Evocar la laicidad y encontrar o promover los medios para alcanzarla y consolidarla en los países árabes y musulmanes es un ejercicio difícil, complicado y espinoso. Porque el tema es de una gran complejidad y en el que se mezclan el totalitarismo político y el absolutismo religioso. ¿Cómo puede ser de otra manera cundo los esfuerzos son desplegados, desde hace decenios, para desnaturalizar la laicidad, combatirla y religitimar su rechazo?
En efecto, durante mucho tiempo, la laicidad fue combatida por los religiosos radicales pero también por los regímenes dictatoriales.
Los primeros, y sobretodo, los islamitas, asimilan la laicidad al ateísmo, sinónimo de impiedad. Le atribuyen la decadencia de la sociedad. En cuanto a los regímenes y a los partidos políticos que gravitan en sus órbitas, ellos también han combatido la laicidad para continuar dominando y sometiendo a sus pueblos. Celosos de sus intereses y temiendo el despertar del la población, han, deliberadamente desnaturalizado la laicidad atribuyéndole todos los males imaginables. Aunque la verdad es que la laicidad significa libertad y pluralismo.
El primer paso hacia la promoción de la laicidad debe pasar por la eliminación de esa imagen incisiva que, oficialmente, se le dio.
La laicidad ha sufrido durante casi un siglo ( desde los años 1920) los asaltos de las dictaduras y los partidos únicos que han dominado a estos países y que eran, son y serán profundamente hostiles a la libertad, al pluralismo, a la democracia y a la participación de los pueblos en los asuntos públicos. Los islamitas y sus regímenes consideran estos temas como menores confiscando los derechos de las poblaciones. Este terrorismo intelectual que ellos han practicado ha llevado a las élites árabes a cohabitar con la tiranía que ha confiscado sus libertades.
Es indispensable recordar que los regímenes dictatoriales, incluyendo los que reivindican la laicidad, se aliaron a los religiosos para ganar legitimidad (Algeria, Túnez, Egipto, Irak…). Los resultados de esta alianza tácita son calamitosos para las sociedades: por un lado, la alianza ha permitido a los religiosos imponer la Charia (ley islámica) como principal fuente de la constitución y el islam como religión de Estado; por otra parte, regímenes y religiosos se han dividido el poder. Los primeros acapararon la esfera política y económica y los segundos han obtenido total libertad para islamizar la sociedad. Esta alianza maléfica ha llevado a los regímenes a castigar toda tentativa de emancipación , relevando oficialmente todos los desvíos, para satisfacer a los religiosos (los casos de condena a prisión o a la pena capital contra los ateos, por apostasía, son ejemplos irrefutables).
Para levantar la imagen de la laicidad, conviene apoyarse, en primer lugar, en las élites árabes, velando de apartar a los oportunistas dispuestos a conformar a los regímenes y a los religiosos y a ceder a sus promesas políticas. La promoción de la laicidad debe ser progresiva para no chocar ideológicamente con los radicales. Se debería lograr “desradicalizar” la sociedad o al menos a la juventud más iluminada. Este trabajo debe reunir al conjunto de actores, individuos y organizaciones para terminar con el caos intelectual y espiritual que reinan en estos países, largamente trabajados por los religiosos.
Esta etapa de labor es el fundamento de toda acción constructiva a favor de la laicidad, de la cual dependerá la continuación. En efecto, aquellos que piensan que la laicidad puede progresar sin una reforma profunda del islam, se equivocan profundamente porque las sociedades árabes y musulmanas han sido trabajadas en la profundidad por los radicales, al punto que la ciudadanía de los individuos ha sido literalmente masacrada por su adhesión al islam. Contrariamente a las sociedades cristianas, el Islam no tiene jerarquías. Los musulmanes adoctrinados nutren su fe directamente del Corán y de la Sunna (Tradición) y no necesitan la intermediación de ninguna institución religiosa. La presencia de la Iglesia y su adaptación a las leyes republicanas laicas han permitido extender la laicidad en Occidente. El mismo escenario es imposible actualmente en los países árabes-musulmanes. Más allá de su definición, el islam rechaza la supremacía de las leyes de origen humano en relación a las leyes divinas.
Partiendo de esta constatación, sería particularmente difícil y contraproducente querer imponer la laicidad y sustituir la religión, en relación a la violencia y al terrorismo de los que se nutre el islam. Tal tentativa provocaría en los musulmanes una reacción natural para defender su identidad. La laicidad no debería ser una elección ideológica. Progresivamente, se debe apoyar la construcción de sociedades civiles, dotarlas de libertades individuales y colectivas y de justicia. Hay que velar por no imitar las experiencias que han triunfado en Occidente, cada sociedad tiene sus propias particularidades.
La laicidad , siendo por definición, la separación entre religión y Estado, conviene comenzar por des-islamizar las instituciones de los países árabes-musulmanes y disociar los poderes judiciales, legislativos y ejecutivos, para alcanzar un mínimo de Estado de derecho, donde el legislador no se inspire más en la religión y los jueces no apliquen más la Charia. Paralelamente, la laicidad no debe reemplazar la religión en la sociedad. Es conveniente encontrar un consenso mediante el cual el islam salga de la esfera política y pública y se contente con su rol social y puramente espiritual y que la política se aparte de la religión porque las experiencias prueban que la progresión de la laicidad depende de la reforma de la religión. La separación entre el estado y la religión o entre lo espiritual y lo temporal necesita un mayor conocimiento de la religión y de su rol societal. Las sociedades árabes-musulmanas están modeladas por los religiosos a través de las escuelas (enseñanza del Corán), la televisión (proliferación de cadenas satelitales islámicas) y la red de mezquitas (transformadas en tierra de los djihadistas).
Las religiones han literalmente manipulado a los pueblos para dominarlos. Lo que hace que el futuro de la laicidad deba hacerse simultáneamente en varios frentes: reformar el islam, desradicalizar a las sociedades, promover una cultura de apertura basada en el respeto al otro, a las libertades y a los valores humanos.
La reforma del islam debe hacerse reflexivamente fomentando la autocrítica en la sociedad para hacerla salir de la rígida herencia intelectual y espiritual y para ayudarla a abrirse y a adoptar un proyecto laico de renacimiento. Hasta ahí, todas las tentativas de promover la laicidad combatiendo la religión y separándola definitivamente de la esfera social, lamentablemente, han fracasado. Más que nunca las sociedades contemporáneas han alcanzado un grado de desigualdad, de regresión y de oscurantismo cuando han erigido a lo sagrado como modo de gobierno político.
Por otra parte, conviene tener en la mira el indispensable complementario entre la laicidad y sus exigencias culturales y políticas, de un lado, y la democracia, por otra. La laicidad no puede sobrevivir sin la democracia y el respeto a la alternancia en el poder, y viceversa. Querer promover la laicidad antes de proceder a la reforma de la religión y a la democratización es colocar la carreta delante de los bueyes. Porque la laicidad pasa necesariamente por la libertad individual, la libertad de culto y el pluralismo. Los regímenes dictatoriales y los religiosos radicales aún no están prontos para cohabitar con las ideas liberales ni con la libertad individual. Peor aún, consideran que su sobrevivencia depende del exterminio de la otra.
De la misma forma, la democracia no es solo la organización de las elecciones. Se trata de un proceso de largo alcance que pasa por el respeto de los valores universales, del pluralismo político, religioso e ideológico. La democracia no se decreta. Para luchar contra la tiranía y la dictadura conviene promover ese pluralismo y esa libertad individual y la laicidad es el paso obligado para alcanzar la democracia.
El caos en el que viven las sociedades árabes-musulmanas y sus dolorosas experiencias nos imponen preguntas legítimas sobre las causas de la ausencia de ciudadanía. La religión , en su forma más radical, ha reemplazado a la política y alimenta los conflictos confesionales más mortíferos. La esperanza radica en que esas destrucciones y esos crímenes cometidos en nombre del islam puedan despertar las conciencias y empujar a los pueblos a comprender finalmente que sus problemas provienen de la ausencia de democracia y ciudadanía. Sin esta toma de conciencia, estos países corren el riesgo de la dislocación.