El artículo 7.1.j) del Estatuto de la Corte Penal Internacional reconoce el “crimen de apartheid» como crimen contra la humanidad.
Y, así, el subsiguiente apartado 2.h) del mismo artículo define:
«Por «el crimen de apartheid» se entenderán los actos inhumanos de carácter similar a los mencionados en el párrafo 1 cometidos en el contexto de un régimen institucionalizado de opresión y dominación sistemáticas de un grupo racial sobre uno o más grupos raciales y con la intención de mantener ese régimen;«
Es decir, la figura penal internacional limita el reconocimiento del crimen de lesa humanidad de apartheid a los actos inhumanos «en el contexto de un régimen institucionalizado de opresión y dominación» de un grupo humano sobre otro, pero exclusivamente con carácter «racial».
Al parecer si los actos inhumanos «en el contexto de un régimen institucionalizado de opresión y dominación» resultan ser de un grupo político sobre el resto (el trágico ejemplo de los Jemeres Rojos en Camboya) o de un grupo étnico-religioso sobre otro (el trágico ejemplo de los Rohingya en Birmania) les hacemos un «dos por uno» a los responsables: sancionamos los concretos actos de persecución o los asesinatos como mejor podamos, pero la situación creada, e intencionadamente mantenida, del régimen de opresión en si y segregación de un grupo humano sobre otro, no.
No digamos en el caso de actos inhumanos «en el contexto de un régimen institucionalizado de opresión y dominación» de un grupo nacional sobre otro grupo nacional, como el caso de Palestina, denunciado hasta por el Relator Especial de Naciones Unidas John Dugard como presunta forma de «apartheid» no racial.
Mucho menos digamos de la situación de millones de mujeres en todo el mundo que, a día de hoy, están siendo sometidas a una situación que decir que «presenta similitudes» con el crimen de apartheid, en este caso en razón de género, es quedarse demasiado corto. Y lamentablemente todavía está por decir jurídico-institucionalmente.
Hablamos de millones de mujeres reducidas todavía hoy de forma institucionalizada (sea dicha institucionalización expresa, jurídicamente articulada, o aquiesciente, ambas suponen responsabilidad internacional) a una condición de esclavitud de facto («Nadie estará sometido a esclavitud. La esclavitud y la trata de esclavos estarán prohibidas en todas sus formas», artículo 8.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles, PIDC, de 1966), incluidas formas aberrantes de compra-venta y de esclavitud sexual cotidianas en razón de su sexo ( «El matrimonio no podrá celebrarse sin el libre y pleno consentimiento de los contrayentes.», artículo 23.3 del PIDC) y hasta sometidas a formas más aberrantes todavía de mutilación (ablación) de forma generalizada o sistemática de forma ampliamente consentida.
Sistemáticamente privadas por si mismas no solo de su capacidad de obrar, sino hasta de su misma capacidad jurídica como seres humanos sin la «complementación» de su voluntad por parte de un hombre («Todas las personas son iguales ante la ley y tienen derecho sin discriminación a igual protección de la ley. A este respecto, la ley prohibirá toda discriminación y garantizará a todas las personas protección igual y efectiva contra cualquier discriminación por motivos de raza, color, sexo, (…)» Artículo 26 PIDC). Sistemáticamente privadas de su derecho a voto y de tener acceso en condiciones de igualdad a las funciones públicas únicamente en razón de su sexo («Todos los ciudadanos gozarán, sin ninguna de las distinciones mencionadas en el artículo 2, y sin restricciones indebidas, de los siguientes derechos y oportunidades: (…) b) Votar y ser elegidos en elecciones periódicas, auténticas, realizadas por sufragio universal e igual y por voto secreto que garantice la libre expresión de la voluntad de los electores; c) Tener acceso, en condiciones generales de igualdad, a las funciones públicas de su país» artículo 25 PIDC). Sistemáticamente privadas, en definitiva, de su derecho a la educación, a la libertad de conciencia y creencias, de expresar públicamente su opinión sin sufrir represalias por ello, de asociación para la defensa de estos u otros derechos humanos, etc, etc.
La realidad es que la situación de millones de mujeres en el mundo presenta innegables elementos de «crimen contra la humanidad de apartheid».
Aquí no tendremos ningún gran muro estático que separe a este grupo humano de los demás, como en Palestina, o en algún gueto de la Sudáfrica o Namibia del momento, porque en esas sociedades estas auténticas víctimas de crímenes contra la humanidad (que es lo que son) su propio muro de separación y de exclusión del resto de la sociedad (y hasta del resto del planeta Tierra, y de la misma historia como si la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 no hubiese existido), estas mujeres lo llevan personalizado sobre sí: su propia jaula portátil, su propio burka… Un muro igual de efectivo y estigmatizador como cualquier otro que se pueda imaginar.
Por eso la realidad es que tenemos un problema con el delito de lesa humanidad de apartheid cercenado desde su génesis, y no precisamente por ninguna razón o lógica jurídico-penal, sino, más bien, un poco por quedar demasiado anclada la figura al comprensible caso del apartheid racial que lo visibilizó históricamente y le dió carta de naturaleza (a veces cuesta un tiempo terminar de desarrollar una figura penal internacional tan nueva en toda su dimensión y no olvidemos su cuño, en el 73, muy posterior a las ya de por si novedosas y recientes figuras penales de Núremberg), y un mucho porque – para qué nos vamos a engañar -, un delito de apartheid abierto con normalidad también a la opresión de un grupo sobre otro en clave nacional o de género, por muy legítimo y similar que resulte, iba a incomodar por igual a determinados Éstados islámicos tanto como al propio Estado de Israel, y eso sumado ya es demasiado incomodar.
Mucho más si se señalan ambas formas de apartheid delante de los ojos.
Porque acaso sería más conveniente denunciar sólo el presunto apartheid nacional palestino por parte de Israel, granjeándose los apoyos de unos, o denunciar sólo el presunto apartheid de género en no pocos países islámicos contra millones de mujeres, ganándose la «simpatía» de los otros. Para lo cual basta con «traspapelar», «despistarnos» un poco de nuestro «apartheid favorito»… y de todas sus víctimas atrapadas en el claro. A discreción. Al gusto – sobrecogedor – de cada cual.
Nada nuevo, en realidad, algo que veo todos los días y sin necesidad de salir de nuestro país, cuando veo que los crímenes de lesa humanidad de Franco por supuesto que se condenan desde determinados sectores… pero que, en cambio, callan cuando se trata de condenar los crímenes de lesa humanidad de la Izquierda abertzale y su brazo armado ETA, no… Muy buena «foto» de la dimensión real del compromiso con los derechos humanos esa: cuando toca mirar de frente los crímenes contra la humanidad del genocida favorito de cada cual (del que lo tenga, más gente de la que parece, ay) y no se es capaz.
Sea como fuere, y visto que ni Israel, ni determinados Estados más islamistas van a consentir fácilmente eso de que se promueva la reforma del crimen de lesa humanidad de apartheid ni las pertinentes investigaciones penales internacionales al respecto (lo siento por los «fans» que tengan uno u otro apartheid como su «favorito», pero solo el suyo y excluyendo el del contrario), habrá de buscarse otra vía jurídica para ello si pretendemos no abandonar a todos esos millones de seres humanos a su suerte.
Porque la tozuda realidad es que, en ambos casos, los claros indicios racionales existentes de una tal régimen de opresión deberían llevar, cuando menos, a una investigación penal en toda regla: estamos hablando de millones de seres humanos, no de cromos.
Y esa vía tendrá que ser la única restante, la del artículo 7.1.k del mismo Estatuto de Roma, – el siempre olvidado e inaplicado artículo. 7.1.k – que en este caso podría ofrecernos un buen encaje.
Y así, junto a las diez formas anteriores de lesa humanidad, letras a) a la j) del Estatuto de Roma condena el undécimo crimen de lesa humanidad reconocido por la comunidad internacional:
«k)Otros actos inhumanos de carácter similar que causen intencionalmente grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la integridad física o la salud mental o física.»
No estamos hablando de aplicación extensiva ya que precisamente de «otros actos inhumanos de carácter similar» a los anteriores, lo exactamente tipificado, es de lo que hablamos. En particular de «actos muy similares», idénticos, a los ya referidos actos inhumanos perpetrados «en el contexto de un régimen institucionalizado de opresión y dominación» del apartheid, es de lo que estamos hablando, sólo que contra todo un grupo humano acotado en razón de género, de su sexo, en vez de en razón de su raza.
Y esa misma tozuda realidad es que convivimos, compartimos planeta, con una monstruosidad que, si no nos toca, es simplemente por una mera cuestión de azar geográfico, probabilístico.
Tan aleatorio todo que si alguna de las mujeres que leerá este artículo hubiese nacido allí, en vez de aquí, esa hubiese sido la vida de pesadilla que hubiese llevado mientras, desde aquí, otros hombres y mujeres hubiesen mirado hacia otro lado ante este auténtico vestigio de la esclavitud de toda la vida, seguida contra todo un colectivo humano claramente identificado.
Y, evidentemente, otras muchas cosas serán igualmente inaceptables aquí, no se trata de dar nada por perfecto, y ni tan siquiera por suficiente.
Y ello no tiene nada que ver. Un crimen de lesa humanidad sigue siéndolo mientras se den los requisitos, por mucho que en otro lugar existan, también, crímenes de Derecho penal ordinario, o existan, también otras graves violaciones de Derechos Constitucionales. Son distintos espacios de vulneración, con distinta escala de intensidad (crimen de lesa humanidad, crimen ordinario de derecho penal ordinario, vulneración de derechos fundamentales) tristemente coexistentes.
Pero lo que se está haciendo con todos esos millones de mujeres en pleno siglo XXI es una monstruosidad, con todas las letras.
Y lo es independientemente de que se haga en nombre del Corán, de la Biblia, del Talmud, o de la guía telefónica e independientemente de a quien le caiga mejor, o peor el asunto en cuestión. Porque son estupendas las creencias de cualquiera, pero solo hasta el momento antes de que supongan un crimen atroz contra otros millones de seres humanos inocentes. Suficiente barbarie ya contra todos estas personas, y no sólo allí al parecer.
Miguel Ángel Rodríguez Arias. Experto en Derecho penal internacional. Autor de las primeras investigaciones jurídicas sobre las desapariciones forzadas infantiles y de adultos de la dictadura franquista y otros trabajos en materia de responsabilidad penal internacional de empresas transnacionales por violación de los derechos humanos; actualmente dirige las querellas por actos de genocidio y crímenes de lesa humanidad contra los jefes de ETA en la Audiencia Nacional.