¡Supongo que los creyentes en las propiedades religiosas de esta semana conmemoran devotamente el milagro del Domingo de Gloria -antes, sábado-, en que Jesús resucitó. Este año, ateos, agnósticos, religiosos y turistas hemos de regocijarnos porque una instancia absolutamente laica ha producido el milagro de Resurrección Galera. Como saben, el Tribunal Constitucional ha dictaminado -diez años después: una burrada- que el obispado de Almería no tenía razón cuando, a la susodicha profesora de religión, le comunicó que no sería propuesta para seguir ejerciendo su labor debido a que la docente estaba casada con un divorciado.
Ya sé, es un prodigio tardío, de recorrido exasperante. Es un largo calvario el que ha conducido a esta admirable mujer -la he escuchado por la radio: transmite buena onda-, a su familia y a quienes la han apoyado hasta este acto de justicia que a lo que parece sienta jurisprudencia. No solo eso: pone en su sitio a esa jerarquía religiosa que no deja de inmiscuirse en la vida privada de los ciudadanos de este país, protegidos -o así debería ser-, por encima de todo, por los derechos constitucionales. Por encima de quienes afirman hablar en nombre de Dios.
Ignoro si este toque de atención será tenido en cuenta por aquellos jeques del catolicismo que aplican sus tejemanejes temporales y sus prejuicios morales a la enseñanza, vetando a los profesionales contratados y pagados por el Estado. Me temo que no, porque sobre sus cabezas, a imitación del palio con que la Iglesia oficial amparó siempre a Franco, se tiende una tela rancia y caduca llamada Concordato.
Sin embargo, un milagro laico es un milagro laico, y no seré yo quien le agüe la celebración a nadie. Ya ven que ni siquiera he aludido a los casos de consentimiento de la pederastia ejercida por muchos clérigos en las aulas.