Tras la destrucción por parte del Estado Islámico de las esculturas asirias y acadias del Museo de la Civilización de Mosul, algunos han sugerido en tono acusatorio, como si se tratase de una perversión de las proporciones, que la opinión pública se siente más impresionada por la demolición de una estatua que por la destrucción de miles de vidas. Creo, al contrario, que se trata de un atinado homenaje al sentido de las proporciones. Por supuesto que es más grave destruir una vida que una estatua y la humanidad no debería dudar en destruir las estatuas que hiciera falta para salvar una sola vida; pero es mucho más impresionante y, si se quiere, más “bárbaro” destruir un toro de piedra de 2.700 años de antigüedad que una existencia humana. La vida individual es muy breve y la única manera de no empezar en cada instante desde cero es pasarse de una generación a otra un montoncito de piedras, como los cubos de agua, de mano en mano, para apagar un incendio. El que mata a un hombre -o a mil- es un asesino; el que destruye la memoria de la humanidad es pura Naturaleza: opera como esos cataclismos que, según Platón, destruían cada 10.000 años la civilización obligando a un puñado de “hombres toscos y ásperos” a comenzar de nuevo. Bárbaro no es el que trata a los otros como a animales sino el que se trata a sí mismo como a un animal sin historia ni legado, disuelto en un único gesto o una sola palabra. Sólo una cosa impresiona más que un genocidio y es el apocalipsis. La destrucción del museo de Mosul impresiona mucho porque se trata de un apocalipsis a pequeña escala; la maqueta o el bonsai -digamos- del apocalipsis.
Por los derechos de la infancia, no a los sacramentos católicos (ni a lo equivalente en otras religiones) · por Juan Antonio Aguilera Mochón
Con motivo del Día Internacional de la Infancia, celebrado cada 20 de noviembre por la aprobación en ese…