El Pleno de mañana, por más que provoque un intenso debate entre los distintos grupos municipales, y dada la mayoría absoluta con la que cuenta el partido gobernante, aprobará la moción presentada por el PP con el objetivo de garantizar «la presencia física de los miembros de la Corporación en todas aquellas manifestaciones que forman parte» de las tradiciones cordobesas como sus fiestas y procesiones. De esta manera, el Ayuntamiento de Córdoba se situará en las antípodas de lo que exige nuestro sistema constitucional, el cual opta por la aconfesionalidad de los poderes públicos. Una posición singularmente llamativa en el caso de un partido político que insistentemente reclama en otras cuestiones el cumplimiento escrupuloso del orden constitucional pero que en lo referente a la religión –con la Iglesia hemos topado– no tiene ningún reparo en adoptar posiciones, como mínimo, de dudosa constitucionalidad.
En estos momentos de crisis institucional y de un modelo que ha dado de sí todo lo que podía y que por tanto reclama a gritos una seria revisión, deberíamos tener muy presentes todos los elementos que nuestra Constitución dejó sin resolver o que, en el mejor de los casos, situó en la escurridiza imprecisión motivada por el consenso y, no nos engañemos, por la presión de poderes escasamente democráticos. Una de las cuestiones en las que, casi cuatro décadas después, no hemos culminado con éxito la transición es sin duda la que tiene que ver con el tratamiento jurídico-constitucional de las creencias de la ciudadanía. El artículo 16.3 de la Constitución es un magnífico ejemplo de los juegos malabares que hizo el constituyente para no romper con el pasado al tiempo que se ajustaba a las exigencias de un sistema basado en la libertad de conciencia, el pluralismo y la igualdad. Tres valores constitucionales que solo pueden ser debidamente garantizados en un marco de laicidad, es decir, en un sistema en el que no haya confusión alguna entre poderes públicos y religión, al tiempo que se garantiza la plena igualdad de la ciudadanía en el ejercicio de sus cosmovisiones, sean éstas de tipo sagrado o no. Ni una cosa ni la otra hemos conseguido en estos 40 años de democracia. Al contrario, y ha sido una constante alimentada tanto por la derecha como por la izquierda gobernantes de este país, la Iglesia Católica ha seguido manteniendo sus privilegios, al tiempo que lo público no ha dejado de estar sometido a sus símbolos y rituales. Todo ello en clara contradicción con la debida neutralidad de un espacio compartido por todas y por todos, el cual, de manera consecuentemente democrática, solo debería estar presidido por los valores cívicos que sirven para hacer posible la convivencia de las diferencias.
Hace años que este país demanda una adecuada Ley de Libertad de Conciencia, y no solo religiosa, que supere las limitaciones de la caduca norma de 1980, además de un Estatuto de Laicidad en el que se dejen muy claro, al margen de las opciones políticas de turno, la no confusión de lo político y lo religioso en todos los actos y las actividades en los que nuestros gobernantes participan en representación de toda la ciudadanía y no solo de aquellos y aquellas que comparten una fe, por más mayoritaria que sociológicamente sea. Justo lo contrario es lo que precisamente ahora anuncia el gobierno municipal del PP, lo cual evidentemente forma parte de esa campaña insistente desarrollada en los últimos tiempos con la que se trata de dejar muy claro el poderío de la confesión católica y el peso, también político, que dicha Iglesia continúa teniendo en esta ciudad que algunos se empeñan en convertir en justo lo contrario de lo que históricamente fue. Una situación a la que, por cierto, han contribuido también los representantes de una supuesta izquierda laica que en su día ya adelantó por la vía de los hechos lo que ahora los populares pretenden convertir en norma.
* Profesor titular de Derecho Constitucional de la UCO