Ser conscientes de estar en la historia (y en la geografía) no equivale a renunciar a la ambición de universalidad
La tendencia a interpelar a la filosofía a base de requerirle por su utilidad, dando por descontando que, en caso de no resultar capaz de responder afirmativamente, se quedaría sin razón de ser, ha cuajado como tópico. Junto con él, casi como un corolario obligado, parece extenderse el convencimiento de que la necesidad de reflexión y de crítica que experimentamos los seres humanos carece de todo valor, la de que pensar bien no produce el menor beneficio, de ningún tipo, en nuestras vidas.
Pero semejante convencimiento está lejos de ser obvio o evidente por sí mismo. Supongamos una cuestión muy debatida, la de si las ideas (todas ellas, por cierto: no sólo las filosóficas más abstractas sino también las políticas o las de cualquier otro tipo) pueden tener una pretensión de validez universal en el tiempo y en el espacio, de manera que puedan ser predicadas de cualquier realidad en cualquier momento de la historia, o, por el contrario, debemos rebajar tan exagerada pretensión y considerarlas siempre fechadas y contextualizadas.
En ocasiones dicha discusión adopta una forma tan contundente como simplista. Ello ocurre cuando, pongamos por caso, alguien interesado en rebajar unas pretensiones universalistas que se le antojan excesivas (y que suelen venir formuladas en el lenguaje ordinario a través de formulaciones del tipo “esto siempre ha sido así”, rotundidad que a veces va más allá y se complementa con “… y siempre será así”) señala el marco espacio-temporal en el que surgió una determinada idea que luego se expandió por la historia y el planeta con éxito. Todos hemos escuchado o leído afirmaciones del estilo: “nuestra idea de racionalidad no es universal, sino que surge en la Grecia clásica el siglo IV antes de Cristo” (por supuesto que la categoría “racionalidad” puede ser sustituida por la de “ser humano”, “justicia”, “libertad” o cualquiera de las que conforman el utillaje categorial básico del discurso filosófico habitual).
La verdad es que de tales afirmaciones se podría decir aquello que respecto de un político conservador español (hoy retirado) solía repetir su principal (y también retirado) adversario, esto es, que se limitan a solemnizar una obviedad. Es evidente que todo surge en un determinado contexto espacio-temporal. ¿A qué viene entonces constatar lo obvio? ¿De dónde, si no de un determinado contexto material, podía surgir? ¿Qué otro origen cabría esperar para una idea? ¿Acaso hay algo que no haya surgido en una determinada intersección de tales coordenadas?
Aunque a alguien se lo pueda parecer, no son estas unas preguntas retóricas. De hecho, durante prolongados períodos a lo largo de la historia de la cultura occidental han obtenido una respuesta distinta de la que hoy tiende a ser vista por todas partes como casi inevitable. ¿Por parte de quiénes? Pues, por ejemplo, por parte de quienes han creído que los fundamentos éticos de nuestra conducta proceden directamente de un ser trascendente (la imagen canónica, categórica y concluyente, de una verdad que estaría por encima del tiempo y el espacio vendría representada por Dios haciendo entrega de las tablas de la ley a Moisés en el monte Sinaí). Aunque tal vez a este grupo se les haya añadido un creciente número de críticos orientaloides, que le censuran a determinadas pretensiones universalistas su eurocentrismo, pero ponen a salvo de ese mismo reproche a sus exóticas creencias, a las que defienden precisamente por milenarias.
Pero se puede descreer de cualquier metafísica trascendentalista y ahistórica sin por ello caer en el señalado relativismo trivial. Cabe defender un ideal de verdad que se reclame del materialismo (de acuerdo con la definición de Manuel Sacristán, materialista es aquel que defiende que el mundo debe explicarse por sí mismo) y que no renuncie a la dimensión histórica. Quien siga dicho ideal probablemente no aspirará a objetivos omniabarcadores, sino que alimentará una pretensión en apariencia más modesta: en definitiva, la de comprender de manera correcta el propio tiempo.
En el bien entendido de que ser conscientes de que estamos en la historia (y en la geografía) no equivale a renunciar a la ambición de universalidad. Porque la universalidad, de existir, no es de origen (el propio Moisés habría recibido las tablas de la Ley en una fecha determinada y en un lugar concreto, el monte Sinaí, por lo que, en sentido estricto, ¡incluso los Mandamientos entraron en vigor en un momento histórico particular!) sino de destino.
Lo que significa, por ejemplo, que no hay contradicción alguna entre hablar de derechos humanos de primera, segunda o tercera generación (esto es, que han ido siendo formulados a lo largo de distintos momentos) y, al mismo tiempo, considerarlos universales. Porque universal es, simplemente, aquello que hemos decidido (en este caso, a través de una Declaración acordada por todos) que merece ser compartido por la entera humanidad, con absoluta independencia de cuándo y dónde se tomara la decisión.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea de la UB