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Cuando gobernaron los Dalai Lama: Un infierno en la tierra

 Quizás los que mejor describen en castellano – haciendo abstracción de sus incisos ideológicos – la realidad del Tibet y del Dalai Lama: Ser mujer: ¿Prueba de pecados en una vida anterior?

Clima cruel, sociedad despiadada

Tibet es uno de los lugares más remotos del planeta.

Está ubicado en una meseta en el corazón de Asia, separado del sur de Asia por los Himalayas, las más altas montañas del mundo.

Un sinnúmero de desfiladeros y seis cordilleras dividen la región en valles aislados.

Antes de la Revolución, China de 1949, no existía ni un solo camino en Tibet para vehículos de ruedas.

La única manera de viajar por los tortuosos y peligrosos caminos montañosos era en mula, a pie o en yak (animales de montaña que parecen vacas peludas).

El comercio, las comunicaciones y el gobierno central eran casi inexistentes.

En la mayor parte de Tibet no crecen árboles por el clima, la altura y porque hay poco oxígeno.

Casi nada crece en tal clima.

Era una dura lucha cultivar comestibles y encontrar leña.

En el momento de la revolución, la población de Tibet estaba muy dispersa.

Dos o tres millones de personas vivían en un territorio que tenía la mitad del tamaño de Estados Unidos: 3,9 millones de km cuadrados.

Las aldeas, monasterios y campamentos nómadas estaban separados por un arduo recorrido de varios días.

Los revolucionarios maoístas vieron «Tres grandes carencias» en el viejo Tibet: la falta de combustible, la falta de comunicaciones y la falta de gente.

Pero esas «Tres grandes carencias» no se debían a la situación física sino, principalmente, al sistema social.

Los maoístas decían que la causa de las «Tres grandes carencias» eran las «Tres abundancias»: «una abundancia de pobreza, una abundancia de opresión y una abundancia de temor a lo sobrenatural».

La sociedad de clases en el viejo Tibet

El viejo Tibet (de antes de las transformaciones revolucionarias que empezaron en 1949) era una sociedad feudal.

Existían dos principales clases: los siervos y los aristócratas propietarios de siervos.

Los tibetanos vivían como los siervos de la Edad Media en Europa, o los esclavos y los aparceros africanos en el Sur de Estados Unidos.

Los siervos cosechaban cebada en la dura tierra con arados y hoces de madera.

Criaban cabras, ovejas y yaks para obtener leche, queso y carne.

Los aristócratas y lamas de los monasterios era dueños de los siervos, la tierra y la mayoría del ganado.

Obligaban a los siervos a darles la mayor parte de los cereales y los sometían a muchas clases de trabajo forzado (llamado ulag).

Los siervos, tanto hombres como mujeres, participaban en el trabajo más duro y en el ulag.

Los pueblos nómadas de la árida zona occidental también eran propiedad de la nobleza.

El hermano mayor del Dalai Lama, Tubten Jigme Norbu, afirma que en el orden social lamaísta «no hay un sistema de clases y la movilidad entre las clases hace imposible el prejuicio clasista».

Pero la mera existencia de esa orden religiosa se basaba en un sistema de clases rígido y cruel.

A los siervos los trataban como «inferiores» odiados, tal como los esclavistas trataban a los afrodescendientes en el Sur de Estados Unidos.

No podían usar los mismos asientos, palabras ni utensilios de cocina que sus dueños.

Los castigaban con latigazos si tocaban alguna cosa del propietario.

Los dueños y los siervos estaban tan alejados el uno del otro que en muchas partes hablaban distintos idiomas.

Cuando un noble iba a montarse en un caballo, un siervo debía ponerse de manos y rodillas y servirle de escalón.

El experto en Tibet A. Tom Grunfeld relata que una hija de la clase dominante hacía que sus siervos la alzaran para subir y bajar las escaleras por pura indolencia.

Los dueños cruzaban los riachuelos montados en la espalda de sus siervos.

La única posición peor que la de un siervo en Tibet era la de un esclavo, que ni siquiera tenía el derecho de cultivar una parcela.

A los esclavos los golpeaban, no les daban comida y los mataban de trabajo.

Un señor podía esclavizar a un siervo a gusto.

En la capital Lhasa, compraban y vendían niños.

Un 5% de la población eran esclavos y por lo menos otro 10% eran monjes pobres, que en realidad eran «esclavos en hábitos».

El sistema lamaísta bloqueaba toda tentativa de huir.

Los siervos que habían escapado no podían cultivar en las grandes tierras baldías del campo.

Unos siervos emancipados le explicaron a la escritora Anna Louise Strong que antes de la liberación «no se podía vivir en Tibet sin amo. Cualquier persona podía agarrar como criminal a quien no tenía dueño».

Ser mujer: ¿Prueba de pecados en una vida anterior?

El Dalai Lama escribió: «En Tibet no había discriminación contra la mujer».

Su biógrafo oficial, Roger Hicks, dice que la mujer vivía contenta con su posición social y «ejercía influencia en su marido».

Pero en Tibet, pensaban que ser mujer era castigo por el comportamiento «impío» (pecaminoso) durante una vida anterior.

La palabra «mujer», kimen, significaba «nacido inferior».
Las mujeres tenían que rezar: «Que abandone este cuerpo femenino y renazca como varón».

La superstición lamaísta asociaba a la mujer con el mal y el pecado.

Se decía que «de diez mujeres nueve son diablas».

Consideraban que cualquier cosa que tocaba una mujer se dañaba, así que les imponían toda clase de tabúes, por ejemplo, tocar las medicinas.

La escritoria Han Suyin escribío: «No permitían a ninguna mujer tocar las pertenencias de un lama, ni podía erigir una pared, o ‘la pared se caerá. Una viuda era despreciable, y era una diabla. No permitían a las mujeres tocar el hierro ni usar instrumentos de hierro. La religión les impedía levantar sus ojos más allá de la rodilla de un hombre, de la misma manera que los siervos y esclavos no podían levantar los ojos al nivel de la cara de la nobleza o los grandes lamas».

Los monjes de la principal secta budista tibetana rechazaban las relaciones íntimas (e incluso el contacto) con las mujeres, para alcanzar la santidad. Antes de la revolución, ninguna mujer había entrado a la mayoría de los principales monasterios o palacios del Dalai Lama.

Era común quemar a las mujeres por ser «brujas», a menudo porque practicaban la medicina tradicional o los rituales de la religión tradicional prebudista (conocida como bon).

Dar a luz a gemelos era prueba de que una mujer había copulado con un espíritu malo y en las zonas rurales era común quemar a la madre y los gemelos recién nacidos.

Como en otras sociedades feudales, a las mujeres de las clases altas las vendían en matrimonios arreglados.

El esposo podía, según la costumbre, cortar la punta de la nariz de su esposa si descubría que se había acostado con otro hombre.

Otras costumbres patriarcales eran la poligamia (en que un hombre adinerado podía tener muchas esposas) y, entre la nobleza con poca tierra, la poliandria (en que una mujer tenía que ser la esposa de varios hermanos a la vez).

Para las clases de abajo, la vida familiar era semejante a la esclavitud en el Sur».

Los siervos no podían casarse ni salir de una finca sin el permiso del amo.

Además, los amos trasladaban a los siervos de una finca a otra a su gusto, separando familias para siempre.

La violación de las siervas era una práctica común: bajo el sistema ulag, un amo podía solicitar «esposas provisionales».

Los tres amos

El pueblo tibetano llamaba a sus gobernantes los «Tres grandes amos» porque la clase dominante de propietarios de siervos estaba organizada en tres instituciones: los monasterios de los lamas poseían el 37% de las tierras cultivables y de pastoreo; la nobleza secular poseía otro 25%; y el 38% que quedaba le pertenecía a los funcionarios del gobierno nombrados por los altos asesores del dios-rey, el Dalai Lama.

Alrededor del 2% de la población lo formaba la clase alta, y el 3% eran sus agentes, capataces, administradores de sus fincas y comandantes de sus ejércitos privados.

Los gerba, una élite pequeñísima de 299 familias, estaban en la cima del sistema.

Han Suyin escribió: «Solo 626 personas poseían el 93% de las tierras y de la riqueza nacional y el 70% de los yaks en Tibet.
Entre ellos estaban los 333 cabezas de monasterios y autoridades religiosas, y las 287 autoridades seculares (contando la nobleza del ejército) y seis ministros del gabinete».

Los comerciantes y artesanos también pertenecían a un propietario.

Una cuarta parte de la población de Lhasa sobrevivía pidiendo limosna a los peregrinos religiosos.

No había industria moderna ni clase trabajadora.

Tenían que importar hasta los cerillos y los clavos.

Antes de la revolución, nadie recibía salario por su trabajo.

El núcleo de este sistema era la explotación.

Los siervos trabajaban 16 ó 18 horas al día para enriquecer a su dueño y se quedaban con solo un cuarto de lo que cultivaban.

A. Tom Grunfeld escribió: «Las fincas eran muy lucrativas. Un antiguo aristócrata dijo que una ‘pequeña’ finca típica tenía miles de ovejas, mil yaks, un número no determinado de nómadas y 200 siervos agrícolas. La producción anual constaba de más de 36.000 kg de cereales, más de 1800 kg de lana y casi 500 kg de mantequilla…. Los funcionarios del gobierno tenían ‘poderes sin límite de exacción’ y podían acumular una fortuna con sobornos para no meter a la cárcel o multar…. Además podían extraer dinero de los campesinos más allá de los impuestos oficiales».

Los propietarios de siervos eran parásitos.

Un observador, Sir Charles Bell, describió a un funcionario típico: pasaba una hora al día cumpliendo sus deberes oficiales.

En sus fiestas, la clase alta pasaba día tras día comiendo, en el juego y la holgazanería.

Los lamas aristócratas nunca trabajaban.

Pasaban los días cantando, memorizando el dogma religioso y en la indolencia.

Los monasterios: plazas fuertes del feudalismo

Los defensores del viejo Tibet pintan al budismo lamaísta como la esencia de la cultura del pueblo tibetano.

Pero en realidad era la ideología de un sistema social opresivo específico.

La religión lamaísta en sí tenía exactamente la misma edad que la sociedad feudal.

El primer rey tibetano, Songsten-gampo, estableció un sistema feudal unificado en Tibet alrededor del año 650 d.C. y se casó con princesas de China y Nepal para aprender de ellas las prácticas feudales de fuera de Tibet.

Esas princesas llevaron el budismo tantrista a Tibet, donde se unió con las antiguas creencias animistas y creó una nueva religión, el lamaísmo.

Durante el siguiente siglo y medio, la clase dominante le impuso la nueva religión al pueblo a la fuerza.

El rey Trosong Detsen decretó: «Al que muestre su dedo a un monje se le cortará el dedo; al que hable mal de los monjes o de la política budista del rey se le cortarán los labios; al que los mire con recelo se le sacará el ojo…». (Grunfeld, p.33)

Entre el siglo 15 y el siglo 17, ocurrió un reajuste sangriento del poder.

Los abades de los mayores monasterios consolidaron su Poder.
Como por desprecio a la mujer practicaban el celibato, no podían basar su sistema político en la sucesión hereditaria de padre a hijo y crearon una nueva doctrina para su religión: anunciaron que podían identificar a los recién nacidos que eran reencarnaciones de los lamas gobernantes que habían muerto.

Declararon que centenares de altos lamas eran «budas vivientes», quienes supuestamente habían gobernado durante siglos, cambiando de cuerpo de vez en cuando.

Decían que el símbolo central de este sistema, el Dalai Lama, era el Buda tibetano Chenrezig, quien había reaparecido en 14 cuerpos en el curso de los siglos.

De hecho, solo tres de los 14 Dalai Lama gobernaron.

Entre 1751 y 1950, el 77% del tiempo no hubo un Dalai Lama adulto en el trono.

Los abades más poderosos gobernaban como asesores «regentes» que enseñaban, manipulaban y hasta asesinaban a los Dalai Lama cuando eran niños.

Los monasterios no eran paraísos sagrados de compasión, como dicen sus defensores hoy.

Eran oscuras fortalezas de explotación feudal, pueblos armados de monjes con almacenes militares y ejércitos privados.

Los peregrinos iban a los santuarios para suplicar una vida mejor, pero la principal actividad de los monasterios era robar a los campesinos vecinos.

Los monjes cultivaban muy poca comida; alimentarlos era una gran carga para el pueblo.

En los mayores monasterios vivían miles de monjes.

Cada monasterio «padre» creaba docenas (y hasta centenares) de pequeñas plazas fuertes esparcidas por los valles.

Por ejemplo, el gran monasterio de Drepung (con 7000 monjes) era propietario de 40.000 personas en 185 fincas con 300 prados de pastoreo.

Los monasterios también imponían un sinnúmero de impuestos religiosos para robar al pueblo: impuestos por cortarse el pelo, impuestos por poner nuevas ventanas y umbrales, impuestos por niños recién nacidos o terneros, impuestos por niños nacidos con dobles párpados…y así sucesivamente.

Una cuarta parte del ingreso de Drepung provenía de intereses del dinero prestado a los campesinos.

Además, los monasterios exigían que los campesinos les entregaran muchos varones para servir como niños-monjes.

Las relaciones de clase de Tibet se reproducían dentro de los monasterios: la mayoría de los monjes eran esclavos y siervos de los altos abades y vivían medio hambrientos, trabajando como peones y rezando; los golpeaban rutinariamente.

Los altos monjes podían obligar a los monjes pobres a tomar sus exámenes religiosos o a ofrecerles servicios sexuales. (En las sectas más poderosas, consideraban la homosexualidad como una prueba de haber mantenido la debida distancia sagrada de la mujer.)

Un pequeño porcentaje del clero eran monjas.

Después de la liberación, Anna Louise Strong le preguntó a un joven monje, Lobsang Telé, si la vida en el monasterio seguía las enseñanzas budistas de la compasión.

El joven lama respondió que en las salas de la Escritura había oído hablar mucho de la bondad hacia todas las criaturas del mundo, pero que a él lo habían azotado por lo menos mil veces. «Si un lama de la clase alta se abstiene de pegarnos», le dijo a Strong, «eso ya es bueno. Nunca vi a uno de ellos darle comida a un lama pobre que tenía hambre. A los laicos creyentes los trataban igual o peor».

Hoy le dicen al mundo que el Dalai Lama es un hombre sagrado a quien no le interesan las cosas materiales.

La verdad es que fue el mayor dueño de siervos de Tibet.

Conforme a la ley, era dueño de todo el país y sus habitantes.

En la práctica, su familia controlaba 27 fincas, 36 prados, 6170 siervos de campo y 102 esclavos domésticos.

Cuando se mudaba de palacio a palacio, el Dalai Lama iba sentado en un trono cargado por decenas de esclavos.

Sus tropas lo acompañaban cantando la canción “It’s a Long Way To Tipperary” (una canción que aprendieron de sus maestros imperialistas de la Gran Bretaña).

A lo largo del camino, los guardaespaldas del Dalai Lama, cada uno de cuales medía más de dos metros, llevaba hombreras protectoras, la cara pintada de negro y largos látigos, azotaban a todos los que se encontraran de por medio.

Eso se describe en la autobiografía del Dalai Lama.

Cuando huyó la primera vez a la India en 1950, el Dalai Lama y sus asesores huyeron con cientos de mulas cargadas de barras de oro para vivir confortablemente en el exilio.

La segunda vez que huyó en 1959, Pekín informó que su familia dejó mucho oro y plata, junto con 20.331 joyas y 14.676 prendas de vestir.

Gran miseria, corta vida

El pueblo vivía con constante frío y hambre.

Los siervos debían recoger leña para sus amos, mientras que en su choza se calentaban apenas con fogatas que hacían del estiércol del yak para cocinar.

Antes de la liberación no había electricidad en Tibet; solo contaban con la luz mortecina de las lámparas con aceite animal.

Muchos siervos se enfermaban a causa de desnutrición.

El plato tradicional es un potaje hecho de té, mantequilla de yak y harina de cebada que se llama tsampa.

Los siervos casi nunca probaban carne.

Una investigación de 1940 encontró que en el este de Tibet el 38% de los hogares nunca tenían té; solo tomaban una bebida de hierbas que encontraban o «té blanco» (agua caliente).

En ocasiones, el 75% de las familias se veían obligadas a comer pasto; la mitad de la población no tenía para comprar mantequilla, que era la principal fuente de proteínas.

Mientras tanto, en el antiguo Monasterio Jokhan, quemaban como ofrecimiento religioso cuatro toneladas de mantequilla de yak por día.

Se calcula que un tercio de la mantequilla del país la quemaban en 3000 templos, sin contar los altares de las viviendas particulares.

En el viejo Tibet, la gente no sabía nada de higiene, sanidad, ni que los microbios causan enfermedades.
La gente común y corriente no tenía baños, alcantarillado ni retretes.
Los lamas enseñaban que las enfermedades y la muerte se debían a la «impiedad» pecadora; decían que la única manera de prevenir las enfermedades era rezar, obedecer, pagar dinero a los monjes y tragarse rollos de escritura.

Las antiguas supersticiones, las costumbres feudales y el bajo nivel de las fuerzas productivas causaban mucho sufrimiento y enfermedades.

La mayoría de los recién nacidos morían antes de cumplir un año.

Incluso la mayoría de los Dalai Lama moría antes de llegar a los 18 años de edad, cuando debían ser coronados.

La viruela afectaba a una tercera parte de la población.

Una epidemia de viruela en 1925 mató a 7000 personas en Lhasa; no se sabe cuántos murieron en el campo.

La lepra, la tuberculosis, el bocio, el tétano, la ceguera y las úlceras eran muy comunes.

Las feudales costumbres sexuales difundían enfermedades venéreas (incluso en los monasterios), que antes de la revolución infectaban al 90% de la población y causaban esterilidad y muerte.

Después, bajo la dirección de Mao Tsetung, la revolución disminuyó las enfermedades, pero para ello se necesitó una intensa lucha de clase contra los lamas y sus supersticiones religiosas.

Los monjes se opusieron a los antibióticos y a las campañas de salud pública.

¡Decían que era pecado matar a los piojos o a los microbios!

También criticaron al Ejército Popular de Liberación por eliminar a los perros rabiosos que aterrorizaban a la población.

¡Hasta la fecha, una de las «acusaciones» contra la revolución maoísta es que «mata perros»!

La violencia de los lamas

En el viejo Tibet, las clases altas predicaban la mística idea budista de no cometer violencia.

Pero al igual que todas las clases dominantes de la historia, ellas cometían violencia reaccionaria para mantenerse en el Poder.

El sistema de gobierno de los lamas se forjó en medio de ríos de sangre.

Se dice que los lamas asesinaron al último rey de Tibet, Lang Darma, en el siglo 10.

Después siguieron siglos de guerras civiles con masacres de monasterios enteros.

En el siglo 20, el decimotercer Dalai Lama pidió a los imperialistas británicos que modernizaran su ejército; también les ofreció soldados para luchar en la I Guerra Mundial.

Esos hechos bastan para comprobar que la doctrina lamaísta de «compasión» y «no violencia» no es más que hipocresía.

La antigua clase dominante niega que hubiera lucha de clases en el viejo Tibet.

Un informe típico dice: «Antes de 1950, nunca hubo hambruna y las injusticias sociales nunca llevaron a un levantamiento popular». [De «An Historical Overview», un ensayo de la colección The Anguish of Tibet, escrito por Gyaltsen Gyaltag, un representante del Dalai Lama en Europa.]

Es cierto que hay muy poco escrito sobre la lucha de clases, pero eso se debe a que los lamas impedían que se escribiera la historia y solo permitían registrar desacuerdos sobre el dogma religioso.

Pero las montañas de Tibet estaban llenas de bandidos y cada finca tenía su propio ejército.

Eso demuestra que una constante lucha, a veces abierta, a veces clandestina, caracterizaba la sociedad de Tibet y sus relaciones de Poder.

Los historiadores revolucionarios han documentado levantamientos campesinos en 1908, 1918, 1931 y en los años 40.

Durante el levantamiento de 1918, se levantaron 150 familias del condado Thridug, al norte, dirigidas por una mujer y bajo la consigna: «¡Abajo los funcionarios! ¡Abolir el trabajo forzado ulag!»

La violencia diaria del antiguo Tibet se dirigía contra las masas populares.

Cada propietario castigaba a «sus» siervos y organizaba grupos armados para proteger su poder.

Escuadrones de monjes llamados «barras de hierro» golpeaban al pueblo con fierros.

«Salirse de su puesto» era un crimen, por ejemplo, pescar o cazar borregos salvajes, que los lamas consideraban «sagrados».

También era criminal pedirle ayuda a otra autoridad contra una injusticia del dueño de uno.

Cuando los siervos se escapaban, los grupos armados del dueño los perseguían.

Cada finca tenía su propio calabozo y cámara de tortura.

Les metían pimienta en los ojos y clavos debajo de las uñas.

A veces les ponían cadenas cortas en las piernas y los soltaban para que anduvieran cojeando el resto de la vida.

Grunfeld escribe: «Las creencias budistas no permiten matar. Pero si golpeaban a alguien a punto de matarlo y luego lo soltaban para que muriera en otra parte, podían decir que su muerte fue decisión divina. Otros métodos salvajes de castigo eran cortar las manos; sacar los ojos con fierros calientes; colgar de los pulgares; lisiar; meter en un saco y tirar al río».

Como muestra de su poder, por tradición, los lamas usaban restos de cuerpos humanos en sus ceremonias: flautas hechas del fémur, hueso del muslo, cuencos hechos de la parte superior del cráneo, tambores de piel, etc.

Después de la revolución, en el palacio del Dalai Lama se encontró un rosario hecho de 108 cráneos.

Después de la liberación, por todo el Tibet los siervos informaron que los lamas hacían sacrificios humanos; por ejemplo, enterraban vivos a niños donde iban a construir un monasterio.

Contaron que en 1948 sacrificaron a por lo menos 21 personas con la esperanza de impedir la victoria de la revolución maoísta.

Justifican la opresión con el dogma del karma

La creencia principal del lamaísmo es la reencarnación y el karma.

Según el karma, cada ser recibe una vida merecida; la buena conducta crea un buen karma, que lleva a mejorar el status social en la próxima vida.

La mala conducta crea mal karma y en la próxima vida uno puede ser un insecto.

Pero en Tibet, la creencia en la reencarnación tenía terribles consecuencias.

Los que creen que el misticismo de Tibet es interesante, necesitan ver la función social que tenían esas creencias dentro de Tibet; el budismo lamaísta se creó, se implantó y se perpetuó para imponer una extrema opresión feudal.

Los lamaístas de hoy cuentan la historia de un antiguo rey que intentó cerrar la brecha entre los ricos y los pobres pero no pudo.

Le preguntó a un sabio religioso por qué no podía.

«Se dice que el sabio le explicó que la brecha entre los ricos y los pobres no se puede cerrar a la fuerza, porque las condiciones de la vida actual son siempre las consecuencias de las acciones de la vida anterior y, por lo tanto, no es posible cambiar el curso de la vida por la fuerza de la voluntad».

Grunfeld escribe: «Desde un punto de vista puramente secular, esta doctrina debe considerarse una de las formas más ingeniosas y nocivas de control social que se haya inventado. Para el tibetano común y corriente, aceptar esa doctrina significaba aceptar la idea de que es imposible cambiar su destino. Si uno nacía esclavo, según la doctrina del karma no era culpa del esclavista sino su propia culpa por haber cometido delitos en una vida anterior. A su vez, la vida privilegiada del esclavista era la recompensa que este recibía por lo que hizo en una vida anterior. Así pues, el que intentara romper las cadenas de su presión se condenaba a sí mismo a una vida futura peor de la que ya padecía. Evidentemente, no son ideas que llevan a la revolución…».

Los abades-lamas feudales de Tibet enseñaban que el lama principal es un ser divino, una combinación de Buda – rey, cuyo gobierno y sistema lo dicta la ley natural del universo.

Esos mitos y supersticiones enseñan que no puede haber cambios sociales, que el sufrimiento se justifica y que para no sufrir más uno tiene que tolerar el sufrimiento en esta vida y que la recompensa la tendrá en su próxima existencia.

Eso es casi lo mismo que enseñaba la iglesia católica en la Europa medieval para defender un sistema feudal similar.

Así como en la Europa medieval, los feudalistas de Tibet luchaban para suprimir todo lo que pudiera socavar su cerrado sistema.

Todos los observadores están de acuerdo en que antes de la revolución maoísta en Tibet no había periódicos, revistas, libros, radios ni escritos de ninguna clase que no fueran religiosos.

Las masas creaban folclor, pero el lenguaje escrito se reservaba para el dogma y las disputas de la religión.

El único periódico en el idioma de Tibet lo publicaba en Kalimpong un cristiano, y la única fuente de noticias del extranjero eran los viajeros y unos pocos radios de onda corta pertenecientes a miembros de la clase alta.

Las masas y probablemente a la mayoría de los monjes los mantenían analfabetos.

La educación, las noticias de afuera y la experimentación se consideraban sospechosas y malvadas.

Los defensores del lamaísmo nos quisieran hacer creer que esa religión era la esencia de la cultura (y de la existencia) del pueblo tibetano.

No es así.

Como todas las cosas de la sociedad y la naturaleza, el budismo lamaísta tuvo un comienzo y tendrá un fin.

Antes del lamaísmo había cultura e ideología en Tibet.

Esa cultura e ideología feudales surgieron con la explotación feudal.

Era inevitable que la cultura lamaísta terminara junto con esas relaciones feudales.

De hecho, cuando llegó la revolución maoísta en 1950, el sistema ya se estaba pudriendo.

Incluso el Dalai Lama admite que la población estaba en descenso.

Hace mil años, cuando se introdujo el budismo, se calcula que Tibet tenía unos 10 millones de habitantes; para cuando llegó la revolución maoísta solo quedaban unos dos o tres millones.

Los maoístas calculan que la disminución se estaba acelerando, de modo que en los últimos 150 años la población se redujo a la mitad.

La superexplotación del sistema lamaísta agobiaba al pueblo.

Lo obligaba a mantener a un enorme clero parasítico de 200.000 personas que no producían nada y absorbían el 20% o más de los hombres.

El sistema impedía el desarrollo de las fuerzas productivas: no permitía usar arados de hierro, excavar carbón para combustible, pescar, cazar ni hacer innovaciones médicas o sanitarias de ningún tipo.

El hambre, la esterilidad por enfermedades venéreas y la poliandria bajaban los nacimientos.

El velo místico del lamaísmo no puede ocultar que la vieja sociedad tibetana era una dictadura feudal.

No tenía nada de romántico ni de espiritual.

¡Los siervos y esclavos necesitaban una revolución!

Fuentes:

The Anguish of Tibet, ed. Petra Kelly, Gert Bastian y Pat Aeillo, Parallax Pres, Berkeley, 1991. Una colección de ensayos a favor del lamaísmo. Avedon, John F. «In Exile from the Land of Snows», en The Anguish of Tibet. Avedon, autor y periodista de la revista Newsweek, es un apologista destacado del lamaísmo. Dalai Lama, Freedom in Exile–The Autobiography of the Dalai Lama, Harper Collins, 1990. Grunfeld, A. Tom, The Making of Modern Tibet, Zed Books, 1987. Grunfeld, A. Tom, «Tibet: Myths and Realities», New China, otoño de 1975. Gyaltag, Gyaltsen, «An Historical Overview», en ensayo publicado en The Anguish of Tibet. Gyaltsen Gyaltag es un representante del Dalai Lama en Europa. Han Suyin: Lhasa, the Open City–A Journey to Tibet, Putnam, 1977. Hicks, Roger, Hidden Tibet–The Land and its People, Element Books, Dorset, 1988. China Reconstructs, «Tibet–From Serfdom to Socialism», marzo de 1976. Pekín Informa, «Tibet’s Big Leap–No Return to the Old System», 4 julio 1975.Obrero Revolucionario. 15 de febrero de 1998 Extractado por La Haine

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