Sé que muchos de ustedes son de la tesis de que la Iglesia no debería meterse en un campo en principio reservado a los legisladores elegidos (más o menos libremente y más o menos conscientemente) por los ciudadanos, y que al no ser una ley de obligado cumplimento debería quedar al libre albedrío que Dios nos ha dado, pero de los designios del Jefe sólo los obispos tienen conocimiento de primera mano.
¿Quiénes somos nosotros, miserables pecadores, para interponernos en el destino que Yahvé, Alá, Odín o los duendes del bosque hayan preparado para un pobre mortal? Si estaba escrito que debía sufrir en el fin de sus días, debe sufrir hasta el último segundo, porque sin duda ese padecimiento tiene un sentido, una explicación y una finalidad. Comprendo que para los que están instaurados en el buenismo, resulte difícilmente explicable que Dios pueda desearle tanto mal a sus hijos, pero cuando estos pensamientos les vengan a la cabeza, sólo deben recordar lo que le preparó a su hijo más querido. Si los obispos aceptaran el concepto de muerte digna, deberían renunciar al símbolo que da sentido a nuestra religión, y desde luego no están dispuestos a descolgar al hijo del jefe de las Iglesias.
Saben que no soy dado a dar consejos, pero les recomiendo a los socialistas, que si quieren que la Iglesia apruebe de una vez por todas su tan traída y llevada ley, sólo tienen que condenar la eutanasia con la pena de muerte. Durante 40 años en España se “eutanasió” a decenas de miles de personas con el entusiasta apoyo de la Iglesia, y eso que no era una eutanasia voluntaria, como la que ahora se pretende. Los obispos son hombres de ley, sólo tienen que darles una con la que se sientan a gusto.