a ambos. El anticlericalismo se fue diluyendo en la misma exacta proporción en que el clericalismo fue retrotrayendo su hegemonismo. Tanto se ha reconocido esta saludable evolución que, en el mes de noviembre pasado, participamos en una convocatoria de la Iglesia que, bajo el título de Atrio de los Gentiles, puso como tema la laicidad como ADN uruguayo. En esa ocasión, celebramos el éxito que el país ha tenido en materia de tolerancia religiosa, que nos ha permitido convivir durante un siglo en paz y mutuo respeto. En lo personal, puedo recordar que, siendo presidente de la república, propuse —no sin debate— la permanencia de la cruz en calidad de monumento conmemorativo de la visita del papa Juan Pablo II. Y que también convalidamos la instalación de la Universidad Católica, hito fundamental en la enseñanza superior del país. O sea que nuestra concepción actual de laicidad, como batllistas, está bien lejos de un espíritu jacobino y se encuentra abierta a un clima amplio de convivencia.

Últimamente, sin embargo, han aparecido episodios en que se cuestiona esa neutralidad del espacio público, como fue el pedido de instalación de una estatua de la Virgen María en la rambla montevideana, o planteamientos como el que el propio Luciano Álvarez le hace al batllismo, que excitan una polémica que estaba en un estadio superior de conciliación. Por esta razón nos hemos visto obligados a salir públicamente para defender el principio de laicidad, que no es otra cosa que la imparcialidad de un Estado frente a todas las religiones, cuya libertad de conciencia y de cultos está más que asegurada en el país. Cuando cualquier Iglesia, no sólo la católica, desborda sus límites religiosos e intenta saltear la neutralidad del Estado, incurre, precisamente, en el clericalismo.

En el terreno del Estado, todos convivimos con nuestras convicciones, sin parcializarlo, sea donde fuere. Por eso, cuestionamos que en la escuela pública se acepte el velo islámico en niñas, porque es el símbolo exterior de una religión y la expresión de la subordinación musulmana de la mujer. Y no es aceptable que el Ejército, oficialmente, se preste a una misa en su homenaje, a la que sus jerarcas asisten uniformados (aunque en este caso es el Ejército el que tergiversa su papel y obviamente no la Iglesia que lo acoge).

En definitiva, el Estado laico es una expresión profunda de la filosofía liberal y está en el corazón mismo del sentimiento republicano que ha representado siempre el batllismo. En nombre de ese liberalismo, protagonizó la construcción de nuestra moderna democracia, no en exclusividad, por cierto, pero desde el papel principal que le daba el ejercicio del gobierno. Un liberalismo progresista, porque siempre concibió al Estado como un instrumento de justicia y de garantía de la libertad. Lo que si nos separó de visiones liberales conservadoras, también nos enfrentó al dogmatismo marxista, con su resentida lucha de clases y su desprecio por la libertad.

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