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Vicios y virtudes del cristianismo: Los cristianos. Historia del pensamiento

Los cristianos. Historia del pensamiento

Jesús Mosterín

Alianza. Madrid, 2010

554 páginas. 11,50 euros

Ensayo.

 

 

Hay proclamaciones que ofenden a la inteligencia. Tomemos una muy reciente: "Gracias al Cristianismo, Europa ha sabido afirmar la autonomía de los campos espiritual y temporal, y abrirse al principio de la libertad religiosa". La frase figura en una llamada Declaración de la Conferencia Episcopal Española a cuento de la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre el caso Lautsi. La Corte europea sentenció hace un año contra la República de Italia y en favor de Soile Lautsi, natural de Padua y madre de dos hijos, por "injerencia estatal incompatible con la libertad de convicción y de religión, así como con el derecho a una educación y enseñanza conformes a sus convicciones religiosas y filosóficas, que suponía la exposición de la cruz en las aulas del instituto público al que asistían sus hijos". El Gobierno italiano recurrió, y toca ahora una solución definitiva por la Corte europea. Los obispos, temiéndose lo peor para ellos, sostienen que una retirada del crucifijo de los espacios públicos sería un "suicidio cultural", "una persecución", "la desertización de la vida pública". Así lo dicen.

La casualidad hizo que cuando se produjo la proclama episcopal me encontrase enfrascado en la lectura del último libro de Jesús Mosterín, Los cristianos. Historia del pensamiento. Nada mejor que un profesor de Lógica y Filosofía de la Ciencia para poner sordina a una afirmación pastoral tan temeraria. Dirigida a un lector culto, que busque una visión crítica del desarrollo del cristianismo, esta obra de Mosterín viene como anillo al dedo. Es un buen refresco de la memoria, que, ya se sabe, libera al hombre de la brutalidad (en primer lugar, de la brutalidad del olvido).

¿Es mérito y gracia de los jerarcas cristianos la libertad de conciencia en Europa? Cruzadas criminales y guerras santas, quema de herejes, la brutal Inquisición, el índice de los libros prohibidos, oposición a los avances de la ciencia (incluso al pararrayos: si Dios quiere partirte con un rayo, ¿quién es el hombre para impedírselo?), el inmisericorde arrinconamiento de la mujer, la matanza de judíos, el apoyo de Roma a dictaduras sangrientas… La afirmación de que los jerarcas cristianos han tenido una influencia moral positiva solo se puede mantener falsificando la prueba histórica. "Desde el Concilio de Trento hasta hoy todas las mejoras de la Iglesia se han debido a sus enemigos", sostuvo Bertrand Russell en Por qué no soy cristiano. Ciertamente, si la Iglesia romana no es ahora tan mala es mérito de los que la atacaron o resistieron, desde los teólogos que buscan la verdad volviendo a un carismático fundador que fue rebelde, generoso y pobre hasta los buenos cristianos de base que se relacionan con sus pares amistosamente, sin hacer mucho caso, o ningún caso, a lo que predican sus jerarcas.

Perseguido en sus orígenes, el cristianismo se ha distinguido de las otras religiones por una mayor disposición a la persecución. Hoy todo va mejor. Se han derrumbado sus ideas principales, como la obligación moral de eliminar al hereje o la prepotencia de sentirse la única religión verdadera. Si ese derrumbe eclesiástico no ha afectado a la presencia sociológica del cristianismo es porque ya hacen gracia aquellas magnas discusiones de los (llamados por Erasmo) "teologuchos que se pasaban días discutiendo si es un pecado menos grave matar a un millar de hombres que coser en domingo el zapato de un pobre".

¡Del ser y el nombre de Cristiano! El famoso Astete, que es como se conoce al más extravagante de los catecismos en España, dedica un capítulo a esta materia, con una mayúscula en la palabra cristiano. Se es Cristiano "por la gracia de Dios", proclama. Tiempos terribles, cuando era obligatorio ser o parecer cristiano, con gracia o sin ella. El fundador de esa religión, un judío con pretensiones mesiánicas, no lo hubiera querido. Como dijo Ernest Renan, Jesús anunció un reino, y lo que vino fue la Iglesia romana. Inadvertido para sus contemporáneos (si existió, no fue registrado en los anales de la época, hasta ochenta años después de su muerte, y muy de pasada), lo prodigioso es que el buen Jesús del que no se sabe ni la fecha ni el lugar del nacimiento se haya impuesto hasta el punto de que buena parte del mundo cuenta los años y los siglos por la fecha incierta del "antes" o "después" de Cristo. Ese milagro hace que los buenos libros sobre el cristianismo sean siempre un acontecimiento editorial, como este de Jesús Mosterín.

Primeras páginas del libro en el archivo adjunto

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