La realidad impuesta por el poder obliga sumariamente al ciudadano a que acepte una resignación activa, militante, enfrentado a sí mismo y a su propia supervivencia social. Su función en una democracia privatizada es sobreponerse a la inhabitabilidad del vacío entre expectativas y realidad, sin capacidad alguna de interiorizar eso que Lacan denomina «plenitud ausente» de la sociedad.
La mayoría social ha perdido la centralidad política frente a unos marcos valorativos que niegan que los intereses de las clases populares sean el factor de universalidad de los valores del Estado, sino, al contrario, un elemento a marginar como antagonista de los objetivos que deben constituir los pilares de la nación. Para ello, se intenta desde el poder suprimir la lucha política aplicando unas reglas que permitan evitar que el proceso de disensión llegue a ser verdaderamente político. De esta forma, para la mayoría social la alternativa está entonces estrechamente circunscrita entre lo peor y lo menos malo.
El retroceso del Estado social sólo puede tener como corolario el incremento del Estado penal y policial. Se trata, como advertía Herbert Marcuse, de que las decisiones sobre la vida y la muerte, sobre la seguridad personal y nacional se tomen en lugares sobre los que los individuos no tienen control. Es cuestión no solamente de que la desigualdad depaupere a la mayoría social sino que el malestar ciudadano no tenga cobijo creando una apariencia rígida bajo la cual, naturalmente, pugnan los problemas. La vida pública, o su atrezzo, se convierte en una continua incertidumbre entre lo que debe ser y lo que es: ¿Sistema de oligarquía o sistema meritocrático? ¿El saber hacer o la aceptación de la mediocridad? ¿Gobiernos de los mejores o clientelismos? ¿Inteligencia social o cuotas impuestas? ¿Democracia como centralidad de la ciudadanía o ingeniería política como nueva autocracia revestida de realidad impuesta?
El pacto antiterrorista abre inquietantes interrogantes: ¿en quién y en qué se está pensando cuando se incluye en la definición de terrorismo “la subversión del orden constitucional” o la desestabilización “de las estructuras económicas y sociales del Estado”? Parece más bien, antes que un antídoto contra la violencia –cuyos instrumentos legales ya existen- un blindaje más para imposibilitar cualquier redistribución del poder que pudiera afectar a las minorías dominantes una vez consumado el impedimento de cualquier forma de redistribución de la riqueza.
Ante ello, El demos, la ciudadanía, debe recuperar la voz, la universalidad, ante los que defienden sus propios intereses y privilegios pues de lo contrario la calidad democrática, la justicia, los derechos cívicos y las libertades públicas pueden abismarse hasta la extenuación en un Estado mínimo donde la desigualdad y los desequilibrios sociales sean elementos cotidianos bajo una estructura discursiva que impregna la sociedad de una perversa metafísica donde el individuo se ha convertido en prisionero de las calculadas ambigüedades que le proclaman el centro del orden social en una sociedad de masas al tiempo que anulan su voluntad bajo un adocenamiento gregario vertebrado por la propaganda y la despolitización.