La semana pasada, al hablar sobre el anticristianismo, mencionábamos la filosofía de Nietzsche y dos corrientes que se alimentan de ella: el satanismo y el neopaganismo. Vamos a referirnos aquí y en el siguiente artículo a la primera y dejaremos la segunda para la semana que viene.
Al satanismo le pasa como al cristianismo, que no hay uno sino muchos, y cada tipo o corriente lo entiende de una forma distinta a las demás. En el caso del satanismo, lo primero es distinguir entre lo que de verdad pueda haber, de lo que es producto de la imaginación o la rumorología difundida por los cristianos o por los propios satánicos o satanistas. Y es que una cosa es lo que por satanismo entienden los que a sí mismos se consideran satanistas, otra lo que por satanismo entienden las confesiones cristianas, y otra distinta lo que por satanismo podemos entender el resto de los mortales.
Para el cristianismo, Satán o Satanás es uno de los nombres propios del principal adversario de Dios (otros serían Belcebú, Lucifer o Luzbel): el diablo, demonio o maligno. Pero a partir de aquí tampoco se ponen de acuerdo los diferentes tipos de cristianismo. Para algunos (más bien liberales), Satán ni siquiera existe y tan solo es una forma de referirse al mal (o ausencia de bien) o al pecado. Para otros (de tipo gnóstico o similar) es un dios menor o un principio a la vez contrario y complementario de Dios, siendo aquél el principio del bien y éste el principio del mal (al modo de una especie de yin y yang). Pero, en general, para la mayoría de confesiones cristianas (católicos, ortodoxos, protestantes, testigos de Jehová…), Satán es un ser auténticamente existente y real como Dios mismo, aunque totalmente opuesto y enemigo suyo. Para éstos, Satán fue en otro momento una de las criaturas de Dios, uno de sus ángeles, y además de los mejores, en concreto, el ángel de la luz, pues eso es lo que significa su nombre Lucifer. Sin embargo, este ángel se habría llenado de soberbia y de arrogancia, llegando a desafiar al propio Dios y a enfrentarse a él desobedeciéndole. Ese pecado o caída de Lucifer le habría convertido en un demonio o Satán, un ángel caído y rebelde, enemigo de Dios, y que habría dividido a los ángeles en dos grupos: los que siguieron fieles y obedientes y los que fueron arrastrados por Satán y convertidos en diablos a su servicio. A partir de aquí se desarrolla toda una guerra entre Dios y Satán que acabará al final de los tiempos con la victoria definitiva de Dios.
En medio de esa guerra entre Dios y Satán estaríamos los seres humanos, atormentados tanto por uno como por otro. Dios nos exige adoración y obediencia ciega, fanática, y Satán nos insta a que le adoremos a él en lugar de a Dios, o por lo menos se conforma con que pequemos y desobedezcamos a Dios como hizo él. Ya en el primer libro de la Biblia, en el Génesis, aparece el mito de Adán y Eva y cómo el diablo, en forma de serpiente parlanchina, incita a Eva a que cometa el primer pecado desobedeciendo la orden divina de no comer del fruto del árbol del bien y del mal, y cómo Eva después engatusó a Adán para que también comiera y pecara (Génesis 2-3). Las interpretaciones del mito son muchas. Nosotros ya nos referimos a este mito cuando hablamos del pecado político de querer ser como Dios. Pero lo que ahora nos interesa destacar es cómo Dios y Satán ya disputan entre ellos por la obediencia de los seres humanos, y como utilizan a la humanidad a modo de premios o trofeos, como forma de medir quien tiene más adeptos o fanáticos.
Un ejemplo bíblico terriblemente cruel de cómo Dios y Satán juegan con los seres humanos para ver quién tiene la cola más larga (a la de fieles nos referimos) nos lo proporciona el mito de Job, narrado en el libro del mismo nombre. De Job dice la Biblia que “era este hombre perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal” (Job 1, 1). Lo que viene después es escalofriante:
“Y dijo Jehová a Satanás: ¿De dónde vienes? Respondiendo Satanás a Jehová, dijo: De rodear la tierra y de andar por ella. Y Jehová dijo a Satanás: ¿No has considerado a mi siervo Job, que no hay otro como él en la tierra, varón perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal? Respondiendo Satanás a Jehová, dijo: ¿Acaso teme Job a Dios de balde? ¿No le has cercado alrededor a él y a su casa y a todo lo que tiene? Al trabajo de sus manos has dado bendición; por tanto, sus bienes han aumentado sobre la tierra. Pero extiende ahora tu mano y toca todo lo que tiene, y verás si no blasfema contra ti en tu misma presencia. Dijo Jehová a Satanás: He aquí, todo lo que tiene está en tu mano; solamente no pongas tu mano sobre él. Y salió Satanás de delante de Jehová” (Job 1, 7-12).
¡Increíble! Dios permite a Satán que destruya todos sus bienes, pero como aún así le sigue siendo fiel, más adelante leemos cómo Dios permite al diablo que mate a sus familiares y le haga padecer terribles enfermedades, que le haga todo el daño que quiera a Job, menos quitarle la vida, para demostrarle que le seguirá siendo fiel a pesar de todo. Es decir, a Dios no le importa la dignidad ni el dolor de Job o su familia, tan solo le importa demostrar que Job es un perro fiel que jamás blasfemará aunque le ocurran males de todos los tipos, y así callar la boca a Satanás. La única forma de entenderlo es pensar en un padre que hiciera una apuesta con otro hombre dejándole maltratar a su hijo delante de él para demostrarle que aún así su hijo le seguiría siendo fiel aunque no moviera ni un dedo por ayudarle. Quien tenga motivos para adorar a un dios así, si es que existe, que le adore. El caso es que el diablo aprovecha el permiso de Dios para torturar a Job y su familia y lo hace: mata a sus hijos, mata a su ganado e incluso le hace enfermar de forma terriblemente dolorosa. El resto del libro muestra la fe (fanatismo) de Job a pesar de todas estas injusticias que Dios permite que le ocurran, y cómo al final Dios le compensa con nuevos hijos, mejores ganados y mejor salud. Para los cristianos, este final feliz justifica todo lo que le había pasado, pero no es así, salvo que el nacimiento de nuevos hijos compense el asesinato de los anteriores. Una vez más, en mitos como este, es difícil distinguir quién es Dios y quién el diablo, quién es el bueno y quién el malo.
Para los cristianos, al final de los tiempos, Dios vencerá al demonio y torturará eternamente a Satán y a sus demonios en el infierno conjuntamente con las almas de los humanos pecadores. Jesús de Nazaret así lo dice: “Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria, y serán reunidas delante de él todas las naciones; y apartará los unos de los otros, como aparta el pastor las ovejas de los cabritos. Y pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda (…) Entonces dirá también a los de la izquierda: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles” (Mateo 25, 31-33 y 41). Con eso y con todo, no todos los cristianos están de acuerdo tampoco en esto, pues no todos aceptan la existencia real del infierno como lugar de tormento eterno, por ejemplo, los testigos de Jehová y algunos católicos liberales.
Pero mientras tanto, el diablo se encarga, por lo visto, de andar por la tierra tentando a los seres humanos y haciendo todo el mal que puede. En los evangelios llega a decirse que intentó tentar incluso a Jesús de Nazaret (Mateo 4, 1-10). Pero, como a veces debe aburrirse, dice el refrán que “con el rabo mata moscas”, y en otras ocasiones le da por introducirse en el cuerpo de algunas personas y dar lugar a las conocidas como posesiones. Casi todos los cristianismos admiten las posesiones como fenómenos posibles y reales, y deben hacerlo puesto que en la Biblia aparecen varios casos. Jesús mismo fue un exorcista dedicado a expulsar a los demonios que poseían a las personas de vez en cuando. Hay varios relatos de exorcismos de Jesús de Nazaret en los evangelios, y algunos de ellos nos muestran, de paso, ejemplos de las muchas contradicciones que hay entre estos textos. Por ejemplo, los evangelios de Marcos y Lucas (Marcos 5, 1-2 y Lucas 8, 26-27) nos hablan de un endemoniado gadareno al que Jesús exorcizó, mientras que el pasaje homólogo de Mateo (siempre más exagerado) nos dice que no era uno sino dos endemoniados (Mateo 8, 28). También los apóstoles de Jesús de Nazaret se dedicaron a practicar exorcismos, según los Hechos de los Apóstoles. Por ejemplo, Pablo de Tarso lo hacía tan bien, por lo visto, que otros exorcistas intentaban imitarlo aunque sin el mismo éxito (Hechos 19, 11-16).
Desde un punto de vista sensato, las supuestas posesiones deben entenderse como la forma supersticiosa o ignorante (o ambas cosas) de referirse en el pasado a ciertas enfermedades o trastornos que no podían explicarse de otra forma, como podían ser la epilepsia, la esquizofrenia o la personalidad múltiple. Evidentemente, la solución no es el exorcismo sino la ciencia médica. Lamentablemente, la superstición sobre las posesiones sigue existiendo, y todavía hay gentes que confunden unas cosas con otras, a veces con resultados trágicos como sucedió en Almansa. En esa localidad castellano-manchega, una niña de 11 años fue víctima de un exorcismo practicado por su propia madre y otras curanderas con objeto de extraerle al demonio que la había dejado embarazada. En realidad, lo que le extrajeron fue los intestinos con sus propias manos. De nuevo, una niña víctima de la locura religiosa (valga la redundancia).
En otras ocasiones, el diablo, en vez de introducirse plenamente en el cuerpo de los humanos, se conforma con introducir tan solo una parte y varias veces durante un rato, normalmente por las noches. Es el caso de los conocidos como íncubos o súcubos, diablos que adoptan la forma de hombre o mujer y se cuelan en los dormitorios para violar a hombres o mujeres reales mientras duermen. Actualmente sabemos la explicación racional de estas supuestas violaciones diabólicas: la parálisis del sueño, y que también sirve para explicar otros fenómenos como la percepción de presencias fantasmales cerca de la propia cama mientras intentamos dormir o despertamos e incluso algunas abducciones extraterrestres.
La mayoría de las veces, el diablo se conforma con que no adoremos a Dios o no le hagamos caso. Pero en otras prefiere que le adoremos a él directamente. Quienes lo hacen son los satanistas o adoradores de Satán para los cristianos. Según ellos, los satanistas adoran al diablo imitando las formas cristianas pero de forma obscena y macabra como manera de burlarse y blasfemar de la religión cristiana a la que abominan. De esta forma, los satanistas también celebrarían sus encuentros o reuniones llamadas misas negras o aquelarres, en las cuales adoran a Satanás y realizan ritos en los que se mezcla la magia negra, el sexo ritual e incluso el sacrificio de animales, niños o adultos. Obvia decir que estas misas negras o aquelarres existen más en la imaginación de los cristianos que en la realidad. Que hay satanistas y que celebran sus misas negras es cierto, pero ya veremos más adelante que es algo muy distinto de lo que fantasean los cristianos. Pasa más o menos como ocurría con las leyendas negras y rumores que sobre los cristianos murmuraban los romanos de los primeros siglos de nuestra era acerca de sus reuniones en las que decían que practicaban el canibalismo y cosas así.
Claro que, para relacionarse con el diablo tampoco hace falta adorarlo de esa forma. El demonio también admite pactos puntuales. Uno de los más famosos es el de la leyenda de Fausto. Consisten en un contrato por el que alguien le vende su alma a Satanás a cambio de algún favor que éste es capaz de proporcionarle con sus poderes mágicos, como pueden ser el poder, dinero, fama, sexo o todo eso junto. Dicho pacto implicaría todo un ritual con su correspondiente pentagrama, velas, invocaciones mágicas, etc. Durante siglos, estas leyendas sobre las misas negras y los pactos con el diablo han servido para denunciar, acosar, detener, torturar y asesinar a cualquiera sospechoso o acusado de hacerlo, normalmente a quienes se saltaban la ortodoxia religiosa y política de la época. Durante la edad media y parte de la moderna, las iglesias cristianas se dedicaron a la búsqueda y captura de satanistas, brujas y magos para juzgarlos y pasarlos por los mecanismos de represión y tortura de las respectivas inquisiciones. Fue en ese contexto en el que se fraguaron gran parte de esas leyendas a partir de la imaginación de los inquisidores y las confesiones forzadas de los acusados que llegaban a inventar o “reconocer” bajo tortura todo lo referente a sus pactos con el diablo, los aquelarres, sus vuelos en escoba o las orgías con el mismísimo Belcebú. Eran las “cazas de brujas”, cuyas víctimas se cuentan por millares.
Andrés Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.