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Violencia y religión

Lo religioso impregna casi todos los ámbitos vitales. En Gijón el Arzobispo Osoro habla de que «en el mundo occidental se elimina la referencia a Dios». Hace unos meses se anuncia un sínodo en Asturias para dentro de un año. Una comunidad como la nuestra, que tuvo su origen en un acto de guerra religiosa en Covadonga.

El Papa crea la polémica por unas declaraciones sobre el origen violento de la expansión del Islam. En esto, como en la mayoría de las cosas, cada uno arrima el ascua a su sardina. Uno de los componentes de las religiones, la violencia, es un hecho palpable a lo largo de la historia. La Biblia empieza por un asesinato fratricida. Sigue con su permanente amenaza de castigo con el fuego eterno. Sin olvidarnos de las Cruzadas como guerras de religión de la mano de Bohemundo de Tarento, en la época de Urbano II, Godofredo de Buillón y Raimundo de Tolosa. O la guerra civil española, donde la Iglesia católica tomó parte activa bajo la frase pronunciada por algunos curas de la época en muchos pueblos de Asturias: «Muerte a los rojos». 

Sin ir más lejos la guerra de los Balcanes, en pleno siglo veinte, no fue otra cosa que un enfrentamiento entre los musulmanes de Bosnia, los cristianos de Croacia y la facción ortodoxa en la antigua Yugoslavia. Y en hechos mucho más recientes, hemos visto al presidente de los EE UU ir a misa antes de ordenar un bombardeo sobre Irak. Y estamos viendo en este mismo Estado el choque sangriento entre dos tendencias del Islam: los sunitas y los chiitas. O la invasión a sangre y fuego del Líbano por los judíos hace un par de meses, tercera religión en conflicto permanente.
Hablar de la violencia dentro de las religiones parece lo mas lógico a la vista de las manifestaciones históricas, y sobre todo  observando las reacciones agresivas de los propios seguidores de cada una de ellas. El mismo Corán habla en su Azora VIII, dirigiéndose a los creyentes tras la batalla de Badr: «Yo estoy con vosotros, ¡consolidad en sus puestos a quienes creen! Arrojaré el pánico en el corazón de los que no creen. ¡Golpeadlos en el cuello! ¡Golpeadlos en las yemas de los dedos! Quienes se apartan de Dios y de su enviado son castigados, pues Dios es terrible en el castigo».  
En la finalidad de hacer estados laicos creo que puede estar la aproximación a un pensamiento más racional y menos fanático. Más acorde con la cultura que aferrado a la fe. Cuando se habla por parte del Gobierno español de una Alianza de Civilizaciones se pretende, me parece, buscar un acercamiento entre diversas formas de pensamiento. Pero creo que hay un punto que debería aclararse. Las civilizaciones no debieran ser las diversas religiones, sino las distintas formas de administración nacional. Pero si tenemos en cuenta que muchos países se rigen por postulados religiosos, las cosas no son tan fáciles. Máxime cuando en esos países la calidad de vida roza mínimos exigidos, que sirve de germen fácil para la manipulación religiosa y el uso de la fe como catapulta hacia la violencia y la reivindicación. No es sencillo separar a los individuos de los fundamentos religiosos, sobre todo en lugares donde la religión es esencia política. O donde los individuos no tienen sustitutos parciales de la religión como modo de conducta. De modo que se pudiera  hacer convivir en uno mismo los principios religiosos y las normas civiles o laicas de comportamiento. En el fondo de todo ello están los intereses de las propias religiones, que tienen como avanzadilla defensiva a toda una población, en muchos casos, carente de los fundamentos vitales de supervivencia, y que las manejan desde sus iglesias, mezquitas o sinagogas como reclamo callejero de su verdad única, y como manifestación clara del fanatismo como medio reivindicativo.
Para llegar a una alianza de civilizaciones habría que empezar por una alianza de educación y cultura. Un conocerse mejor para respetarse más. En los países occidentales, donde las poblaciones de diferente tendencia religiosa se entremezclan, se mueve el laicismo como referente y catalizador entre los grupos distintos, aunque no sin dificultad. Marcando una pauta de conducta cívica, y dejando un margen razonable a lo privado dentro de la legislación constitucional. Al Papa lo traicionó su propio subconsciente, el Arzobispo Osoro se olvidó del carácter aconfesional del Estado español y al laicismo le falta la solvencia distributiva de los recursos y los beneficios dentro de la globalidad.

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