“Sólo la libertad de conciencia, que permite la libertad de creer o no creer en una divinidad, en una concepción filosófica o en una ideología política, posibilita a los seres humanos desarrollar un tipo de sociedad con un espacio público abierto a los intereses comunes, borrando las fronteras que dividen los diferentes particu larismos”
No podría sino calificarse de dramática la profundidad que ha alcanzado la crisis política e institucional de nuestro país, que en un periodo no mucho mayor a los seis meses, provocó enorme descrédito y la pérdida de representatividad de las principales autoridades y de la “clase política” en general. Sin embargo, como bien sabemos, esta crisis rebasa los ámbitos de la política, alcanzando su responsabilidad también a quienes manejan las poderosas redes del poder económico y sus centros de pensamiento doctrinario.
Tal vez lo que la ciudadanía más repudie sea el cinismo con que se ha enfrentado la larga secuela de escándalos y el involucramiento de políticos, de todos los sectores, en actos de corrupción relacionados con financiamiento ilícito por parte de grandes empresas.
Desde la responsabilidad que pudiera caberle a la misma Presidenta Bachelet hasta parlamentarios y dirigentes tradicionales de distintos partidos, formalizados por emisión de boletas falsas y presunto cohecho, el país esperó disculpas sinceras, además de un juicio ético ante las extendidas prácticas con carácter delictivo y una voluntad firme para investigar todos los actos de corrupción, con la esperanza de que se conociera la verdad y se identificara a los culpables.
Al no hacerlo, las clases dirigentes no sólo perdieron su credibilidad, sino también una gran oportunidad para haber dado un golpe de timón, impulsando el quehacer público hacia un paradigma de probidad, terminando así con un persistente proceso de corrupción, que si bien iniciado en la dictadura, durante los gobiernos democráticos posteriores fue mostrando inequívocas señales de expansión, tanto en el sector público como en el privado.
De esa manera, de las principales asociaciones empresariales habría sido importante escuchar también voces de condena a los poderosos empresarios involucrados en delitos tributarios y actos de soborno, con la misma energía con que suelen oponerse a la promulgación de leyes que propenden a mejorar la distribución del ingreso. Podrían haberse esperado señales en orden a establecer nuevos códigos de ética en la gestión legislativa, con el respaldo transversal de los distintos sectores políticos, atendiendo a que en este caso son “los incumbentes” quienes mejor conocen las triquiñuelas a través de las cuales se fueron perpetrando los mecanismos de captura de ese poder del Estado por otro exógeno, el poder económico, cuya codicia y recursos corruptores parecieran no tener límites.
Crisis de confianza
El mea culpa institucional pronunciado por los respectivos presidentes en la cuenta pública que por primera vez entregaran ambas cámaras, aunque plagado de buenos propósitos respecto a la ética parlamentaria, se estrella con la obstinación de legisladores que públicamente se oponen a importantes medidas contenidas en el plan de probidad enviado por el Ejecutivo, los mismos que finalmente deberán pronunciarse sobre esos proyectos. Pero, sin duda, lo más difícil de comprender para la ciudadanía sea que, durante la discusión de estas y otras iniciativas de ley relacionadas con empresas bajo investigación del SII, numerosos parlamentarios involucrados en prácticas de financiamiento ilícito podrán seguir votando y, más sensible aún, deberán tomar una decisión sobre quién será el próximo Fiscal Nacional.
Todo lo anterior explica una crisis de confianza que ha llevado prácticamente a cero la credibilidad ciudadana en las instituciones públicas, en los partidos y en los políticos en general. La UDI, hasta ahora el partido más implicado, ha levantado una censurable defensa corporativa de sus parlamentarios involucrados, negándose a un pronunciamiento de su tribunal de ética, esperando seguramente la eventualidad de una condena leve o una resolución de simple infracción de parte del sistema judicial, amparados en que se trata de delitos no específicamente tipificados en la ley, no obstante su obvia contradicción a la ética y a los principios generales del derecho. Tampoco la Democracia Cristiana fue muy exhaustiva en exigir que se transparenten las responsabilidades que su presidente, el senador Pizarro, pudiera tener en las cuestionadas asesorías de sus hijos a Soquimich.
La captación de recursos ilegales para financiar las campañas electorales escaló de manera dramática hasta el círculo más cercano de la presidenta Bachelet, lo que unido al caso Caval — y su evasiva actitud para reprobarlo —, explican el alto nivel de rechazo y la vertiginosa caída en la aprobación de su gestión de gobierno. Esta razón, unida a la lectura errónea de que existiría un mayoritario rechazo ciudadano a las reformas — en realidad la pérdida de respaldo a las reformas educacional y laboral son el resultado de profundas contradicciones en el oficialismo durante su tramitación, muy bien capitalizadas a través de una sistemática campaña mediática que las ha hecho ver como “perjudiciales para la clase media” — ha sido la causa del decepcionante abandono del espíritu reformador del gobierno, obviamente desgastado por los duros conflictos políticos del último tiempo — con la oposición, con la Iglesia y, no en menor medida, con los sectores más conservadores de su propia coalición —, aterrizando bruscamente las expectativas que despertaron en las mayorías nacionales las promesas de campaña sobre igualdad y desarrollo económico inclusivo.
El resultado del esperado “cónclave” del gobierno con dirigentes y parlamentarios de los partidos oficialistas, mantuvo lo que ya había sido esbozado anteriormente, la “jerarquización” de las medidas propuestas, a las que sectores conservadores atribuyen ser causa de la crisis económica, una manera de tranquilizar al gran empresariado y a la derecha política. Crecen así las dudas sobre la posibilidad de lograr avances reales en políticas sociales, con el riesgo de que sean reemplazadas, como en el anterior mandato de la Presidenta, por programas asistencialistas, tendientes a paliar condiciones de pobreza más que a cambiar estructuralmente sus causas.
La gratuidad de la educación superior, la infraestructura de salud pública comprometida y la reforma previsional aparecen así hoy con un gran signo de interrogación. Como hemos podido comprobar, el nuevo equipo ministerial terminó alineándose con las agoreras evaluaciones del sector más poderoso de la economía, oficializando el supuesto de que la desaceleración del crecimiento se debería principalmente a la incertidumbre provocada por las reformas tributaria, laboral y, particularmente, por el anuncio de un cambio constitucional. A través de un adecuado manejo mediático, se ha minimizado el factor ideológico que impera en los grandes inversionistas, que sumado al componente de baja demanda internacional, explican también el menor nivel de la actividad económica.
El anuncio de un “proceso constituyente”, efectuado a fines de abril, alcanzó gran repercusión en los distintos sectores políticos y en la prensa, sin embargo no produjo el hálito renovador de confianzas que seguramente el Ejecutivo esperaba en la ciudadanía. Comunicacionalmente, el anuncio terminó opacando la trascendencia debida a un trabajo de connotadas personalidades, la Comisión Engel, que pudo haber constituido una oportunidad país para provocar el punto de inflexión que la ciudadanía espera en la relación entre los negocios y la política. Si bien la mayoría de los consejos de la Comisión se transformaron en proyectos de ley y fueron enviados oportunamente al Congreso, no han tenido el énfasis ni se les ha dado las urgencias suficientes para vencer la apatía de legisladores reacios a autoimponerse estándares éticos más exigentes.
La posición de las élites políticas
La contundencia del anuncio que hablaba de lograr una nueva Constitución antes del fin del actual mandato, a través de un proceso democrático y abierto a la ciudadanía, hoy, con el nuevo gabinete, parece diluirse en meras conversaciones de vecinos, foros, consultas, cabildos, en fin, nada que sea vinculante, nada institucional en lo que respecta a participación popular, pero sí muy institucional en relación a la élite.
Es un hecho que a la mayoría parlamentaria nunca le gustó la idea de una nueva Constitución, ni siquiera cuando se planteó en el Programa de Gobierno. Los que a regañadientes aceptaban una discusión sobre este asunto trascendental, hablaban de “reformas”, eufemismo de ajustes o retoques, parapetándose en los avances que el país ha tenido en términos de crecimiento en los últimos veinte años, argumentando además que la actual Carta, con las modificaciones realizadas en 2005 y la firma del presidente Lagos, ya no tiene el cariz autoritario original. El desplome de las confianzas ciudadanas hizo modificar algo este discurso al interior de la coalición gobernante, sin que se abandonaran las aprensiones acerca del significado de un proceso al que se definió “democrático, institucional y participativo”.
Así, el Partido Democrata Cristiano, el partido del ministro del Interior Burgos, quien ha sido encargado de coordinar el diálogo en esta materia con los demás sectores políticos, ha presentado una fórmula consistente en una “convención constituyente” a partir de marzo de 2018 — es decir, para el próximo gobierno —, conformada por un número muy limitado de personas: sesenta, la mitad de las cuales serían parlamentarios (15 diputados y 15 senadores), más otras 30 personalidades elegidas por el Congreso Pleno. La única participación y responsabilidad que le cabría a la ciudadanía sería la de aceptar o rechazar la propuesta de esta convención constituyente, en un referéndum para lo cual sería convocada.
¿Honestamente se podría creer que con este procedimiento, radicado en una estrecha comisión no soberana, engendrada por un Congreso deslegitimado y mayoritariamente contrario al concepto de nueva Constitución, aun con la renovación que pudiera darse en 2017, se lograría una carta fundamental reconocida por todos, con el sello de soberanía popular y cualidades que permitieran resolver las insuficiencias representativas de la Constitución actual? ¿Qué espacio de participación se les deja a los movimientos sociales, que son los que han logrado instalar asertivamente en la agenda pública los problemas reales de la gente, a los que peyorativamente la clase política denomina “la voz de la calle”? ¿Alguien podría garantizar que el excelso número de ciudadanos llamados a conformar tal convención, podrían ser electos libres de toda agenda particular o de intereses privados específicos?
Lejana se ve la posibilidad de democratizar el procedimiento. Las élites políticas y económicas, los principales medios de comunicación, a pesar de representar intereses muchas veces contrarios a los del hombre común, son capaces de crear opinión pública temerosa de los cambios. Insólita parece la exigencia del “derecho a pagar para una mejor educación de nuestros hijos” surgida en sectores medios modestos, inducidos a defender una educación que lucra y segrega.
Hace mucho rato, a pesar de las palabras de buena crianza, que se le cerró la puerta a una asamblea constituyente — Burgos la catalogó de “atajo raro” y confirmó las sospechas que lo que se pretende es reformar el actual texto —, del mismo modo que la Presidenta negó la posibilidad de un plebiscito para que fuera la ciudadanía la que se pronunciara desde un comienzo acerca del procedimiento más representativo, y nadie relevante ha propuesto una instancia de asambleas consultivas a lo largo del país, que como mecanismo institucional permitiera debates públicos amplios, como una forma directa de participación de la sociedad civil.
Lamentablemente, extensos sectores de la población no logran aún establecer una clara correlación entre los grandes problemas que aquejan al país y una eventual transformación a las reglas fundamentales que rigen nuestra organización política. Cuando la democracia no es capaz de recoger las demandas sociales y económicas más sentidas, la norma que regula esa democracia, la constitución política, empieza a percibirse como ajena y no relevante. La insuficiencia de conocimientos cívicos básicos limita también la comprensión del rol de los distintos poderes del Estado en relación a los derechos individuales y colectivos de los ciudadanos y de cómo, la Constitución actual, por la sobrevaloración otorgada a las minorías conservadoras en el Congreso, a través de exigencias de elevados quórum, ha impedido muchas veces las reformas estructurales que demandaba la sociedad civil para alcanzar una nueva institucionalidad, más democrática y justa.
El modelo económico que yace como sustrato de la actual Constitución, aun modificada, entrega un rol preponderante a la inversión privada y confía al mercado la asignación de gran parte de los recursos, restándole el carácter obligatorio que tienen los derechos económicos y sociales de la población, los que quedan reducidos a simples aspiraciones. El principio de subsidiaridad establece la primacía de las libertades por sobre los derechos, y la preeminencia de los individuos sobre la sociedad y el Estado. Según esta concepción ideológica, el Estado sólo debe intervenir cuando los particulares no se interesen en realizar actividades económicas, fundamentalmente por no ser lucrativas.
Emblemático es el caso de la educación, que otorga a las familias el derecho preferente de educar a sus hijos y a elegir el tipo de educación que prefieran, en correlación con la libertad de emprendimiento dispensado para crear proyectos educativos rentables, como ocurría hasta antes de la ley que puso fin al lucro con fondos públicos. La libertad de enseñanza, contraviniendo una tradición republicana desarrollada durante el siglo XX y sólo interrumpida por el autoritarismo, terminó imponiéndose en los últimos veinticinco años al concepto de educación de calidad como derecho de todos, independientemente de la condición socioeconómica de cada niño. La Constitución, hasta este año, no obligaba a proveer los recursos necesarios para garantizar el derecho a la educación, lo que explica el nivel de pauperización al que llegó la educación pública.
Entonces, la demanda por una nueva Constitución no se reduce al repudio a la corrupción y a la falta de principios en el ejercicio de la función pública.
El factor económico
La institucionalidad que nos rige continúa siendo la preservadora de un modelo socioeconómico de origen no democrático, causal de la desigualdad y discriminación que domina en la sociedad, imponiendo una cultura cuya premisa fundamental ha sido el dinero, otorgando más prestigio al hecho de poseerlo que a la forma en que se haya obtenido. De manera que uno de los grandes temores que expresan hoy los sectores económicos más privilegiados es que derechos fundamentales — vivienda, salud, educación, previsión y trabajo — pudieran ser reconocidos constitucionalmente, haciéndose entonces exigibles para el Estado, “sin consideración a su capacidad para satisfacerlos”, se lamentaba hace poco El Mercurio.
Esta es la razón que explicaría el “nivel de incertidumbre” con que entidades gremiales como la CPC y la Sofofa han querido relacionar el anuncio del proceso constitucional. Los sectores más poderosos, los que configuran ese escaso 0.1% que concentra el 17% de la riqueza — cuatro veces más que el promedio de los países de mayor desarrollo —, temen a que una participación ciudadana amplia ponga fin al ordenamiento neoliberal, restringiendo de algún modo el derecho de propiedad. En compartimentos estancos frente a la realidad del país, el número de familias multimillonarias en Chile, a pesar de la desaceleración, siguió creciendo en 2014, según la consultora internacional BCG. Frente a eso, la OCDE revela otro dato al que no se le ha dado mayor relevancia: casi el 30% de las personas en el país no se endeudan por prácticas consumistas, sino simplemente para alimentarse.
Después de las últimas declaraciones de la presidenta Bachelet, y en particular del ministro Burgos, pareciera que el poder económico y los políticos que por doctrina o compromisos contraídos se esfuerzan por resguardarlo, terminaron imponiendo su voluntad. Se difunde la sensación de que el límite de lo posible ya no puede ampliarse más, que quedó definitivamente cerrado con las reformas iniciadas y a medio terminar en la coyuntura actual.
Para la opinión pública no pasa desapercibido el hecho que, uno de los compromisos más resistidos por el gran empresariado, la reforma laboral, atacada por fuego amigo desde la propia Democracia Cristiana, esté siendo sometida a un doble tratamiento, el institucional, actualmente en el Senado, y una solapada “mesa técnica”, iniciativa de los grandes grupos económicos, que recuerda mucho la “cocina” con que se resolvió la reforma tributaria. Del mismo modo, quienes esperaban mayores avances en materia de derechos sexuales y reproductivos, han visto en estos días la improcedente y descarada intervención de la Iglesia Católica, que a través de costosas inserciones de prensa, sumadas a la solapada coerción sobre parlamentarios muchas veces incapaces de distinguir entre su responsabilidad republicana y su condición de fieles, manipula la tramitación del proyecto de ley que despenaliza la interrupción del embarazo por causas específicas.
Conceptualmente la presidenta Bachelet no estaba errada cuando relacionó las conclusiones de la Comisión Engel con el anuncio de un proyecto constituyente, entendiendo que un intento serio de erradicar la corrupción y recuperar la confianza en las instituciones, no puede basarse en leyes simples ni en acuerdos mayoritarios transitorios del Congreso. Regenerar la legitimidad política y la representatividad de quienes son electos para dirigir la institucionalidad pasa necesariamente por un gran acuerdo democrático, que permita separar los intereses de la nación del poder del dinero, sobre todo luego que quedara palmariamente demostrado cómo la plutocracia ha permeado todas los espacios de nuestro orden jurídico social.
Un acuerdo entendido como un gran pacto, expresión de la soberanía del pueblo, plasmado ojalá en una “hoja en blanco” y no como mera modificación de lo actual, al que puedan concurrir todos los sectores políticos y sociales, así como todas las corrientes de opinión que respeten el marco jurídico democrático, es el único principio legitimador que cabe para una Constitución auténticamente democrática.
Una Constitución para un Estado democrático laico.
Como decíamos anteriormente, debatir sobre una nueva Constitución abre la oportunidad de acercar distintas formas de pensamiento —representando la diversidad de nuestra sociedad— en torno a valores y principios ético-democráticos, que dejen atrás la vieja obsesión de mantener enclaves de poder en la carta fundamental. Lo primero que se podría esperar de una nueva Constitución sería que permitiera un sistema político más democrático y representativo, con mayor transparencia y participación ciudadana.
Una inmensa mayoría concordará también que una nueva normativa constitucional debe definir, proteger y garantizar derechos fundamentales, tanto individuales como colectivos. Nos referimos a los derechos civiles y políticos clásicos, inherentes a la tradición institucional republicana interrumpida en 1973 y persistentemente violados durante el periodo autoritario, así como a la demanda de nuevos derechos que surgen en la sociedad moderna, de carácter económicos, sociales y culturales, derechos que emanan de la conciencia de dignidad y solidaridad humana para contrarrestar la desigualdad social y la deficiente distribución de la riqueza.
De esa manera, un debate sobre una nueva Constitución debe dirimir en primer lugar una disyuntiva ética fundamental: si queremos una sociedad estructurada en la búsqueda del bienestar individual o una sociedad solidaria. Nuestra visión laicista de sociedad es clara: abierta, democrática, fraternal, respetuosa de los derechos humanos, con una real separación entre lo político y lo religioso, con libertad de conciencia y plena vigencia del principio de igualdad moral entre las personas, lo que significa que la idea de bien de un individuo no puede ser considerada superior al concepto de bien de cualquier otro.
Los valores laicos se expresan también en la plena vigencia de la ciudadanía y la soberanía popular, vale decir en la legitimidad del Estado que proviene de la voluntad ciudadana y del respeto a los valores democráticos, y no de una concepción política influida por preceptos religiosos que limitan severamente la autonomía del poder público. Sólo así se podrán garantizar la igualdad y la universalidad de los derechos.
Una sociedad con estas características sólo puede ser regulada por un Estado laico, que separe nítidamente la esfera pública de toda religión, garantizando a todos los ciudadanos la libertad de conciencia y la autonomía de la voluntad humana. Sólo la libertad de conciencia, que permite la libertad de creer o no creer en una divinidad, en una concepción filosófica o en una ideología política, posibilita a los seres humanos desarrollar un tipo de sociedad con un espacio público abierto a los intereses comunes, borrando las fronteras que dividen los diferentes particularismos.
Así, toda democracia moderna se fundamenta en una Constitución liberada de la influencia o hegemonía de cualquier religión — y de las respectivas iglesias —, de modo que el Estado pueda representar efectivamente el interés común del laos y no intereses o visiones particulares de algún, o sólo algunos, de sus sectores.
En cualquier caso, la restricción a la acción de las distintas confesiones debe entenderse sólo en la esfera pública, en el ámbito del Estado, no en el espacio público, que pertenece a todos — en el que no cabe ningún intento de apropiación particular —, donde gozan de la mayor libertad para practicar sus cultos y difundir su enseñanza. El Estado, sin embargo, debe mantenerse neutral frente a todas las ideologías confesionales, garantizando la tolerancia religiosa tanto como el respeto a quienes se declaran no creyentes, protegiendo de esa manera la igualdad y la pluralidad en la sociedad.
No obstante, el principio de laicidad no se agota en la relación entre el Estado y las iglesias. La doctrina neoliberal ha intentado implantar una nueva religión en el mundo globalizado. Aceptado con características de dogma por las derechas políticas más conservadoras, pretende constituirse en “doctrina única” en la mayor parte de occidente, imponiendo su discurso dominante como un nuevo decálogo, basado en las leyes del mercado, mediante el cual se pone bajo sospecha toda forma de conciencia colectiva y de identidad social, abriendo paso al individualismo y a una enajenante identificación con el modelo.
Los Estados que han alcanzado una mayor afinidad con la visión neoliberal y que se rindieron a las exigencias del capital globalizado, han resignado su capacidad para discutir democráticamente sus propias estrategias de desarrollo y caen inermes ante la presión de los inversionistas, perdiendo así el control de la economía, principalmente en lo que se refiere a crecimiento y empleo, sin ahondar en la contingencia de corrupción. Todo esto constituye una inaceptable obstrucción al ejercicio de la soberanía popular en el plano económico.
Como hemos podido comprobar en nuestro país, una pequeña oligarquía concentra tales cuotas de poder que puede llegar a alterar el ritmo de la economía, extorsionando al propio gobierno y al mundo político en general, haciendo muchas veces estériles los esfuerzos — nos referimos a quienes leal y consecuentemente han tratado de lograrlo — por llevar a cabo reformas y transformaciones en pos de un ideal igualitario.
Los principios y valores de la laicidad son totalmente incompatibles con este modelo de sociedad.
Si nos atenemos al concepto de soberanía radicada en el pueblo, siendo éste el que delega sus facultades en el Estado, a la libertad de conciencia, a la igualdad — con un contenido proactivo que es mucho más que luchar contra la desigualdad —, y a la tolerancia — no en su acepción de “soportar”, sino de aceptar y apreciar la diversidad —, podremos aspirar a que la laicidad que promueve el laicismo pueda constituirse en un importante factor de progreso, para avanzar hacia un tipo de sociedad integrada, que haga posible la coexistencia plural y pacífica compartiendo los valores ciudadanos. Ciudadanos libres e iguales en derechos y deberes, alejarán el riesgo de la violencia o el conflicto propios de sociedades atravesadas por diferencias antagónicas, ya sean étnicas o de clases sociales, o donde los derechos de las minorías son persistentemente conculcados.
Laicidad y secularización
El Estado laico que no fue, a pesar de que la Constitución de 1925 proclamara la separación de la Iglesia Católica del Estado, aunque sin mencionar la palabra laicidad y sin que se lograra avanzar en términos institucionales concretos para secularizar la sociedad, debería ser expresamente definido ahora, en una nueva carta fundamental. El resultado de aquella indeterminación ha permitido que la Iglesia haya mantenido su hegemonía moral sobre la sociedad — generando la percepción de gozar de un estatus diferenciado, entre otros aspectos con la llamativa presencia de cardenales y obispos en actos oficiales —, interviniendo abiertamente en el ejercicio del poder y en el desenvolvimiento de las funciones públicas, procurando imponer sus puntos de vista inspirados en su dogma particular a toda la sociedad, sin consideración alguna por el derecho a la libertad de conciencia de las personas.
De esa manera, en su afán de prevalecer sobre el Estado, continúa entrometiéndose también en la discusión institucional y democrática de las leyes, mostrándose dispuesta a enfrentar a cualquier gobierno que se proponga destrabar criterios morales anacrónicos y autoritarios, apelando a la “verdad moral” con el solo argumento de exigencias sobrenaturales.
Lamentable, desde la óptica de un Estado que ha proclamado constitucionalmente la separación con la Iglesia, fue que en la reciente visita que realizara la presidenta Bachelet al Papa Francisco, se haya comprometido con el pontífice a que la Iglesia como tal tendría participación en el anunciado debate constitucional. Un comunicado del propio Vaticano hizo público también que en la visita se analizaron temas de interés común, como “la salvaguardia de la vida humana, la educación y la paz social”.
El comunicado de prensa agregaba además que “en ese contexto, se ha reafirmado el papel de las instituciones católicas en la sociedad chilena y su contribución positiva…”. No cabe duda que este acontecimiento constituye una señal de alarma, en cuanto trasluce una feble convicción laica de parte de la primera mandataria, dispuesta al parecer a hacer concesiones en este punto estratégico ante un eventual debate constitucional, en que una de las posiciones más trascendentales será precisamente la defensa de un ordenamiento jurídico de carácter aconfesional para nuestro país.
Desde nuestra perspectiva, la Iglesia, en cuanto institución, no tiene derecho a participar en el debate constitucional, salvo que lo haga representada por personas en calidad de ciudadanos, expresándose con un lenguaje civil, en base a la razón y no sobre argumentos sustentados en convicciones meramente religiosas. Tampoco cabrían en un debate constituyente grupos u organizaciones que sustentaran postulados fundamentalistas o integristas, opuestos al principio esencial de libertad de conciencia.
El proceso de secularización que se ha venido desarrollando en los últimos años, no sólo en Chile sino en buena parte de Occidente, queda de manifiesto no sólo en la reducida asistencia de fieles a los templos — católicos fundamentalmente — y en el desplome de la confianza de los chilenos en la Iglesia Católica, sino también en la baja incorporación de jóvenes a los seminarios de formación sacerdotal, en el creciente número de religiosos que dejan sus hábitos, en el progresivo abandono de la educación católica en los sectores más pobres, concentrándose en colegios de alto costo para hijos de familias adineradas, en el rechazo que manifiestan comunidades y distintos sectores de la sociedad civil a la pertinaz presencia de las iglesias en la cosa pública, obstruyendo la tramitación de leyes de alta significación para una sociedad que anhela ser más tolerante.
Por lo tanto, una nueva Constitución debería recoger esta mirada actual sobre la posición que hoy ocupan las iglesias, cada una como una institución más, respetable como todas las que portan enseñanzas morales, pero ninguna como titular de un reconocimiento privilegiado.
Esta visión laica en la nueva Constitución debería ser además suficientemente explícita, para evitar el abuso semántico en que se incurrió durante la tramitación de la reciente reforma educacional, interpretando el término laico como un concepto de cooperación con todas las confesiones por igual, y no en su real significado de prescindencia de lo religioso en los asuntos del Estado. Aun en la actualidad, si en vez de la asignatura de religión la educación pública entregara una visión comparada de las religiones, y enseñara que la moral religiosa no es superior a la moral laica, se estaría dando un importante paso en aspectos de pluralidad, tolerancia y antidogmatismo.
En la Constitución de 1980, con sus posteriores modificaciones, se garantiza la libertad de conciencia, el derecho a manifestar toda creencia y el libre culto, omitiendo sin embargo garantías explícitas para quienes intentan construir una concepción de bien al margen de una perspectiva teológica, es decir, no considera el derecho a “creer o no creer” en una divinidad, a no profesar religión o a no pertenecer a alguna iglesia, salvo la tácita garantía que otorga la libertad de conciencia. Una Constitución que considere los valores laicos debe reconocer expresamente la libertad referida a ateos, agnósticos, escépticos o indiferentes, para llegar a establecer un verdadero pluralismo.