Críticas a la actuación del arzobispo de Granada desde la propia iglesia.
El arzobispo de Granada sigue en el ojo del huracán. Aunque ahora el desgraciado ‘caso Romanones’, desde el punto de vista eclesiástico, depende de Roma, su pésima gestión en estos meses –incluido el bochorno de que tuviese que ser el propio Francisco quien le escribiese para que iniciase la investigación canónica– le acompañará siempre. Arrastra la penitencia de la negligencia. Lo vimos la pasada semana, incluso con ultimátum judicial (tic-tac, notificación, tic-tac, notificación, hasta que lo encontraron en el Arzobispado) y con un despliegue alrededor tal que daba la impresión de que en cualquier momento aparecería la Alcaicería empapelada con carteles de “se busca”.
Su actitud tampoco ayuda mucho. Cada vez más aislado y susceptible, sin tener en cuenta, se dice, a la Conferencia Episcopal, aunque otros jueguen a las intrigas de obispos para buscar la razón de esta sinrazón. Y obligado a comunicar cuando ya le arrastran unos hechos que son muy difíciles de enderezar. Y cuando no comunica es peor, porque entonces la montaña de medias verdades, la confusión total en que se ha ido cociendo este doloroso asunto (ahí está la carta del padre de la víctima, que tampoco le deja en muy buen lugar) contribuye a enmarañar aún más una madeja llena de despropósitos.
Sin embargo, en esta ocasión, el arzobispo no fue negligente; solo obediente. Algo que, según cuentan, sabe muy bien el juez instructor, que tiene muy buenos asesores en Derecho Canónico y Eclesiástico y que ve que el tiempo corre con delitos que han prescrito (¿cómo pueden caducar estos delitos? ¿caduca el dolor de las víctimas?) y con la perspectiva de que el caso se cierre sin condenas. Su última baza es la documentación recabada por el arzobispo cuando se inició el proceso, algo que ya no le pertenece a él, sino al Vaticano, y en un procedimiento que ampara una “norma preconstitucional” –así la denominan en Granada–, como son los Acuerdos Iglesia-Estado.
Así que lo que estos días se ha querido dirimir en la cabeza del arzobispo es la pertinencia de un tratado internacional que, por sus prerrogativas, vendría a poner en solfa la política de tolerancia cero y transparencia de Francisco con los abusos sexuales en la Iglesia. Alguien tendría que ir revisando el argumentario para cuando se exija su renegociación.