La noche de los disfraces procede de la celebración celta de Samhain, que llegó a EE UU con la emigración irlandesa
Todas las fiestas importantes tienen a la vez un origen estacional y pagano —aunque casi siempre llega hasta nosotros a través de Roma— y una gran reinvención comercial contemporánea. Navidad es el ejemplo más claro. Como explicaba Richard Cohen, autor de Chasing the Sun: The Epic Story of the Star That Gives Us Life, en un evocador artículo en The New York Times «todas las culturas del mundo celebran de alguna forma el solsticio de invierno», la noche más larga del año que abre el paso a días cada vez más largos en una clara victoria del sol frente a las fuerzas de la oscuridad. Los romanos lo llamaban Saturnales, nosotros Navidad. Algo parecido puede decirse de la noche de Todos los Santos o Halloween en el mundo anglosajón.
Samhain era una vieja tradición celta que, en la noche del 31 octubre al 1 de noviembre, conmemoraba el final de la temporada de cosechas y el principio del largo invierno en las regiones nórdicas. Como muestrauna apasionante exposición que puede verse actualmente en el British Museum de Londres, no existe una definición clara e inequívoca de lo que significa la cultura celta y se trata más bien de objetos artísticos asociados a diferentes pueblos del norte de Europa. Cuando Roma, donde también se celebraban fiestas relacionadas con el final de la temporada de cosechas y la llegada del otoño, entró en contacto con aquellos pueblos adoptó su conmemoración.
Como tantas otras festividades, se asentó en nuestro calendario en ese momento crucial en que el cristianismo se convirtió en la cultura dominante en Occidente y las fiestas paganas se fueron adaptando lentamente al nuevo orden. Recibió el nombre de Día de Todos los Santos y está dedicada a todos aquellos mártires que no tienen una fecha concreta en el calendario y, de paso, a todos los difuntos familiares. Halloween es una derivación de All Hallows’ Eve que quiere decir precisamente víspera de Todos los Santos.
Sin embargo, en ese difuminado mundo celta, sobre todo en Irlanda, muchas viejas tradiciones paganas perduraban, como poner una luz dentro de un nabo para espantar a los espíritus basándose en una vieja leyenda. Allí las tradiciones católicas se mezclaban entre las brumas con historias mucho más antiguas. La hambruna de la patata provocó una emigración masiva de irlandeses a Estados Unidos en el siglo XIX y así cruzaron el Atlántico y se adaptaron aquellas antiguas tradiciones (el nabo se cambió por una calabaza, mucho más frecuente en tierras americanas).
«Floreció en la larga noche de difuntos, All Hallows’ Eve, que expira en el día de Todos los Santos, cuando los fuegos se encienden y los faroles lucen contra la creciente oscuridad», escribe Roger Clarke enLa historia de los fantasmas, un precioso libro que publicará Siruela en 2016. «Era la época en que los vendedores ambulantes y los quincalleros cambiaban sus afiladores y sus mercancías habituales por la linterna mágica, que montaban en las tabernas y los salones públicos para proyectar un espectáculo de terror con espectros y espíritus malignos pintados, figuras amortajadas, esqueletos, velas encendidas y hombres barbudos en círculos cabalísticos. Toda la estética moderna de Halloween procede de estos viajantes, que habían llegado de Irlanda y llevaron sus rituales a Estados Unidos en una oleada de inmigración».
Con el nacimiento del consumo masivo en Estados Unidos fue convirtiéndose en una fiesta cada vez más popular, con millonarias ventas de disfraces —ponerse máscaras procedía de las viejas tradiciones celtas y el objetivo era espantar a los diablos que llegaban con la larga noche que se avecinaba— y de caramelos —el famoso truco o trato, otra costumbre celta para mantener entretenidos a los espíritus malévolos con pequeños regalos—.
A partir de los años setenta, Hollywood hizo el resto para transformar Halloween en una fiesta universal y derrotar las representaciones de Don Juan en la noche de Todos los Santos. No se trata solo del éxito de la película de terror de John Carpenter La noche de Halloween, de 1978, sino sobre todo de la irresistible recreación que hizo Steven Spielberg en ET. Es imposible no querer formar parte de algo así en la idílica suburbia estadounidense. La versión celta de todos los Santos sigue avanzando ante la irritación de la Iglesia católica —este año el delegado de Hermandades del Obispado de Cádiz, Juan Enrique Sánchez, la ha calificado de «fiesta satánica, que propone monstruos»—. Pero, como escribió Roger Clarke, «la literatura de fantasmas ha sido el gran regalo de Inglaterra al mundo». Halloween forma parte de este antiguo e irresistible relato.