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Economía bajo sospecha (una reflexión epistemológica)

En ningún caso tal sucesión de fracasos predictivos llevó aparejada, para desconcierto de cualquier practicante del pensamiento racional, la deserción masiva de los creyentes; muy al contrario: a cada revés de la realidad los fieles respondieron con una fervorosa oleada de proselitismo. Es lo que tiene la fe.

Todo el bienestar, la prosperidad, la estabilidad y la paz después del infierno de la Segunda Guerra Mundial parecían encontrarse en vías de consolidación tras la caída del Muro de Berlín y la unificación de Alemania. Con la implosión de la Unión Soviética se diluía la pesadilla finisecular del holocausto nuclear. Como por arte de birlibirloque volvía a existir futuro para la humanidad, al menos y en principio para los países que llevaban décadas instalados en la prosperidad. En 1992 la candidatura de Bill Clinton a la presidencia de los Estados Unidos de Norteamérica asumió como seña de identidad la toma de conciencia de la importancia de la economía en la vida concreta de los ciudadanos. James Carville, el director de su campaña, lo expresó de forma sucinta mediante la frase: “la economía, estúpido”; de gran éxito luego en su versión popularizada: “¡es la economía, estúpido!”. Fue una de sus bazas frente al candidato George W. Bush, que presentaba como credencial su victoria indiscutiblemente histórica sobre la hidra comunista, que, por cierto y en el mismo año mencionado, tuvo su glosa intelectual en el ensayo del famoso politólogo desde entonces Francis Fukuyama titulado El fin de la historia y el último hombre[1], donde se sostiene la tesis, justamente, del fin de la historia, entendida ésta como pugna entre ideologías. Hecha añicos la tomada por utopía comunista –y de paso deslegitimada toda utopía[2]– ya no cabía duda alguna de cuál era el camino a seguir por los Estados consolidados según el modelo fraguado en el crisol de la así llamada civilización occidental –a saber: el definido dentro de las coordenadas de la democracia liberal y el capitalismo global. Era la sentencia de la historia. Su sentencia definitiva.

Pero, de repente, atenuadas las voces de los raros agoreros, “todo lo que era sólido” (título de un libro de Antonio Muñoz Molina[3] sobre la crisis) mostró su naturaleza gaseosa y volátil. El cataclismo financiero de este siglo apenas iniciado nos ha sacudido con tal severidad que ha abierto de par en par la caja de Pandora de todos los males que acechaban latentes en las ignoradas grietas del imperfecto edificio de nuestra civilización; y a algunos frívolos ahítos de realidad virtual nos ha dado por preguntar y querer saber qué ha pasado y por qué ha pasado, tratando de comprender sus antecedentes y repercusiones, lo que lleva a escarbar en lo profundo las raíces de nuestro mundo de representaciones.

En este contexto hay que agradecerle a Thomas Piketty, profesor de la École d’Économie de París, su libro El capital en el siglo XXI[4], de sorprendente éxito para alguno de sus críticos, pero que se explica por la necesidad generada en esta coyuntura a quienes desean acrecentar su conciencia de la realidad en la que viven de saber cuál ha sido la evolución de la economía en los principales Estados conformados en congruencia con los principios políticos y económicos de la modernidad. Otra vez la economía, estúpido…

Para el asunto que aquí nos atañe lo que hace particularmente interesante a la obra mencionada es su crítica al paradigma (en el sentido en el que acuñó este concepto el filósofo Thomas Kuhn el siglo pasado) económico actualmente vigente, el cual nunca debió quedar desconectado epistemológicamente del resto de las ciencias sociales; es decir, que si la Economía no quiere darle la espalda a la realidad, tendrá que avanzar conjuntamente con ellas, lo que requiere poner fin de una vez por todas a los debates intelectuales y políticos sobre la distribución de la riqueza que se han alimentado, sobre todo, de grandes prejuicios y muy pocos datos. Esta deficiencia es la que trata de corregir el profesor francés acudiendo a la historia, en busca de los datos que exige su investigación. Es esta misma actitud rebelde la que adopta el filósofo Mario Bunge en su libro dedicado a la filosofía política[5] cuando denuncia la falta de sensibilidad histórica de los economistas ortodoxos, que parecen despreciar la aportación empírica del pasado, imprescindible para practicar una investigación rigurosa en el ámbito de las ciencias sociales (en lugar de “¡es la economía, estúpido!”, habría que decir “¡es la historia, estúpido!”). En sus páginas encontramos justamente una relación de los mitos que constituyen el corpus de esa doctrina que, en sí misma, crea un universo abstracto de naturaleza matemática que prescinde de la necesaria contrastación con los hechos sociales que son, en definitiva, su objeto de estudio.

Entre los críticos con el trabajo de Piketty, se halla el economista español Francisco Cabrillo, quien en una reseña publicada en Revista de Libros[6] le reprocha su <<escaso bagaje analítico>>, así como la simplicidad de sus planteamientos cuando el paradigma epistemológico dominante entre los economistas es esencialmente matematicista. Se destaca la rareza de la obra del francés por su “escaso bagaje analítico, que se limita a unos planteamientos muy simples, acompañados, eso sí, de un importante estudio empírico que constituye, sin duda, la aportación más valiosa de la obra”[7] (ese estudio empírico, por cierto, se centra, sobre todo, en una rigurosa recopilación de datos acerca de la evolución de la riqueza de varios países –principalmente Francia, Alemania, Gran Bretaña y Norteamérica– desde finales del siglo XVIII hasta la actualidad). Reconoce Cabrillo que en el paradigma actualmente vigente de la ciencia económica “a menudo hay un exceso de planteamientos teóricos muy formalizados”[8]. De hecho diríase que se la trata de reducir a mera ciencia formal (no es raro que un premio Nobel de economía sea en realidad matemático, como era el caso del popular por cinematográfico John Forbes Nash, hace poco fallecido) de forma análoga a como se redujo durante casi mil quinientos años los orbes celestes a puro subterfugio geométrico cuando imperaba en la astronomía el paradigma de Claudio Ptolomeo (siglo II), instrumentalizado con fines ideológicos por la Iglesia Católica a partir del Medievo. Cada epiciclo, cada ecuante, cada deferente era un añadido mentiroso en aras al mantenimiento de una cosmovisión que, lejos de brotar del conocimiento objetivo de la realidad, constituía la justificación pseudocientífica de una ideología al servicio de intereses que exigían la anulación del libre pensamiento.

Todos conocemos la historia suficientemente: tras la publicación por parte de Nicolás Copérnico del libro donde proponía el modelo heliocéntrico (De revolutionibus orbium coelestium, 1543) fue la toma en consideración de las evidencias empíricas la que llevó a valorar una alternativa teórica que podía dar mejor cuenta de las mismas. El telescopio de Galileo apuntando a los orbes celestes representaba ciertamente un instrumento satánico por revolucionario, ya que establecía un puente entre el mundo abstracto de las ideas y el concreto de lo que es objeto de experiencia. Y es ese vínculo entre ambos el que dota de musculatura transformadora al conocimiento armándolo de capacidad crítica frente al dogma. Esto lo sabía muy bien la Iglesia Católica que, por lo mismo, fue contra el filósofo-científico italiano empleando el máximo poder de coerción y sin el más mínimo escrúpulo moral[9]. Con la revolución copernicana la geometría dejó de ser un mero apaño mediante el cual salvar las apariencias que debían ser siempre compatibles con una cosmovisión dictada desde premisas ideológicas y no fundamentadas sobre un conocimiento cierto de la realidad objetiva. La máxima expresión de este compromiso epistémico entre matemáticas y realidad, que está en el germen de la ciencia moderna, la encontramos en estas palabras del sabio renacentista: “La filosofía está escrita en ese libro enorme que tenemos continuamente abierto de­lante de nuestros ojos (hablo del universo), pero que no puede entenderse si no apren­demos primero a comprender la lengua y a conocer los caracteres con que se ha escrito. Está es­cri­to en lengua matemática, y los caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geo­mé­tricas sin los cua­les es humanamente imposible entender una palabra; sin ellos se deam­bula en vano por un laberinto oscuro” (Saggiatore [Ensayista] 6).

En consecuencia, toda ciencia que desee ser considerada como tal y que pretenda no ser pura ciencia formal, ha de aceptar todos los desafíos a los que la realidad quiera retarla, asumiendo su falibilidad como rasgo intrínseco de su condición epistémica, sometiéndose, por ende, al insoslayable criterio popperiano de la falsación. Si no, corre el riesgo cierto de que la teoría acabe degenerando en delirio válido para los más poderosos intereses ideológicos. También la Economía. Ésta, sin embargo, en su desarrollo a lo largo de las últimas décadas ha visto complicarse su relación con la dimensión de los hechos; lo cual se evidencia, precisamente, en la problematicidad que encierra la aplicación del susodicho criterio popperiano. Problematicidad reconocida ya en estudios epistemológicos de hace tiempo; por ejemplo el del economista italiano Corrado Benassi publicado en 1985 en la revista “Lecturas de economía”, en su número 16, bajo el título de Epistemología y ciencia económica: algunas observaciones sobre Karl Popper y la Economía[10]. En este trabajo se presentan aquellos aspectos de la economía que la alejan del planteamiento falsacionista tan presente en las ciencias físicas. Su deriva formalista –reconocida, como hemos visto, por los propios economistas– ha de encontrar límite dada su condición genuina de ciencia social. Cuanto mayor sea la brecha entre teoría formal y hechos empíricos mayor será el peligro de adulteración ideológica, pues su objeto de estudio es al mismo tiempo objeto de potentes intereses de grupo, obstáculos –claro está– para la construcción de una genuina ciencia del epifenómeno social que referimos mediante el vocablo economía.

Hay más antecedentes en la historia. Momentos de la indagación filosófica cuando la forma del método se ha puesto a disposición de dogmas y prejuicios a los que se ha dotado de apariencia de veracidad que, de no ser así, habrían quedado expuestos en su real condición de mitos. La forma deductiva del silogismo otorgando rigor filosófico al dogma religioso y fundando así la (supuesta) ciencia teológica. Es la fuerza de la escolástica: philosophia ancilla theologiae. El silogismo, como plasmación formal de la deducción, es la estructura afianzadora por la que inferir a partir de los presupuestos incuestionables, que son en sí mismos principios que cierran el paso a la molesta senda de la crítica, conclusiones que han de ser necesariamente verdaderas. La razón en efecto anquilosada en el tribunal supremo de la verdad doctrinal, que le vuelve la espalda a la realidad concreta y se torna autista en su mundo de abstracciones autocomplacientes, en su formal congruencia. ¿Acaso no hay coherencia lógica en cada una de las llamadas vías tomistas para la demostración de la existencia de Dios que nos encontramos en la Suma Teológica del Doctor Angélico? Luego, Dios existirá o no, vaya usted a saber. Pero el orden que representa queda en salvaguarda. René Descartes, que tanto tuvo que ver con el proceso de alumbramiento de la modernidad, en esto sigue al padre de la escolástica como queda demostrado en las páginas de la parte IV del Discurso del método en las que se esfuerza denodadamente por demostrar, siguiendo escrupulosamente los cánones formales de la deducción, que no cabe duda de la existencia de un ser omniperfecto. El argumento que representa de modo ejemplar el paradigma de pensamiento que estamos exponiendo es el argumento ontológico heredado de Anselmo de Caterbury (1033-1109), deducción tan impecable formalmente como irrelevante para el conocimiento de la realidad.

Serán estos algunos de los ídolos de los que, con el paso de los siglos, profetizará su ocaso el intempestivo Nietzsche, cuyo martillo filosófico golpeará cuando denuncia esa idiosincrasia de los filósofos que consiste en confundir “lo último y lo primero”. Como él mismo aclara: “Ponen al comienzo, como comienzo, lo que viene al final – ¡por desgracia!, ¡pues no debería siquiera venir!- los “conceptos supremos”, es decir, los conceptos más generales, los más vacíos, el último humo de la realidad que se evapora”[11]. Él mismo advertía en esas páginas, refiriéndose a las ciencias formales de la matemática y la lógica, del “convencionalismo de los signos”, el cual elimina el problema de la realidad, haciéndola irrelevante para el establecimiento de la verdad. Gracias a su innegable talento para la metáfora el pensador con vocación de dinamita supo expresar muy certeramente que el proceso de la abstracción –al que la razón no puede renunciar a la hora de construir un conocimiento (universal)– lleva implícita una dilución de los componentes concretos que le son ontológicamente intrínsecos a la realidad, lo mismo que el alquimista filtra a lo largo del recorrido de su alambique la diversidad de matices del microcosmos material para quedarse con la quintaesencia que condensa la quimera de la piedra filosofal (“el último humo de la realidad que se evapora”). He aquí la paradoja epistémica de la ciencia económica: una ciencia de cuyos modelos abstractos, formales, matemáticos, se han de derivar, de forma deductiva y a partir de ciertos supuestos que se toman como axiomas, acciones concretas sobre situaciones diversas en trance de variación permanente. El ser omniperfecto de la Economía exige disciplina formal, fidelidad al postulado de racionalidad, lo que conlleva pérdida de valor de la objetividad empírica a la que se tacha de quimera lacerada por sesgos ideológicos. No son de extrañar, pues, las tensiones a la hora de evaluar la congruencia entre los planos macroeconómico y microeconómico. Lo podemos leer en las observaciones finales del citado artículo del profesor Benassi: “la Economía, siendo una ciencia social, posee algunos vínculos entre ciencia e ideología … La imposibilidad, con excepción de casos muy raros, de tener experimentos sociales (y la naturaleza peculiar de esos experimentos) es tal que las bases empíricas para discutir son muy a menudo menos de las que serían necesarias para limitar el juicio de valor a un papel menos decisivo”[12].

Se encontraría entonces la ciencia económica en el dilema de tener que escoger entre, de un lado, su éxito teórico como ciencia formal, sujeta al criterio que cabe aplicar a las verdades de razón y, de otro, su utilidad para resolver los problemas concretos del mundo conformado por las acciones de los agentes que operan en situaciones definidas por circunstancias diversas y cambiantes, y cuyas decisiones presuponen juicios de valor, que a su vez remiten a creencias, expectativas, temores… En este sentido nada más lejos de la realidad a decir de Mario Bunge que el mito representado por el modelo de elección racional[13], ya tratado hace casi una década por Dan Ariely en su libro Las trampas del deseo[14], donde nos da pruebas suficientes de que el sujeto definido por los modelos de elección racional no es más que un mito, el cual, no obstante, da por verosímil la ortodoxia económica. Ello es congruente con la aseveración de Bunge según la cual tales modelos no tienen nada de científico por cuanto “ni son conceptualmente precisos ni están validados empíricamente”[15], y sin embargo dan por cierto que la gente siempre actúa en vista a lograr el máximo de utilidad de acuerdo con sus expectativas. Todos tenemos experiencias, empero, sin necesidad de embarcarnos en sofisticados proyectos de investigación, de que la gente de carne y hueso –no los agentes abstractos de la teoría de juegos, claro está– se puede comportar altruistamente o de forma incomprensiblemente autodestructiva, o simplemente estúpida al ignorar los hechos y permitir que la ideología prevalezca sobre el conocimiento. En este punto de la argumentación qué a mano nos viene un artículo publicado por el premio Nobel de economía Paul Krugman en las páginas salmón del periódico El País el pasado 14 de junio. Decía así en el texto titulado Ideas realmente malas: “Algo que hemos aprendido durante los años transcurridos desde el estallido de la crisis financiera es que las ideas seriamente malas —y con esto me refiero a esas ideas que apelan a los prejuicios de la Gente Muy Seria— tienen un poder de permanencia sorprendente. Por muchas pruebas en contra que se presenten, por muy estrepitosa y frecuentemente que las predicciones basadas en esas ideas hayan fallado, las malas ideas siempre regresan. Y siguen siendo capaces de deformar la política”[16]. Seguramente es el caso del mencionado Francisco Cabrillo, representante sin duda de esa “Gente Muy Seria” –catedrático de Economía en la Universidad Complutense, no digo más– y tan crítico con las tesis de Piketty; para él no admite discusión que el mercado es “el mecanismo más eficiente de asignación de recursos, que favorece como ningún otro sistema el crecimiento económico y el aumento del nivel de vida”[17] (vamos, lo que venía a ser la divina providencia), por lo que no es de extrañar que para muchos economistas el concepto de justicia distributiva se halle vacío de contenido por cuanto “sobre él caben todo tipo de opiniones perfectamente defendibles”[18]. ¿Qué más se podría decir para desligar por completo la economía de la ética (y de la política de paso)? Qué poco científico esgrimir estos supuestos –si no prejuicios– como si fueran verdades definitivas que se confunden con la realidad objetiva de los hechos, como si, cuando hablamos de desigualdad o del mercado, estuviésemos refiriéndonos a abstracciones determinadas por mecanismos naturales e inmutables o a poderes tecnológicos ineluctables, cuando se trata de construcciones sociales conformadas por reglas y compromisos pergeñados por los hombres en el transcurso del tiempo. Así, en este triunfante Occidente nuestro que puso término a la historia, queda maniatada la política y condenado al fracaso todo proyecto democrático que requiera un replanteamiento sustancial de los axiomas de los que se derivan las estructuras del capitalismo global (¿hace falta recordar a Grecia?). Parafraseando la fórmula medieval: política ancilla economiae.

La ciencia –como propone muy sensatamente Mario Bunge- tendría que ser uno de los pilares de la política si se quiere evitar que ésta se convierta en una actividad delirante o meramente estúpida; en sus propias palabras: “el diseño de toda política exige algo de conocimiento acerca de los medios necesarios para conseguir los objetivos dados, así como la medida probable en la cual la implementación de la política influirá en el bienestar de las personas que, sin duda, serán afectadas por ella. En particular, toda política social efectiva se apoya en algún conocimiento de los mecanismos sociales de interés”[19].

Ahora bien, y tras todo lo expuesto, nos atrevemos aquí a dudar de que la Economía en su paradigma actualmente vigente esté en disposición de aportar en plenitud ese conocimiento al que se deben todas las ciencias, también las sociales. “La vocación de la investigación en las ciencias sociales –como enuncia Piketty en la conclusión de su libro– no es producir certezas matemáticas preconcebidas que sustituyan el debate público, democrático y plural”[20]. Ese debate sólo puede tener lugar dentro del marco de la racionalidad, el mejor recurso del que dispone el ser humano para caminar por la senda de lo mejor posible. La razón que apliquemos a tal menester no puede ser la alicorta razón del sujeto abstracto del racionalismo (en su manifestación economicista que aquí nos ocupa) al que nuestro Ortega y Gasset tachó de “ultravital y extrahistórico”. La Economía del siglo XXI necesita esa regeneración que el filósofo español quiso lograr en la filosofía del siglo XX mediante el reconocimiento y la toma de consideración permanentes en el ejercicio de la razón de su vinculación esencial a las vidas concretas de los individuos humanos y a la historia. A fin de cuentas, de lo que se trata es de determinar cómo vivir mejor de acuerdo con lo que sabemos, y para ello no cabe otra que conectar el conocimiento con los valores y opciones entre los que cabe elegir. Si acertamos o erramos nos lo dice la historia. Ésta –nos atrevemos a afirmar– constituye el ámbito de experimentación en el que la Economía, como otras ciencias sociales, puede someter a falsación sus aseveraciones. No sé dónde leí que esta ciencia, precisamente, es la mejor prediciendo lo que ya ha pasado. ¡Qué bien explica el desastre a donde conduce cada una de las burbujas especulativas que en el capitalismo han sido desde la de los bulbos de tulipán de los holandeses de hace quinientos años, pasando por el crack bursátil de 1929, hasta concluir en la financiera del siglo que hemos iniciado! En efecto esto no dice mucho a favor de sus virtudes epistémicas (tampoco de su utilidad vital), pero al menos podría asumir, sobreponiéndose a sus rigideces formales cuando no dogmáticas, las enseñanzas de lo ya pasado. Me atrevo a sugerir que así cabe entender aquellas palabras –raro lapsus de sensatez–, de las cuales quizá ya nadie se acuerde, del presidente francés Nicolás Sarkozy en plena deflagración de la bomba financiera hace unos años, cuando declaró que era preciso refundar el capitalismo. ¿Y bien?

Gonzalo Puente Ojea, en su estimulante libro Elogio del ateísmo[21], cuenta el caso de los Testigos de Jehová que en varias ocasiones ya han predicho el fin del mundo, predicciones todas ellas falsadas rotundamente por los hechos. El veterano librepensador nos muestra mediante datos objetivos que en ningún caso tal sucesión de fracasos predictivos llevó aparejada, para desconcierto de cualquier practicante del pensamiento racional, la deserción masiva de los creyentes; muy al contrario: a cada revés de la realidad los fieles respondieron con una fervorosa oleada de proselitismo. Es lo que tiene la fe.

José María Agüera Lorente, catedrático de Filosofía de Bachillerato

[1] Francis Fukuyama: El fin de la historia y el último hombre. Ed. Planeta. Barcelona, 1992.

[2] Véase J. A. Rivera: Menos utopía y más libertad: la teoría política y sus aditivos. Ed. Tusquets, Barcelona, 2005.

[3] A. Muñoz Molina: Todo lo que era sólido. Ed. Seix Barral. Barcelona, 2013.

[4] T. Piketty: El capital en el siglo XXI. Ed. Fondo de Cultura Económica. Madrid, 2013.

[5] Mario Bunge: Filosofía política. Solidaridad, cooperación y democracia integral. Ed. Gedisa. Madrid, 2009.

[6] F. Cabrillo: http://www.revistadelibros.com/articulos/el-capital-en-el-siglo-xxi-segun-piketty.

[7] Cabrillo, op. cit.

[8] Ibidem.

[9] A este respecto es obligada la lectura de A. Beltrán Mari: Talento y poder: historia de las relaciones entre Galileo y la Iglesia Católica. Ed. Laetoli, Pamplona, 2006.

[10] Corrado Benassi: “Epistemología y ciencia económica: algunas observaciones sobre Karl Popper y la Economía”, Lecturas de Economía, n. 16, Medellín, enero-abril de 1985, pp. 9-40.

[11] NIETZSCHE, F: El crepúsculo de los ídolos. (Trad. A. Sánchez Pascual). Madrid: Alianza Editorial, 1979, p. 48.

[12] Corrado Benassi, op.cit., pp. 35-36.

[13] Véase Mario Bunge, op. cit., pp. 69-70.

[14] Dan Ariely: Las trampas del deseo. Ed. Ariel. Barcelona, 2008.

[15] Mario Bunge, op. cit., p. 70.

[16] Paul Krugman: “Ideas realmente malas”, El País, 14 de junio de 2015.

[17] Francisco Cabrillo, op.cit.

[18] Ibidem.

[19] Mario Bunge, op. cit., p. 431.

[20] Thomas Piketty, op. cit., p. 643.

[21] Gonzalo Puente Ojea: Elogio del ateísmo. Los espejos de una ilusión. Ed. Siglo XXI. Madrid, 1995, pp. 198 y 199.

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