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Noticias de los nuevos ayuntamientos

A falta de asuntos de mayor enjundia, hecha la excepción del asunto de Cataluña, nos encontramos este verano, en todos los medios de comunicación, con noticias acerca de polémicos acuerdos, adoptados por los nuevos ayuntamientos, en el uso de sus atribuciones, aunque esta última afirmación es cuestionada por el gobierno de la nación. Ya pueden colegir los lectores que me refiero a todo el ruido que se ha organizado, con motivo de la retirada de retratos o esculturas del anterior Rey, o del actual; la inasistencia de alcaldes y concejales a festejos de la Iglesia católica, o al cambio de denominación de calles, plazas o polideportivos.

En relación al primer asunto, el de la retirada de una escultura del salón de plenos del Ayuntamiento de Barcelona que representa a Juan Carlos I, solo queda reconocer que tiene razón la alcaldesa, pues ya no es Jefe del Estado, y debería de haberla retirado el anterior alcalde, el convergente y hoy secesionista Xavier Trias. Cuestión aparte es el numerito de los concejales populares, pues es obvio que buscaban el minuto de gloria, en vez de actuar por los cauces legales reglamentarios, esos que tan dados son de señalar a los demás en ocasiones análogas. Sí parece que existe la obligación, validada incluso por varias sentencias, de poner el retrato del actual monarca en los salones de plenos, aunque, obviamente, a muchos no nos entusiasme la idea. Otro debate, en el caso de Barcelona, es si el salón en el que se reúnen los representantes de la ciudadanía tiene que estar presidido por un enorme retrato de la regente María Cristina de Habsburgo-Lorena, viuda de Alfonso XII, que mandó bastante en los años de la restauración borbónica, apoyada por la caverna católica, además de lucrarse de todos los grandes negocios y, como ha sido tradicional en esa familia, también saqueó las arcas públicas. El retrato, del pintor retratista Francesc Masriera, representa a la entonces reina regente con su hijo, niño aún, Alfonso XIII, monarca de funesta memoria, en particular para Cataluña. La nueva corporación tendrá que optar entre celebrar los plenos en otro lugar más funcional o enviar el cuadro a un lugar más apropiado, como lo es el Museo de Historia de Barcelona.

También es cierto, y se ha dicho, que existe exceso de referencias monárquicas en calles y lugares públicos de la ciudad condal, pero esto es algo que no solo ocurre en la capital catalana, pues no hay más entrar a Madrid por cualquiera de las carreteras nacionales para encontrarnos con hospitales, universidades, o grandes avenidas en los pueblos de la periferia, que hacen referencia a miembros, o ex miembros, de la Familia Real. Ignoro los méritos profesionales de las infantas Elena, Cristina, y también Leonor, para que grandes hospitales lleven sus nombres; o los méritos académicos del rey emérito, Juan Carlos de Borbón, para que una universidad se denomine Rey Juan Carlos. Parece más bien que estas alcaldadas obedecen a una vergonzosa y lacayuna tradición, la de lamer el culo o hincar la cerviz ante el Borbón de turno, por la clase política de la transición y las siguientes hornadas de gürtelidos y púnicos. Puestos a dar nombres adecuados a las instituciones públicas, sería lógico que, tal y como ya existen hospitales denominados Ramón y Cajal y Gregorio Marañón, algún otro llevase el nombre del eminente científico don Juan Negrín, o el del doctor Manuel Márquez, con grandes descubrimientos en su haber, en el terreno de la oftalmología. Por si en nuestra tierra no se les ocurre que nombre poner al nuevo hospital de Toledo, decirles que el eminente oftalmólogo y catedrático era toledano. En el caso de las universidades no era costumbre, hasta no hace mucho, que llevasen el nombre de un rey, un santo o un escritor; pero puestos a dar denominaciones adecuadas sería más lógico que alguna universidad llevase el nombre del fundador de la Institución Libre de Enseñanza, don Francisco Giner de los Ríos, o el del historiador don Américo Castro.

En cuanto a la ausencia de cargos públicos de actos religiosos, que en fechas recientes han hecho notar varios alcaldes gallegos, es algo que no debería escandalizar a nadie, pues con esta toma de posición, se acercan más al mandato constitucional de aconfesionalidad del Estado, que aquellos que con nuestros impuestos pagan todos esos festejos, y además participan en los mismos contra la opinión de la mayoría de la población. Es decir, a estas alturas de la historia, lo que debería de sonrojarnos es ver a un representante político, sea el rey o el presidente de la Xunta, encomendando a una figura románica los destinos de España. Recuerden los lectores la rechifla general que hubo cuando la ministra de Empleo, doña Fátima Bañez, pidió a la virgen María, o a la del Rocío, que creo que es la misma, el arreglo del grave problema del paro en España. No creo que haya mucha diferencia, entre una y otra ofrenda, a la hora de llevar estas piezas surrealistas a un nuevo catálogo de Celtiberia Show.

Para nota es también la renovación anual, y que se hace en diciembre, del juramento de defensa del dogma de la virginidad de María, en el toledano templo de San Juan de los Reyes. Hasta aquí muy bien, y me merecen respeto quienes creen en esas cosas, pero lo que no es de recibo es que el alcalde de la antigua capital de las tres culturas participe de modo entusiasta, y además como representante político, en estas ceremonias. De igual modo, no era de recibo que la anterior corporación zaragozana se viera obligada a realizar sus plenos bajo la advocación de un Cristo, y todo porque don Juan Alberto Belloch, aquel que fue bi-ministro socialista de Justicia e Interior, se había convertido al integrismo católico, con parecido proceso de involución al de José Bono; quizás es que, como el don Guido de la copla de Antonio Machado, fueron grandes pecadores en su lejana juventud. Ya apuntaba maneras, el otrora juez rojo, cuando desde su condición de ministro del Interior impuso la máxima condecoración de la Guardia Civil a la Virgen del Pilar. No me olvido del Corpus Cristi toledano, pero habrá que esperar al próximo año, pues este último tuvo lugar cuando aún no se habían constituido los nuevos ayuntamientos.

Se puede argumentar, por parte de los cínicos y escépticos varios, que estas cosas corresponden a la tradición, y que mejor dejarlo estar. Son los mismos, trasplantados de siglo, que decían cosas parecidas cuando por tradición se ajusticiaba en la hoguera con bendición cristiana, o se paseaba a los presos con el célebre San Benito; los mismos que se encogían de hombros cuando, también por tradición, la novia iba antes de la boda a cumplimentar al cacique del pueblo; y un largo etcétera de arcaicas costumbres felizmente desaparecidas, y otras, esperemos, en trance de pasar a la historia de la bestialidad, como arrancar cabezas de gansos vivos durante la fiesta de Santiago Apóstol, arrojar una cabra desde lo alto del campanario o lancear a un toro.

Una excepción ha habido, en la aplicación de la separación Iglesia-Estado, entre los alcaldes electos de candidaturas de unidad popular, y ha sido la del regidor de Cádiz, Kichi, afiliado a Podemos, y que acudió a «ordenarse» de nazareno a la Cofradía de la iglesia de Santa María. Cuenta la leyenda que hubo una ocasión, allá por el siglo XVII, en que la ciudad sufrió una epidemia y alguien con mucha fiebre aseguró haber visto por el hospital al Nazareno acompañado de la Magdalena; parece que la peste remitió y poco después se acordó nombrar alcalde perpetuo de la ciudad al señor de la cruz al hombro, el mismo que esta pasada semana santa fue protagonista involuntario de un monumental enfrentamiento, en plena procesión, por discrepancias entre fieles acerca del recorrido. En fin, que el obispado puede estar tranquilo, pues a buen seguro que todo seguirá igual que con la regidora popular doña Teófila Martínez, es decir, nada de pagar el IBI por los edificios de la Iglesia ajenos al culto, ni nada de suprimir subvenciones o dejar de asistir a actos confesionales por parte de la corporación. Y lo del retrato de Fermín Salvochea quedará en eso, una travesura, un postureo que se dice ahora.

Otro argumento manido, a la hora de defender esta presencia de la Iglesia en la esfera de lo público, es el que hay otros países muy avanzados que son confesionales. No es un argumento sólido ni racional, pues muy moderna, democrática y avanzada era Sudáfrica y mantuvo el apartheid hasta el otro día, y Estados Unidos la segregación racial hasta anteayer. Y ya que hablamos del país al que nuestro gobierno ha entregado la base militar de Morón de la Frontera, hay que decir que puestos a tomar nota deberíamos hacerlo de lo que conviene y de lo que no, quiero decir que allí los creyentes de las distintas religiones sufragan el mantenimiento de sus templos y los salarios de los pastores de almas; y, que sepamos, ni en EEUU ni en ningún país del mundo, a no ser que el señor registrador de la Propiedad de Santa Pola nos diga lo contrario, las iglesias inscriben a su nombre los bienes que les parece con un simple certificado del clérigo de turno; es por ello que no es una extravagancia demandar de los poderes públicos la nulidad de todas las inscripciones que se han llevado a cabo en los últimos años, gracias una artimaña legal inventada por el gobierno de Aznar, y mantenida por Zapatero; el exponente más célebre es el de la Mezquita de Córdoba.

Una revista de ámbito nacional me ha encargado un reportaje extenso, acerca del asunto de las denominaciones de ciertas calles y plazas, en particular las que deberían de cambiar sus rótulos por mandato de la Ley de la Memoria Histórica, vale decir aquellas que exaltan el franquismo, o enaltecen a los golpistas de 1936. Puedo adelantar a los lectores algo, de la base argumental que defiendo, y es que las calles y plazas que sufrieron alteración en este sentido durante la guerra civil, o en la inmediata posguerra, deberían de recuperar su antiguo nombre. Se hizo en muchos casos en Madrid durante el mandato de Enrique Tierno Galván cuando fueron apeados del callejero los generales Mola, Sanjurjo o el propio Franco, y se recuperaron nombres como el del general Espartero, José Abascal, Salustiano Olózaga o Rafael del Riego. Ahora, de prisa, y sin debate previo con los vecinos afectados, el Ayuntamiento de Madrid ha cambiado de nombre a la plaza Vázquez de Mella, un político carlistón que murió en 1928, y se la ha dedicado al fallecido concejal socialista Pedro Zerolo. Puede que el difunto luchador por los derechos de los homosexuales merezca una calle, pero no creo que sea buena idea que esta plaza, de grandes dimensiones, superior a la vecina de Chueca, y en un barrio del siglo XIX, lleve el nombre de un político del siglo XXI, por muchos méritos que tenga, y solo por el hecho coyuntural de que actualmente muchos de los locales de ambiente gay están en esa zona capitalina. La plaza en cuestión se llamaba, hasta abril de 1939, de Ruiz Zorrilla, un ministro y jefe de gobierno progresista del siglo XIX, de los que protagonizaron la revolución gloriosa de 1868 frente a Isabel II, y del mismo partido que el general Prim. La lista de los méritos de Manuel Ruiz Zorrilla sería interminable, en particular como ministro de Fomento, que también tenía la competencia sobre la enseñanza. Al ilustre progresista se debe la reapertura de las Escuelas Normales, que habían sido cerradas por Isabel II para complacer a la Iglesia; ingente fue su actividad para que todos los pueblos dispusieran de una escuela digna, servida por maestros bien remunerados. También fue el creador de las Bibliotecas populares y del Museo de Arqueología; y quien promovió la incautación por el Estado de bienes artísticos y bibliográficos que estaban siendo malvendidos por los ministros del señor a chamarileros y tratantes de arte extranjeros. En otro orden de cosas, a Ruiz Zorrilla se debe la abolición de la esclavitud en Puerto Rico, e incluso la primera Ley de matrimonio civil. Vuelvo a reiterar que no quiero discutir los méritos del señorZerolo, pero si discrepo de la plaza elegida, y de que no se aproveche la ocasión para recuperar la memoria del prohombre citado.

Aprovecho para volver a escribir de la recuperación, por parte del pueblo de Numancia de la Sagra, de su antiguo nombre: Azaña, asunto sobre el que ya he tratado en otras ocasiones con escaso éxito. Ahora tengo alguna esperanza, en buena medida por los cambios políticos que han registrado las instituciones de nuestra comunidad, y que han acabado con muchas mayorías absolutas, también en Numancia. La antigua prepotencia y negativa, de los alcaldes, bien del PSOE o bien del PP, a la hora de abordar esta asignatura pendiente, puede que se acabe, si algún concejal lleva el asunto a debate, y se inicia la vuelta a la normalidad para acabar con una anomalía, que ya dura muchos años, y es la indignidad de llevar aún, todo un pueblo, el nombre impuesto por el jefe del un regimiento del ejército sublevado en 1936 contra la República.

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