Francisco Ferrer Guardia nunca dirigió una revuelta popular. Tampoco la que comenzó en Barcelona el 26 de julio de 1909, y que ha pasado a la historia con el nombre de Semana Trágica, aunque un tribunal militar, carente de garantías, lo condenó a muerte como "autor y jefe de la rebelión". En realidad, quienes pusieron a Ferrer Guardia ante el piquete de ejecución, el 13 de octubre de ese año, se estaban vengando de un intelectual laico, de un pedagogo revolucionario que había desafiado el control eclesiástico de la enseñanza.
Obrerismo, educación y anticlericalismo fueron sus estandartes contra el sistema oligárquico
"Su crimen es haber fundado escuelas", sentenció el escritor Anatole France
El fusilamiento de Ferrer, que tuvo una considerable repercusión internacional, abrió un debate sobre su persona y sus méritos intelectuales. Fanático anticlerical y mediocre pedagogo para algunos; innovador y mártir laico para otros. A cien años de distancia, aunque las disputas no se hayan cerrado, puede hacerse ya un balance de su figura.
Varias tradiciones, la anarquista, la federal, la de sentimientos anticlericales y anticentralistas, bullían en la Cataluña urbana de la primera década del siglo XX. Aparecieron nuevas formas de acción colectiva, protagonizadas por un nuevo republicanismo radical de base populista y liderado por la personalidad arrolladora de Alejandro Lerroux, que hizo votar republicano a los obreros y ejerció de anticatalanista en el corazón de Cataluña.
Ateneos obreros, cooperativas, periódicos y escuelas laicas surgieron como manifestaciones de una cultura popular, dirigida básicamente contra el clero y los oligarcas, donde ese republicanismo y el obrerismo -anarquista o socialista- se daban la mano. Fue también en ese escenario donde nació, en 1907, Solidaridad Obrera, por iniciativa socialista, aunque con fuerte inspiración anarquista, precedente de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) que saldría a la luz tres años después. Sin olvidar el sentimiento antimilitarista de una parte importante de la población, espoleado, sobre todo desde el Desastre de 1898, por el mantenimiento de un sistema de reclutamiento injusto. Todo eso y mucho más confluyó en la Semana Trágica y casi todos esos caminos fueron transitados de una u otra forma por Francisco Ferrer Guardia.
Nacido en una familia campesina de Alella (Barcelona), el 10 de enero de 1859, comenzó a interesarse por la pedagogía en París, donde vivió exiliado, tras verse implicado en varias conspiraciones republicanas, los últimos 15 años del siglo XIX. Las escuelas laicas, o "ateas", como ya las llamó el obispo de Barcelona en una circular publicada en 1881, fueron concebidas por los anarquistas como instrumentos de emancipación proletaria y tenían ya una importante presencia en Cataluña antes de que en 1901, Ferrer Guardia regresara de París y abriera en la capital catalana la Escuela Moderna. A ese experimento educativo, que se extendió en los años siguientes a varias decenas de localidades de la provincia y a otras ciudades españolas como Valencia o Zaragoza, se le atribuyeron después, especialmente tras el fusilamiento de su creador, todas las excelencias de la pedagogía libertaria, una alternativa radical e innovadora al control y monopolio de la educación por parte de la Iglesia católica, que buscaría en la razón y en la ciencia, en palabras del propio Ferrer, los "antídotos de todo dogma".
Educación libre, racional y laica, integral e igualitaria. Ferrer tomó las principales tradiciones de la pedagogía moderna iniciada por Jean-Jacques Rousseau en el siglo XVIII, dirigidas contra la autoridad y las visiones religiosas, y las adaptó al mensaje revolucionario que anarquistas y librepensadores difundían entonces entre los nuevos grupos sociales nacidos con la industrialización y el crecimiento urbano. Con ese programa, que incluía también en la práctica la coeducación de sexos ("que la humanidad masculina y femenina se compenetre, desde la infancia"), no resulta extraño que la Iglesia católica y las gentes de orden reaccionaran de forma enérgica. Como ya argumentó Álvarez Junco hace años, la labor pedagógica de Ferrer conviene valorarla en relación a la pésima situación de la enseñanza en España en ese momento y a los obstáculos que encontraba por parte de la Iglesia y de sus importantes grupos de presión cualquier intento renovador, fuera radical, como el de Ferrer, o más moderado, como el de la Institución Libre de Enseñanza. Los sectores autoritarios y eclesiásticos trataron de frenar la influencia que esos nuevos intelectuales laicos comenzaban a tener entre las capas populares y eligieron a Francisco Ferrer como víctima propiciatoria de un escarmiento que muchos deseaban.
Si, al margen de las posiciones apologéticas o denigratorias hacia su obra y figura, Ferrer Guardia ha llegado a nosotros como uno de los principales difusores de la pedagogía moderna, y no sólo libertaria, quizás no tenga demasiada trascendencia histórica saber si su ética personal era coherente con lo que predicaba, aunque su muerte tampoco puede desligarse de otras facetas que él puso en marcha como teórico de la revolución. Y aparece así su notable fortuna, muy rara entre los revolucionarios españoles, que le legó su discípula en París Ernestine Meunier, y que sirvió para financiar cosas tan diferentes como la bomba que Mateo Morral arrojó contra el carruaje real el día de la boda de Alfonso XIII y Victoria Eugenia, el 31 de mayo de 1906, la actividad política de Lerroux o periódicos y centros obreros.
Ferrer compartía con muchos republicanos, publicistas e intelectuales filo-anarquistas la creencia en que el obrerismo, las cuestiones sociales, y el anticlericalismo eran los estandartes de la lucha contra el sistema oligárquico y caciquil.
Por muy libertino, anarquista y anticlerical que fuera, o pareciera, la condena a muerte y ejecución de Ferrer Guardia, acusado de provocar y dirigir una revuelta en la que ni siquiera participó, fue posible por la ausencia total de garantías que los tribunales militares y los mecanismos de represión tenían en España en régimen de excepción.
La huelga y la insurrección de esa Semana Trágica, que corrió en el calendario entre el lunes 26 de julio y el 2 de agosto de 1909, dejó, además del incendio de 80 edificios religiosos, un saldo de 104 paisanos muertos y ocho guardias heridos. Hubo alrededor de 2.000 detenidos, de los cuales 600 serían condenados, 59 a cadena perpetua y 17 a muerte, aunque sólo se ejecutó a cinco. José Miquel Baró, el único que tenía algo que ver con la dirección de la insurrección popular, fue el primero que cayó, el 17 de agosto, en los fosos del castillo de Montjuich. El último, el 13 de octubre, Francisco Ferrer Guardia. "¡Viva la Escuela Moderna!", exclamó antes de que el oficial mandara hacer fuego.
La Semana Trágica tuvo importantes consecuencias. Antonio Maura, el presidente del Consejo de Ministros, perdió la confianza del Rey y acabó su carrera política. La Iglesia acentuó sus posiciones ultrarreaccionarias, mientras el Ejército se reafirmaba en su desastrosa aventura marroquí que tanto iba a influir en la historia de España de las dos décadas siguientes. Los socialistas y republicanos salieron del aislamiento inaugurando una "conjunción" que llevó a Pablo Iglesias al Congreso de los Diputados. Y los anarquistas centraron por fin sus esfuerzos en el sindicalismo, fundando la CNT, una organización que en Cataluña se convirtió muy pronto en la seña de identidad del movimiento obrero.
Fuera de España, se protestó de forma masiva, en Bruselas, París o Roma, contra ese "asesinato legal", auspiciado por "el clericalismo asesino y sus aliados militaristas", que hacía renacer la Inquisición. "Su crimen es haber fundado escuelas", sentenció el escritor francés Anatole France. "Escuelas libres", como escribió Ferrer, donde los niños estudiaran "las causas que mantienen la ignorancia popular" y conocieran "el origen de todas las prácticas rutinarias que dan vida al actual régimen insolidario". Era pedir demasiado en aquella España de 1909. Tampoco la República, dos décadas después, pudo lograrlo, prueba de lo áspero que fue el conflicto en torno a la enseñanza y a la creación de un Estado laico.
Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza.