Durante el período isabelino, paralelamente a la popularización del anglicanismo y la persecución del catolicismo, se desarrolló el puritanismo.
En la Inglaterra renacentista, la Reforma presentó caracteres singularísimos. No la lideró un clérigo renegado, ni un profesor de teología heterodoxo, ni un predicador errante carismático, sino el rey en persona. Fue, en efecto, Enrique VIII quien dio el puntapié inicial. Pero el antipapismo in crescendo del monarca Tudor, y la génesis histórica de lo que se conoce como anglicanismo, no fueron rayos caídos de un cielo sereno. Las nuevas ideas y escritos protestantes venidos del continente habían abonado el terreno. Por lo demás, Inglaterra contaba con una riquísima tradición herética de raigambre medieval asociada a la teología precursora de Wycliff y los lolardos.
De cualquier modo, en sus inicios, la Reforma anglicana se manifestó, más que como una herejía religiosa, como un cisma de origen político. En 1527, Enrique VIII, obsesionado con la idea de tener un heredero varón, pretendió anular su matrimonio con Ana de Aragón. Aunque el papa Clemente VII no autorizó la anulación, el soberano inglés siguió adelante con sus planes, y tras expulsar de la corte a su consorte, se casó con Ana Bolena, su amante favorita del momento (tuvo muchas otras a lo largo de su vida). Poco después, Thomas Cranmer, aliado del rey y arzobispo de Canterbury –máxima autoridad de la Iglesia de Inglaterra–, validó el divorcio y las segundas nupcias. Otro tanto hizo el Parlamento. El papa excomulgó a Enrique VIII, pero el escarmiento no dio resultados.
Una serie de leyes fueron sustrayendo a la Iglesia anglicana del control de Roma, y subordinándola al poder regio. Este proceso culminó en noviembre de 1534, cuando el Parlamento aprobó el Act of Supremacy, declarando oficialmente al rey “suprema y única cabeza en la Tierra de la Iglesia en Inglaterra”. Otra ley del mismo año tipificó como delito de alta traición el desconocimiento de dicha supremacía (præmunire). Luego, entre 1536 y 1540, la Corona inglesa disolvió los monasterios y confiscó todos sus bienes patrimoniales. La anexión de Gales, concluida en 1542, aseguró el triunfo del anglicanismo también en esa nación. La de Irlanda –un año antes– no había tenido, en cambio, el mismo éxito. La abrumadora mayoría del pueblo irlandés permaneció leal al catolicismo romano.
Más de medio centenar de clérigos católicos –tanto regulares como seculares– fueron encarcelados y ejecutados. Muchos de ellos murieron –al decir de la época– hanged, drawn and quartered, es decir, «ahorcados, arrastrados y descuartizados», pena crudelísima e infamante reservada desde la Edad Media a los reos de alta traición, y que consistía en arrastrar a la víctima con un caballo hasta el cadalso, colgarla de una horca y, justo antes de que muriera asfixiada, descolgarla, emascularla, eviscerarla, decapitarla y finalmente descuartizarla, todo ello, claro, en nombre de Dios y el Rey…
Sin embargo, durante el reinado de Enrique VIII, la Reforma protestante no registró avances sustantivos en materia doctrinal y litúrgica. Tales avances se produjeron recién durante el reinado de su hijo y sucesor, Eduardo VI (1547-1553). En efecto, fue entonces cuando se introdujo el Book of Common Prayer o «Libro de Oración Común», se estableció el uso de biblias con anotaciones exegéticas protestantes, se eliminó de los templos anglicanos todo ícono católico, se modificó el ritual de la comunión y se hicieron varios retoques al dogma oficial. Este giro heterodoxo fue de la mano, no obstante, con una política de marcada intolerancia con la disidencia religiosa. Gran número de católicos y protestantes no anglicanos (anabaptistas por ej.), condenados por el crimen de alta traición, acabaron en prisión; y no pocos fueron hanged, drawn and quartered.
La anglicanización del Estado y la Iglesia de Inglaterra durante el reinado de Eduardo VI, sin embargo, no generó ningún vuelco masivo del pueblo al nuevo credo oficial. La gran mayoría de los súbditos mantuvo su fe católica tradicional, sobre todo en las áreas rurales.
Fenecido Eduardo VI a edad muy prematura, hacia 1553 accedió al trono de Inglaterra María Tudor. Católica ferviente, la nueva reina contrajo matrimonio con otro católico no menos ferviente, el príncipe castellano Felipe de Habsburgo, futuro Felipe II de España, adalid intransigente de la Contrarreforma y enemigo declarado del protestantismo. María renovó el vínculo con la Curia romana que su padre Enrique había roto, y abrogó todas las reformas religiosas de su hermanastro Eduardo. La monarquía inglesa volvió así a ser católica. Pero algo no cambió: la intolerancia religiosa. Fue tal la saña con que María persiguió a los partidarios de la Reforma, súbitamente caídos en desgracia, que se ganó el sombrío apodo de Bloody Mary. Durante sus cinco años de reinado, casi 300 anglicanos y otros protestantes fueron hanged, drawn and quartered, y más de 800 se refugiaron en el continente, episodio traumático que la historiografía británica denomina Marian Persecutions and Exiles.
Sin embargo, la sangrienta política represiva de la reina, así como su impolítica alianza matrimonial con el soberano extranjero más poderoso de la época, lejos de contribuir a la extinción del protestantismo y el renacer de la fe católica, produjeron el efecto opuesto. El anglicanismo adquirió cierta mística martirial y patriótica, y gracias a ella comenzó poco a poco a disputarle al catolicismo su popularidad, tanto en Inglaterra como en Gales. No sucedió lo mismo, claro está, con los díscolos súbditos irlandeses, ajenos por completo al incipiente nacionalismo inglés y fervorosamente católicos.
María murió en 1558, y la sucedió su hermanastra, la célebre Isabel I, quien restableció el anglicanismo como religión de Estado. Si bien en la primera etapa de su reinado la soberana Tudor practicó una política de relativa permisividad e indulgencia con los católicos, el agravamiento del conflicto con la España tridentina –que derivó en guerra–, las disputas dinásticas con María Estuardo, la excomunión pontificia (bula Regnans in Excelsis, 1570), la crisis escocesa –que veremos enseguida– y las reiteradas sediciones papistas –desde sórdidas conspiraciones de palacio hasta insurrecciones abiertas y conatos de invasión extranjera– la llevaron gradualmente a endurecer su posición; endurecimiento que, en los momentos más críticos de su gobierno, se tradujo en numerosas restricciones, sanciones pecuniarias, purgas, confinamientos, destierros y cruentas ejecuciones por alta traición. Como en tiempos de Enrique VIII y Eduardo VI, se volvió a exigir a los súbditos católicos –so pena de procesamiento y condena por alta traición– que juraran fidelidad a la Corona como suprema autoridad temporal y espiritual de Inglaterra, juramento que era a todas luces incompatible con su fe católica ultramontana. En 1593, el Parlamento sancionó la Recusancy Act, ley que obligaba a todos los católicos a estar presentes en los oficios religiosos dominicales de las parroquias anglicanas, y que preveía severos castigos para quienes la infligieran (Popish recusants o «recusantes papistas»), que iban desde multas onerosas hasta confiscaciones y encarcelamientos.
En el marco de su política hegemónica regional, Isabel intervino en la guerra civil religiosa de Escocia, cuya monarquía católica, bajo la tutela político-militar de Francia (María de Guisa, francesa, era reina regente), intentaba frenar el avance impetuoso de la Reforma, liderada por el teólogo escocés John Knox. Pese a que el bando rebelde protestante no era anglicano, sino calvinista, la soberana inglesa decidió tomar partido por él, y envió tropas en su socorro, que lograron neutralizar a las fuerzas francesas. Fue una jugada arriesgada pero exitosa: en 1560, luego de que Francia e Inglaterra retiraran sus ejércitos de común acuerdo, un Parlamento escocés influido por los insurgentes antipapistas y antifranceses instituyó al presbiterianismo como religión oficial. En Escocia, el triunfo de la Reforma protestante trajo aparejadas la decadencia del predominio francés y la consolidación progresiva de la influencia inglesa, aunque no el afianzamiento del anglicanismo.
Durante el período isabelino, paralelamente a la popularización del anglicanismo y la persecución del catolicismo, se desarrolló otro fenómeno religioso de gran significación histórica: el auge del puritanismo, movimiento que había despuntado en tiempos de Eduardo VI, y que había logrado sobrevivir en la clandestinidad durante el reinado de María. Los puritanos ingleses y galeses eran protestantes adheridos a la teología calvinista, practicantes fervorosos de una ascesis singularmente rigorista y de un culto extremadamente austero. Se hallaban, por ende, disconformes con una Iglesia anglicana que había quedado a mitad de camino en su Reforma. Veían en ella demasiadas supervivencias dogmáticas y litúrgicas del catolicismo, una riqueza y lujo excesivos, y también una estructura interna de gobierno todavía basada en la «tiranía episcopal».
Un segmento del puritanismo, más moderado o contemporizador, abogaba por completar dicha reconversión desde adentro, sin romper con el anglicanismo. Otro, en cambio, desde una posición más intransigente, propiciaba el cisma. Había, además, un sector que preconizaba el régimen presbiteriano implementado en Escocia (integración jerárquica colegiada), y otro que pretendía un modelo congregacional mucho más democrático y descentralizado (congregaciones independientes de fieles, sin autoridades superiores externas).
A partir del decenio de 1560, fieles y clérigos puritanos de Inglaterra y Gales, con una insistencia y vehemencia crecientes, comenzaron a reclamar, en el seno de la Iglesia anglicana, una serie de reformas calvinistas o rigoristas, tanto en materia doctrinal y ritual como institucional (reducción del santoral, prohibición de las vestiduras litúrgicas y la música de órgano en los templos, reemplazo del episcopado por presbiterios y sínodos, etc.), chocando con el rígido conservadurismo del alto clero. A raíz de esta cerrada oposición, decidieron llevar sus reclamos al Parlamento, donde la fortuna volvió a serles adversa. La controversia entre anglicanos conservadores y puritanos reformistas tomó tal estado público, y agitó tanto los ánimos de las masas y élites, que el gobierno isabelino resolvió recluir en prisión a los principales portavoces de la última facción, y prohibir bajo pena de arresto los conventicles, asambleas laicales donde se debatía libremente de religión.
En este clima de intolerancia, los puritanos abiertamente disidentes o partidarios del cisma (brownistas) afrontaron momentos verdaderamente difíciles. La Recusancy Act, concebida originalmente como una medida coercitiva y punitiva contra la disidencia católica, comenzó a ser aplicada también contra ellos. Muchos brownistas que se rehusaban a concurrir a las misas dominicales de la Iglesia anglicana fueron multados, desposeídos de sus bienes e incluso encarcelados; y algunos de sus líderes, acusados de alta traición, terminaron sus días en el patíbulo. Por ello, no pocos optaron por huir a la República de los Países Bajos en busca de libertad de conciencia y culto.
Al morir Isabel en 1603, tras un larguísimo reinado de 44 años, la población inglesa y galesa era casi enteramente protestante y mayoritariamente anglicana, con segmentos puritanos minoritarios en franco proceso de crecimiento. Al norte, la Escocia de los Estuardo –no anexionada todavía a Inglaterra– también había sido ganada a la causa de la Reforma, pero su confesión oficial y predominante era la calvinista presbiteriana.
Llegó entonces al trono de Inglaterra (que incluía Gales) e Irlanda una nueva dinastía: los Estuardo. Al no tener descendencia Isabel, Jacobo VI de Escocia, su sobrino, fue coronado rey como Jacobo I. La unión entre ambas coronas tuvo, sin embargo, un carácter meramente personal. Escocia siguió siendo un reino independiente, separado del reino de Inglaterra e Irlanda, con otro ordenamiento jurídico y régimen político, amén de una Iglesia oficial también diferente y autocéfala.
Jacobo I era un anglicano sincero, y apoyó activamente a la Iglesia de Inglaterra de múltiples formas (entre ellas, la edición de una nueva traducción inglesa de de la Biblia, la célebre King James Version). Pero no era anticatólico, de modo que inició su reinado con una política de cierta tolerancia hacia la los seguidores del papa. Esta situación, no obstante, dio pronto un giro inesperado al descubrirse el Complot de la Pólvora (1605), una conspiración católica que tenía por objeto asesinar al rey, su familia y gran parte de la aristocracia protestante, magnicidio que –se esperaba– sería la señal de llamada para que todos los papistas del reino se levantaran en armas y reimplantaran el catolicismo romano como religión de Estado. La conjura resultó descubierta antes de su concreción, y sus partícipes, condenados por el crimen de præmunire, fueron brutalmente torturados y ejecutados.
Disipado el peligro, y en un clima social de efervescente antipapismo, sobrevinieron severas sanciones contra los católicos en general –tuvieran o no relación con el Gunpowder Plot–, como la privación de derechos electorales, la inhabilitación para la tenencia de armas y la prohibición de ingresar a las Fuerzas Armadas o ejercer determinadas profesiones liberales. Asimismo, la legislación isabelina contra los recusantes católicos fue aplicada con renovado celo. Pero esta reacción punitiva de la Corona resultó bastante espasmódica, y se debió más a la presión de una mayoría protestante que era presa de la paranoia y el revanchismo, que a un impulso espontáneo del rey. Cada vez que pudo, y en la medida que le fue posible, Jacobo siguió tratando a los católicos con indulgencia; e incluso se arriesgó a algo tan impolítico como albergar, proteger o favorecer en su corte a nobles criptocatólicos –a sabiendas de que lo eran–, siempre que probaran ser leales y obedientes. Además, no vaciló en propiciar el casamiento –a la postre fallido– de su hijo Carlos con la infanta española y católica María Ana, política de alianza muy impopular entre sus súbditos, mayoritariamente protestantes.
Diferente fue la actitud de Jacobo hacia el cada vez más vigoroso puritanismo, y hacia otras sectas protestantes disidentes surgidas durante su reinado o en tiempos isabelinos. Cuando los puritanos moderados solicitaron nuevas reformas litúrgicas dentro de la Iglesia anglicana (abolición del sacramento de confirmación, prescindencia de los anillos de boda, derogación del término priest o «sacerdote», etc.), Jacobo reaccionó expulsando o suspendiendo a los clérigos que suscribieron la petición. Y cuando los brownistas le pidieron tolerancia –es decir, no ser criminalizados como recusants–, se mantuvo inflexible en su negativa. Llegó, incluso, a prohibir la presentación de peticiones por motivos religiosos; resolución que, por cierto, no era ajena a su concepción absolutista y teocrática del poder monárquico. No sólo eso: a instancias suyas, varios predicadores radicales fueron encarcelados o ejecutados en la hoguera por herejía.
En su país natal, Jacobo intentó anglicanizar la Iglesia de Escocia, dominada por el presbiterianismo. Pero sus tentativas de convertirse en el jefe supremo de la Kirk, y de reintroducir en ella el régimen episcopal y la liturgia anglicana, se estrellaron con la dura resistencia del clero calvinista escocés, para el cual, el anglicanismo no era otra cosa más que papismo disfrazado de protestantismo.
Pero sin lugar a dudas, el capítulo más oscuro del reinado de Jacobo fueron los procesos por brujería. El soberano Estuardo, hombre supersticioso y paranoide, estaba obsesionado con el peligro imaginario de la magia negra y el satanismo (llegó a escribir un libro al respecto, Dæmonologie); y a requerimiento suyo, el Parlamento inglés sancionó en 1604 una ley que castigaba con la pena capital dichos «crímenes», y que autorizaba la tortura de las personas imputadas durante los interrogatorios. La caza de brujas en las Islas Británicas no era ciertamente un fenómeno nuevo, pero durante el reinado de Jacobo alcanzó uno de sus mayores picos de intensidad. Entre los muchos juicios por brujería realizados en aquel período, sobresalen los de North Berwick (Escocia, 1590-92) y Pendle (Inglaterra, 1612). En el primero de ellos, por caso, más de 70 escocesas y escoceses fueron acusados de haber querido hundir el barco donde viajaba su monarca desatando una tormenta por medio de las artes diabólicas de la hechicería (sic).
Jacobo I falleció en 1625, tras 22 años de reinado en Inglaterra e Irlanda, y casi 60 en Escocia; a lo largo de los cuales la intolerancia y las persecuciones contra protestantes disidentes, católicos recusantes, herejes y brujas estuvieron a la orden del día. No es casual, entonces, que haya sido precisamente en esa época cuando comenzara el éxodo puritano a la costa atlántica de la América del Norte. En efecto, fue allá por 1620 cuando los pilgrim fathers, en busca de la libertad religiosa que en Inglaterra les estaba vedada, cruzaron el Atlántico Norte a bordo del velero Mayflower, y fundaron en lo que hoy es Massachusetts –y que ellos consideraron su Tierra Prometida–, la colonia de Plymouth, germen de la Nueva Inglaterra. Pero ésa es otra historia…