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Abusos sexuales, malos tratos y explotación: Los internados de la dictadura y el posfranquismo

Los periodistas Montse Armengou y Ricard Belis publican la obra ‘Los internados del miedo’, una investigación aterradora que destapa el calvario que sufrieron miles de niños en los internados religiosos y del Estado durante el franquismo y parte de la democracia

Un día vio como un cura abusó sexualmente de un menor y tiempo después le toco a él

Dolores relata como el cura que le preparaba para su primera comunión, tras decirle que él tenía línea directa con Dios, le puso el pene en la boca

El Patronato de la Mujer se extendió hasta 1983 como un brazo controlador de la moral que se pretendía para las mujeres.

La dictadura de Franco comenzó trabajar en el adoctrinamiento de los más pequeños desde el minuto uno. Incluso durante la Guerra Civil. En plena campaña bélica, el gobierno franquista de Burgos restituyó a Ramón Albó como responsable de la Obra de Protección de Menores y, a partir de este momento, la beneficencia sería entendida como una ocasión inmejorable para adoctrinar y reeducar a los niños, sobre todo, si eran hijos de rojos e inculcarles los nuevos valores patrióticos, religiosos y familiares.

La dictadura dispuso de una amplia red de centros destinados a los más pequeños que se prolongó durante todo el franquismo y parte de la democracia. En su interior se adoctrinaba a hijos de madres solteras, de mujeres separadas a las que se les quitaba la custodia de sus hijos, niños que tenían a sus padres en la cárcel, hijos de chicas embarazadas… La dictadura, con sus imposiciones nacionalcatólicas había creado sus propias víctimas y luego les ofrecía beneficencia a cambio de adoctrinamiento, caridad a cambio de propaganda. 

Los periodistas Montse Armengou y Ricard Belis, trabajadores de TV3, recuperan en la obra Los internados del miedo, basada en el documental del mismo que se emitió en la televisión catalana y que se ha presentado esta semana, escalofriantes testimonios de las víctimas de estos centros que cuentan con pelos y señales las torturas que les hicieron pasar.

La vida de estas personas ha sido borrada de la historia del país. Desaparecieron sus historiales clínicos, se manipularon expedientes académicos, sufrieron experimentos médicos… y nadie les ha pedido perdón. Ni el Estado, ni la Iglesia católica, que, en cualquier caso, no hizo lo suficiente para evitar los casos de pederastia que se iban sucediendo. Tampoco por las palizas. Este es un resumen de una de las tragedias más desconocidas y desagradables de la dictadura franquista. Un relato de horror, miedo y dolor.

Los hogares Mundet

El 14 de octubre de 1957 el dictador Francisco Franco inaugura oficialmente los hogares Mundet, en Barcelona, junto a las principales autoridades eclesiásticas y civiles. La nueva obra constaba de siete edificios, uno para los niños, otro para las niñas y un tercero dedicado a una residencia de ancianos. Había un teatro con capacidad para 1.200 personas, una iglesia con capacidad para 1.700  y varios pabellones industriales para formar profesionalmente a los alumnos. La educación fue cedida a las monjas Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl y la de los niños a los Padres Salesianos.

Los Hogares Mundet funcionaron durante casi 30 años y por sus instalaciones pasaron miles de niños y niñas. Muchos exalumnos tienen un buen recuerdo de su paso por los Hogares, pero también hay un gran número de exalumnos que relatan castigos y crueldades escalofriantes que causaron traumas que los niños arrastraron hasta la edad adulta. Los casos más graves se registraron en el centro psicopedagógico que acogía a los niños con enfermedades mentales y que también terminaron acogiendo a niños que eran‘demasiado conflictivos’. 

Un ejemplo de las barbaridades que sucedieron en los Hogares Mundet lo proporciona el testimonio de Joan Sisa, que nació en 1957 e internó diez años después, tras pasar por dos internados, después de que su padre abandonara a su madre con cuatro hijos y las autoridades franquistas decidieran que como madre soltera no era apta para educar a los pequeños.

Dormitorio de Los hogares Mundet

Dormitorio de Los hogares Mundet

Joan Sisa recuerda en la obra las intensas clases de Formación del Espíritu Nacional donde le inculcaban «el espíritu fascista del régimen». «Había represalias fuertes si se te escapaba una palabra en catalán: te lavaban la boca con jabón, te pegaban, te dejaban sin merienda, o lo que aún dolía más, te impedían ver a tu madre en la siguiente visita», recuerda Joan, que dice que la violencia de los curas era «arbitraria e inapelable».

No obstante, el peor recuerdo de este hombre va más allá de la violencia física. Un día vio como un cura abusó sexualmente de un menor y tiempo después le toco a él: «Mientras estaba de pie en el pasillo [castigado sin poder dormir] el cura vino y empezó a decirme, con una voz sospechosamente dulce, que no lo tenía que hacer más, y al mismo tiempo me iba acariciando. Se metía la mano en la sotana, acariciándose las partes, y con la otra me tocaba, y mientras me decía que no tenía que decir nada. (…) Al día siguiente, este mismo señor, me acordaré toda la vida, a las ocho de la mañana estaba dando misa».

Los preventorios antituberculosos

A partir del 1940 el Servicio de Colonias Preventoriales, dependiente del Patronato Antituberculoso, comienza a organizar estancias de tres meses para niños y niñas de 7 a 12 años en algunos centros de toda la geografía estatal. Formaba parte del plan de lucha contra la tuberculosis, pero la realidad es que los preventorios terminaron siendo un contenedor de situaciones muy diversas, especialmente para las familias sin recursos que, a pesar de no tener ningún enfermo de tuberculosis, veían en aquellos centros la única manera de garantizar un plato en la mesa para sus hijos o unas vacaciones. Los testimonios relatan que en estos centros los maltratos físicos, psíquicos y los abusos sexuales eran habituales.

Hay denuncias de cientos de personas de centros diferentes, que no se conocen entre sí, y que hablan de un régimen de terror. Algunos de estos relatos son recogidos en la obra Los internados del miedo. Es el caso de Maribel Lázaro, que denunció que la ataron a un árbol y le obligaban a dar vueltas como si fuera un perro. Las gemelas Pilar y María Ascensión Vargas y los diez segundos contados que tenían para hacer sus necesidades. María José Contreras, que recuerda el horror de las duchas frías y cómo a una niña que no se lavaba bien la pusieron en una bañera con agua helada hasta que la sacaron azul.

Preventorio de Guadarrama

Preventorio de Guadarrama

O el testimonio de Celia Toro y la violencia con que la tiraban al suelo para que se comiera lo que había vomitado. El de Charo González, que recuerda el día en el que las cuidadoras clavaron el tacón de un zapato en la cabeza de una niña. O el de Francisca Quel, que literalmente se cagaba de miedo cuando veía a la señorita Adriana, que le decía que un día le arrancaría los ojos y los estamparía contra la pared de un tortazo o el deMaribel Paz, que perdió el habla durante tiempo después de haber sufrido la humillación de que la pusieran en un corro y todas las demás niñas fueran obligadas a pegarle y gritarle: «¡Meona, meona!».

El relato más terrible, si es que se puede elegir uno, es el que aporta Dolores Zamorano, que fue víctima de pederastia en el preventorio de Guadarrama. Su abuela pagó ocho mil pesetas de 1965 para que ella y su hermana pudieran pasar una temporada en la montaña. Sufrió vejaciones, malos tratos, le pusieron vacunas desconocidas hasta el día de hoy, pero lo peor estaba por llegar. Dolores relata como el cura que le preparaba para su primera comunión, tras decirle que él tenía línea directa con Dios, le puso el pene en la boca hasta que sintió que se le empezaba «a escurrir una cosa asquerosa». Entre tanto, la «toqueteó» y le obligó a «dar la espalda» al sacerdote para que por detrás «hiciera todo lo que quisiera».

La ciudad internado de San Fernando y la venta de José Sobrino

El colegio madrileño de San Fernando tiene muchas similitudes con los Hogares Mundet de Barcelona: ambas instituciones son de la Diputación Provincial y su gestión estuvo cedida a la orden de los Salesianos y a las monjas Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl. Los salesianos entraron en 1947, mientras que las monjas se encargaban de los más pequeños desde poco después del final de la Guerra Civil.

Las opiniones de los exalumnos sobre la bondad o no del internado son diversas, pero en el caso de este internado hay dos épocas diferenciadas: antes y después de 1968. En marzo de ese año, el diario Pueblo publicó un reportaje en el que se denunciaban los maltratos que sufrían algunos niños. Se consiguió cambiar al director y a muchos de los sacerdotes responsables de los abusos, algo inédito durante la dictadura.

La obra de Montse Armengou y Ricard Belis recupera el testimonio de José Sobrino, un niño de una sirvienta que quedó embarazada por el señorito de la casa y que fue abandonado para no «manchar el honor de la familia». Sobrino fue enviado con ocho años al internado de San Fernando. Allí estuvo cinco años. Hasta los 13. José relata malos tratos, golpes, días sin comer… y abusos sexuales: «Lo intentaban principalmente con los que no teníamos padres, porque estábamos indefensos. Recuerdo que los domingos nos ponían una película y algunos sacerdotes se sentaban junto a los alumnos que les hacían más gracia y les tocaban durante toda la proyección. Esto lo he visto con mis propios ojos».

Cuando José cumplió los trece años fue llamado por la dirección. Le dijeron que un hombre le había adoptado y que se iba a vivir a León. Desde la puerta del despacho escuchó como el director del centro, don Fernando Bello, acordaba su venta del menor por 100.000 pesetas más 11.000 pesetas de propina. «‘¡Fui vendido como esclavo!», exclama José, que recuerda que le dejaron cuatro meses solo en una choza de pastor en lo alto de una montaña, donde le subían comida cada cuatro o cinco días. 

José se pasó de los 13 a los 16 años repitiendo cada año la misma rutina: de junio a octubre en las montañas, solo con las vacas, y de noviembre a mayo en el pueblo, en casa de un matrimonio de trabajadores de su dueño. Era un esclavo. En la España de los 60 había niños vendidos por sacerdotes trabajando como esclavos. José consiguió salir de la esclavitud tras encontrar que su dueño tenía un amante y amenazarle con contar todo a su mujer. Tenía 17 años. En su expediente académico de la Comunidad de Madrid aparece reflejado que estuvo estudiando en San Fernando hasta los 18 años. Según su versión, es mentira.

El Auxilio Social y la historia de Anna Huelves

Los internados del miedo

El Auxilio Social nació en 1936, en plena Guerra Civil, inspirado en el Winterhilfe de la Alemania nazi. Comenzó como una red de comedores de invierno de emergencia y terminará siendo uno de los instrumentos de adoctrinamiento más poderosos que tuvo el franquismo. Sobre todo, para los hijos de los republicanos. En 1940, con 233.000 presos políticos pendientes de ejecución o con largas condenas, la niñez más desvalida era la que habían creado el mismo Estado fascista y su represión. Las cárceles estaban llenas de adultos y los internados, de niños. La única salida para muchos era la caridad a cambio de adoctrinamiento que ofrecía la beneficencia del Estado. El último eslabón de la represión.

Armengou y Belis recuperan el caso de Anna Huelves, que nació llamándose Antonio y que fue internada en un centro de Auxilio Social en 1954. Cuando cumplió nueve años fue trasladado al Hogar Juvenil San Jaime, en la avenida de Vallvidrera de Barcelona. Allí conoció al padre Vilarasa. El testimonio es aterrador: «Nosotros llevábamos unos pantalocitos cortos y mientras nos hablaba nos iba metiendo la mano por debajo de la pernera. A fuerza de irnos tocando hizo su elección particular. A un chico que se llamaba Gálvez y a mí siempre nos dejaba para el final de todo y decía que es que teníamos muchos pecados. (…) Cuando me tocaba me decía: ‘Tú esto no tienes que hacerlo porque Dios no quiere que lo hagas. Yo te lo hago para que entiendas que ni tú ni nadie te lo tiene que hacer’. Pero él tocaba y tocaba cada vez más».

«También le tuve que hacer felaciones -prosigue-. Se levantaba la sotana, se bajaba los pantalones y me cogía la cabeza. Yo al final tenía que abrir la boca de tanto como me aplastaba contra su miembro y entonces me guiaba la cabeza (…) Un día decidió ir a más. Me puso de espaldas a él, me puso saliva e intentó penetrarme, pero no podía, probablemente por la edad y el alcohol. Su miembro chocaba contra mí, él lo seguía intentando, no paraba de ponerme saliva. Yo empecé a sentir algo caliente que me caía entre las piernas. De repente me separa, enciende la luz y veo que estoy sangrando«, relata Anna en la obra.

Los traumas provocados a Antonio aún permanecen. Intentó quitarse la vida varias veces. Ahora, tras una vida de infortunios, ha encontrado su verdadera identidad bajo el nombre de Anna. Vive con su exmujer y madre de su hijo, con quien mantiene una buena amistad. Reclama que el Estado le pida perdón por la vida de miseria y atrocidades que le hicieron pasar.

Los psiquiatricos: un paso más en la represión

La crueldad a la que fueron sometidos miles de niños en estos supuestos centros de protección al menor tiene un paso más: los psiquiátricos. A estos centros se enviaba a los niños que no se sometían a la disciplina y a la moral que desde la dictadura se quería imponer. Poco después del final de la Guerra Civil, el Grupo Benéfico, un centro dependiente de Protección de Menores, ya empieza a realizar dos fichas para cada menor: la de antecedentes, en la que se estudia el entorno familiar de la criatura, y la médico-antropométrica, que elaboraba un médico después de realizar unos exámenes mentales de dudoso rigor científico. Según los resultados de estos exámenes, las autoridades franquistas decidían a qué centro enviar a cada pequeño.

Una actitud prolongada de rebeldía podía significar el ingreso en un hospital psiquiátrico durante años. Cuando las instituciones no podían doblegar a una de las criaturas, la solución era hacer desaparecer el problema y esconder al menor en estas instituciones, donde si no se estaba loco, había muchas posibilidades de perder el juicio. Allí se utilizaban técnicas psiquiátricas del momento como herramienta de represión: electrochoques, camisas de fuerza, aislamiento, calmantes

Armengou y Belis recuperan la historia de Júlia y Quimeta, dos niñas que sobrevivieron a nueve y quince años de internamiento en el psiquiátrico de Sant Boi, respectivamente. Otras muchas no lograron salir nunca. Las dos mujeres relatan con pelos y señales las descargas eléctricas que sufrían como castigo por desobedecer órdenes de las monjas o por contestar de manera incorrecta; los castigos en celdas de aislamiento con camisas de fuerza; inyecciones de trementina, o como se conocían popularmente, «las inyecciones de la borrachera»: un narcótico fortísimo que se utilizaba para tranquilizar a los caballos.

El Patronato de Protección de la Mujer y El Corte Inglés

los internados del miedo

En 1941 se creó el Patronato de Protección de la Mujer, presidido por Carmen polo de Franco. El decreto fundacional hacía referencia a las «ruinas morales y materiales producidas por el laicismo republicano, primero, y el desenfreno y la destrucción marxista» y anunciaba una serie de medidas encaminadas a la dignificación moral de la mujer, especialmente de las jóvenes, para impedir su explotación, apartarlas del vicio y educarlas con arreglo a las enseñanzas de la Religión Católica«. Se trataba de un verdadero plan de choque que privaría de libertad a miles de mujeres durante años. De hecho, se extendió hasta 1983 como un brazo controlador de la moral que se pretendía para las mujeres.

Muchas chicas acabaron en el Patronato tras haber pasado ya años de su vida encerradas en centros dependientes del Tutelar de Menores. A partir de los 15, pasaban al Patronato, que podía tener la tutela de las chicas hasta los 21, extensibles a 25. El objetivo era velar «por la mujer caída» o en «riesgo de caer». Los motivos por los que una chica podía caer en el Patronato iban desde haber vivido una sexualidad más libre, tener ideas políticas, ser víctima de una violación, ser madre soltera, ejercer la prostitución por necesidad, vender tabaco de contrabando….

La llegada de la democracia no supondrá ningún cambio para estas chicas presas en vida, al menos durante la primera década del nuevo período político. La obra Los internados del miedo recopila varios casos que muestran a la perfección los abusos de una institución estatal que nunca tuvo que dar explicaciones, ni ayer, ni hoy, ni en dictadura ni en democracia. Es el caso de Itziar, que de niña pasó por el preventorio de Guadarrama, y de mayor fue enviada a Peñagrande, el nombre coloquial con que las internas conocían la Maternidad de la Almudena, ubicada en este barrio de Madrid, y que era regentado por las Cruzadas Evangélicas. Itziar se había quedado embarazada del que había sido su novio durante dos años y que tras conocer la noticia del embarazo no volvió a dar noticias.

«Yo estaba tan acostumbrada a pasar desapercibida que hacía todo lo que me ordenaban: fregar el suelo de rodillas, cocinar… El trato era muy vejatorio, a la mínima te trataban de puta. Allí eras un cero, una persona que había caído en la desgracia de ser soltera y haberse quedado embarazada», relata Itziar. Los periodistas Armengou y Belis escriben que el hecho de que las mujeres estuvieran embarazadas y que el centro cobrara una cantidad del Estado para su manutención no impedía que las Cruzadas Evangélicas hicieran trabajar a las chicas hasta el mismo día del parto. 

En el centro de Peñagrande había talleres de confección donde los residentes cosían horas para El Corte Inglés: «Unas hacían trabajos manuales, otras cosían para El Corte Inglés», dice Itziar, que cuando le preguntan que cómo sabía que era para el Corte Inglés replica: «¡Por las etiquetas! La ropa llevaba una etiqueta, al igual que hoy en día, y ponía El Corte Inglés. De hecho de una de las empresas que más trabajo nos pedían».

Una fotografía de Savinosa © Savinosa

Una fotografía de Savinosa © Savinosa

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