La Iglesia dice que el aborto no se discute porque Dios lo dijo. ¿Dios dijo qué cosa? Dios no dijo nada. El debate del aborto no le incumbe a la Iglesia, tiene que darse en la esfera de los derechos humanos.
Desconocida en su tierra natal y amada en Escocia, donde incluso tras su muerte en 2009 se declaró luto nacional, la teóloga argentina Marcella Althaus-Reid releyó el cristianismo de forma delirante y transversal e inauguró la rama queer de la teología. Esta mirada desviada ha quedado plasmada en su libro más importante y controversial, La teología indecente (2000), que hoy sigue escandalizando en más de un continente.
Imaginaba un Dios en pollerapantalón y unas teólogas que se levantaran la falda para escribir y se tocaran pensando en EL. Reivindicaba un Cristo bi y una María carnal –no esa sustancia gaseosa, fantasmal–. Una Virgen de Guadalupe como la retratada por la pintora chicana Yolanda López, con piernas fibrosas, zapatillas de correr, que emerge de las viscosidades de una vulva gigante. Marcella Althaus-Reid bromeó, escribió y leyó a contrapelo de manera tal de “quitarle la bombacha a la teología heterosexual”. “Nuestros dioses son queer porque son lo que queremos que sean. No hay definiciones ni modelos finales sino sólo identidades maleables”, escribía. Y si bien fue prácticamente desconocida en éste, su país natal, fue una voz fundamental entre las teólogas feministas a las que les redobló la apuesta fundando la corriente queer. Están quienes se refieren a ella como una pornógrafa y quienes la consideran la Butler de la teología, en la senda de otros pensadores contranatura como Robert Goss –autor de Jesus acted up: A gay and lesbian manifiesto (1993)–, Mary Daly –lesbofeminista y teóloga estadounidense, famosa por proponer un Dios en femenino y por no dejar entrar varones a sus clases en la universidad– o Malcolm Edwards, unos de los pocos filósofos que han indagado en la homosexualización de Dios.
La mujer que cayó del cielo
Para muchos religiosos y filósofos de aquí, de allá, y sobre todo de la Iglesia Metodista a la que de joven perteneció, y del Instituto Superior Evangélico de Estudios Teológicos al que luego ingresó, Marcella era un escándalo. Sus acotaciones en clase, sus conversaciones de pasillo, lo dicho y lo no dicho de su vida privada. De sus libros (El teólogo sexual, Un Dios queer, Controversias en la teología del cuerpo, entre otros) se ha dicho: “¡pornografía encubierta!” De forma autodidacta Marcella aprendió griego, hebreo, inglés, francés y alemán. Incursionó en el orientalismo y llevó la lógica del desapego a su propio hogar, que, si ya era modesto –un departamento de un monoblock lindante con la Panamericana–, se volvió espartano: nada más que mate, algún paquete de cigarrillos y libros de pared a pared. Su casa fue un mitin permanente de amigos a los que Marcella alentaba a continuar con sus historias de amor, para entonces pecaminosas. En ese momento ella estaba en pareja o sólo convivía –nunca fue de dar explicaciones– con un joven gay. En sus palabras: “En la época de la dictadura yo era indecente, había decidido no casarme, vivir a mi aire y amar a un gay”. A mediados de los ’80, se fue a Europa del brazo de este chico, del que se despidió en España. Después, Marcella vivió en Londres y, más tarde, en Escocia. Ahí pasó un tiempo en una comunidad de monjes, trabajó cama adentro limpiando casas y empezó un posgrado con un cheque que fue un préstamo de una de sus empleadoras. Entró a la Universidad de Edimburgo y se convirtió en la única mujer profesora de teología de una universidad escocesa y la primera mujer profesora de teología en los 160 años de historia de su universidad. Viajó por el mundo dando seminarios y vivió historias poliamorosas. Si le preguntaban, declaraba ser bisexual y queer, y terminó casándose con un varón hétero. Cuando Marcella murió, en 2009, a los cincuenta y siete años, en Escocia se declaró un luto nacional. En Argentina, casi nadie se enteró porque casi nadie sabía de su existencia.
Parte de mi religión
A finales de los ’90 Marcella empezó un ejercicio de escritura delirante. Y a esos manuscritos los puso a circular entre sus amigos, que fueron pidiendo más. Tan buena repercusión tuvo su modo irreverente de hablar de religión –humorística y culta, con citas que van de Audre Lorde y Adrienne Rich a manuales umbanda–, que lo que empezó como juego terminó en un libro, Indecent Theology, lanzado en Reino Unido en el año 2000. En 2005, la editorial española Bellaterra lo tradujo, pero nunca se editó en este país, ni en ningún otro de Latinoamérica. En ese libro fundacional hablaba de la necesidad de traer a primer plano aquello que la religión siempre ha mantenido en las sombras. Fue rastreando las metáforas sexuales que las santas escrituras disimulan detrás de una virgen, una paloma o un ángel y reviviéndolas con toques de inventiva y humor. Puso a dialogar y a coquetear la teología de la liberación con la teoría queer. Para alcanzar una teología sin exclusiones, que no metiera lo raro y lo sexuado debajo de la alfombra: “Es interesante que un Dios eterno solo nos ofrezca un caso registrado de sexo procreador en la historia. ¿Debemos suponer que el resto de sus placenteras actividades solitarias no eran de ese carácter? ¿De dónde sacan las iglesias la idea de que el sexo es divinamente aprobado sólo cuando es con fines de procreación?”.
El impacto de su teología llevó a que la American Academy of Religion, la mayor organización que reúne a estudiosos religiosos, formara en 2001 un panel para responder a su libro Indecent Theology. Hay seguidores suyos en casi todos los continentes. En el mundo asiático, Miak Siew, Yuen-Mei Wong, June-Hee Yoon. Han sido influidos por ella teólogos afrodescendientes como Kevin Ward, Kenneth Hamilton. En el mundo anglosajón, Lisa Isherwood, Robert Goss, Ken Stone. “Después de Marcella es casi imposible hacer teología sin tomar en cuenta la sexualidad. Su legado no fue intentar ‘legitimar’ la disidencia sexual, arrimar una silla más a una mesa manejada por estructuras de poder que antojadizamente le puedan dar o no un lugar a la diversidad, sino denunciar que toda experiencia religiosa está íntimamente relacionada con la sexualidad. Su influencia se ha extendido más allá del cristianismo, el Islam, el judaísmo, el budismo y el neopaganismo. En América latina estamos formando una red de teólogxs queer que nuclee a quienes están recogiendo su guante”, explica Hugo Córdova Quero, que fue su amigo, colega y ahora es profesor de la Universidad Graduate Theological Union, en Berkeley.
Marcella vivió en Argentina durante la dictadura y la dialéctica –patriarcal, clerical, militarista– y entre lo decente y lo indecente marcó a su generación. En la casa, en la escuela y en el diario la decencia era un paquete de autorizaciones y censuras que lo regulaban todo: “Si todo eso es lo decente, yo no quiero incluirme ahí. Quiero quedarme en el margen reclamando un dios marginal. Soy indecente, gracias a Dios”.
¿Por qué necesitó Dios a una mujer para procrear? ¿Y qué si se hubiera dirigido a José para proponerle la cópula divina? ¿Y si Dios tuviera vagina? Ese tipo de cosas se preguntaba Marcella. “Son demasiadas las posiciones sexuales que hasta ahora la teología vainilla no ha considerado”, se quejaba. Concebía un Dios comodín, a imagen y semejanza de nadie en particular. “El Dios queer es un dios inacabado. En proceso, ambiguo, que nunca terminamos de conocer porque, cuando pretendemos abarcarlo, escapa, hay más. No quiero un Dios del centro hegemónico, un rey que te viene a ver a la villa, te da la mano y te dice: ‘Yo soy Dios, tengo un reino y soy tan bueno que te vengo a visitar’. Hablo de un Dios bi, que está en el medio, que ama la diferencia, que abre su armario y divierte a sus amigos con ocurrencias como: ‘Ahora soy Marlene Dietrich’.” ¿Cómo tan poca gente –se preguntaba Marcella– ha imaginado un dios gay, lesbiana, travesti? “Jesús prefería los discípulos, amados discípulos, y a un Lázaro tan próximo a él, al punto de que niega infantilmente su muerte. ¿Por qué no un Dios marica? El hecho de que no sepamos nada de la identidad sexual de los personajes de la Biblia los libera. Decir ‘Dios es marica’, es proclamar no sólo una identidad que ha sido marginada y ridiculizada, sino una epistemología diferente y apropiarse positivamente de una voz que ha sido usada para despreciar a los otros.”
Lo curioso es que el dogma cristiano está saturado de funciones y tensiones corporales (“inseminación artificial y el nacimiento de Jesús-Dios, control de la sexualidad, tortura, hambre, retorno del muerto en la resurrección”). Pero el cuerpo es para el dogma una presencia ausente. Marcella proponía un cristianismo que incorporara las corporalidades concretas. “La teología es el arte incoherente de meterse en la cama con Dios aunque evitando el sexo pleno. Después de todo, es lo primero que la fe cristiana nos enseña: que el comienzo de la relación entre Dios encarnado y la humanidad se encuentra en la metáfora de encamarse con él (por primera y única vez) y sin preservativo. Así fue la experiencia de María. Si la primera Eva era fetichista de las serpientes, la segunda optó por el sexo desprotegido con un dios-nube. Las metáforas sexuales religiosas son caóticas, imprevisibles, inmorales. Por eso nos gustan tanto.”
Indecentes antecedentes
Como ancestros populares desde donde indecentizar el credo, Marcella señala en el árbol genealógico criollo a la Santa Librada, o Liberada, y La Difunta Correa. Librada es una Cristo mujer con larga melena rubia y un estilo símil Virgen María pero crucificada. Es “la divina figura travesti de los pobres”. A veces tiene tetas y tocado. Otras, parece más bien un duende andrógino o un Jesús con collares y cintura ceñida. Buscada por partida doble: es de las más demandadas en las santerías y es también la protectora de los fuera de la ley, de los pungas y de aquellos que escapan de la pobreza o de la policía. La biografía de La Difunta Correa tampoco es estática sino una convivencia de versiones contradictorias. La leyenda dice que fue amante de un hombre reclutado a la fuerza hacia 1840, durante las guerras entre unitarios y federales. El murió y ella se escondió en el monte con un bebé, al que milagrosamente siguió amamantando después de muerta. Sólo en el punto de la divina leche hay consenso. Luego, La Difunta Correa, patrona de los camioneros, los viajeros y los fluidos corporales, es lo que cada uno quiera que sea. Pero siempre es representada como una figura que lleva al aire sus tremendos pechos. En síntesis, dice Marcella: “Como no parece que hayamos presentado suficientes ideas de liberación en María, la gente indecente se las inventa”.
Curas en cueros
En su niñez Marcella mamó en casa la épica religiosa que borra el goce y reescribe dolor: “El dormitorio de mi abuela era oscuro, iluminado con velas a la Virgen María, cuyo corazón estaba atravesado por siete espadas y, a su lado, la imagen crucificada de un Cristo que se desangraba. Leyendo historias de vidas de santos ensayaba de pequeña algunas formas de castigo corporal. En secreto evitaba ponerle azúcar al té, me privaba de mis juguetes y rechazaba ponerme un suéter por más frío que hiciera en la calle”.
“Una vez católico, siempre perv, se dice por ahí. Nada hay más parecido al hábito de una monja que un atuendo felino de goma”, escribía Julia Collings en la revista BDSM Skin Two llamando la atención, al igual que Marcella Althaus-Reid lo hizo en sus escritos, sobre los puntos de contacto entre sadomasoquismo e imaginería cristiana. Más que exclusión, entre religión y el BDSM Marcella vio connivencia. Y para eso cita como definición de fetichismo la acción de “ver en un objeto inanimado o una parte específica del cuerpo, fuera de los órganos sexuales, una fuente de satisfacción sexual. El fetiche, algo animado e inanimado al mismo tiempo”. Si el fetichismo es el reino de lo inanimado animado, el cristianismo también se ajusta a esa definición: es un contario de relatos de muertos vivientes, resurrecciones y objetos sagrados. El cuerpo flagelante, además, queda tironeado según la pauta religiosa de la época: como práctica sublimadora para acercarse a EL o como vicio. “Tomemos la historia de la concepción virginal –escribía Marcella–. No aparecen órganos sexuales en la narración, sino más bien la cosificación de órganos sexuales en el Espíritu Santo que descendió sobre María. Pero no sabemos sobre qué se produjo el descenso: ¿su vagina?, ¿su vientre?, ¿su corazón? Entre esto y que alguien se haga un traje de cuero o botas altas con cordones para hacer de ellos guardianes de sus deseos no hay conceptualmente mucha diferencia. La epistemología fetichista es la misma.” Pero vale la aclaración: “Aun con estos puntos en común, que tal vez expliquen por qué tanta gente de ferviente base cristiana se tiente alguna vez con la escena del cuero y el BDSM para conocer la pasión y el sufrimiento de Cristo, el deseo de azotes no es lo mismo que experimentar el látigo de Dios Padre. Hay demasiado para desarrollar sobre sexo y castigo en la teología dogmática que opera estrechamente vinculado a ideologías políticas de sumisión económica”.
Malaventuradas las mansas
Para el dogma, escribe Marcella en La teología indecente, las mujeres que quieran adorar a la Virgen tendrán que pasar por “una clitoridectomía espiritual, mutilar su sensualidad para identificarse con María y jamás cuestionar el orden político y social”. La paradoja: “Las mujeres pobres son raramente vírgenes. En Latinoamérica las jóvenes de mi generación alcanzamos la pubertad tras hacernos expertas en evitar a los hombres que se masturbaban y eyaculaban encima nuestro en el transporte público. Esquivando o padeciendo los ataques sexuales de los propios hombres cristianos de nuestras familias, ahí, muy cerca de la estampita de la Virgen, la tele y las flores de plástico. Indecentamiento de María: su virginidad es lo primero que debe descartarse. Sospecho que una de las razones por las que María no pueda ser representada vestida como una mujer común es que semejante imagen nos confrontaría con su historia sexual, y la de los que la rodean”.
Las travas, las ruteras, las vendedoras ambulantes, las empleadas domésticas parecen ser para Marcella sus descamisadas, interlocutoras ideales, porque fue “una de ellas, una mujer pobre, cruzando por calle del barro de noche al volver del trabajo. Y soy lo suficientemente indecente para reflexionar con honradez teológica sobre la pugna económica, las imágenes de Dios y el fluir de los deseos sexuales”. Se formó en el liberacionismo pero para ponerlo en cuestión: “Los curas del Tercer Mundo fueron perseguidos y asesinados en tiempos dictatoriales. Estaban a la vanguardia de la resistencia. Pero seguía siendo un movimiento de un Dios Machista. De los pobres, sí. Antiimperialista, también. Pero machista y homofóbico”. La inversión de roles, jerarquías sexuales e identidades era demasiado también para curas de la liberación: “Si los barriobajeros marchan en procesión llevando una estatua de la Virgen María, es una opción para los pobres. Cuando esos mismos se montan para un carnaval centrado en un Cristo reinona y una María Magdalena que le lame las heridas mientras le canta coplas de crítica política, ésa deja de ser una opción divina”. La realidad de las mujeres y la de la diversidad no estuvo en agenda de los teólogos. Tampoco en la de los de la liberación, que retrataban a los pobres “como en cualquier narración moralizante victoriana: asexuados y merecidamente pobres”. Y a las mujeres en particular a través del “discurso de ‘la pobre madre’, ‘pobre pero fuerte mujer cristiana’. Sin embargo, las mujeres pobres e ignorantes, como yo misma lo he sido, también abrigamos deseos”.
Marcella Althaus-Reid era una teóloga a favor del derecho al aborto: “La Iglesia Católica tiene un problema con la definición de la vida: tiene que ver con el feto, pero no con las mujeres que mueren en camillas de aborto. Tiene un concepto de vida extraña y selectiva. Es misógino. La mujer es el enemigo, es la tentación de caer. La Iglesia dice que el aborto no se discute porque Dios lo dijo. ¿Dios dijo qué cosa? Dios no dijo nada. El debate del aborto no le incumbe a la Iglesia, tiene que darse en la esfera de los derechos humanos. Siempre estoy en contra de aquellos discursos que hablan de cómo la mujer tiene más sensibilidad, se preocupa más por otras personas. Yo no lo hago. ¡Seré un desastre, no me preocupo por nadie!” Sí se preocupó por estudiar. Tres años de insistencia le llevó ser admitida en el principal seminario teológico liberacionista de Buenos Aires y una vez adentro “amenazaban con expulsarme a menos que conviniera en leer sólo sobre algunos temas, no para una licenciatura, sino para ser ‘una mejor maestra dominical’”.