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Roma huele a incienso. Pero también a intereses. Ha muerto el papa y, como en toda buena multinacional, toca elegir nuevo CEO. Eso sí, aquí no hay junta de accionistas ni voto ponderado: hay cónclave, sotanas y Espíritu Santo, ese curioso concepto que siempre aparece cuando se necesita justificar una decisión muy humana e interesada con un barniz divino.
La prensa habla de espiritualidad, de fe, de renovación. Pero vamos a dejarnos de eufemismos: la Santa Sede es la empresa más antigua del mundo. Y no una cualquiera. Tiene activos inmobiliarios en medio planeta, un banco propio que ha sido investigado en múltiples ocasiones por posibles operaciones ilegales y violaciones de la normativa de antilavado de dinero, y una red de influencia que haría palidecer a BlackRock. Y encima no paga impuestos. Un modelo de negocio impecable, con más de mil millones de clientes fieles que, semana tras semana, participan en la liturgia del branding católico.
Porque el Vaticano no solo vende fe. Distribuye valores, gestiona culpas, licita indulgencias y exporta una moral globalizada. Es, en cierto modo, el Amazon de la salvación eterna, pero sin necesidad de repartidores en bicicleta. Desde su minúsculo territorio gobierna sobre diócesis, universidades, ONGs, hospitales y hasta medios de comunicación. Tiene embajadores en más de 180 países y una red diplomática más extensa que la de Francia o Alemania. Y todo sin elecciones, sin oposición y sin transparencia. Pura eficiencia.
Esta semana, mientras los cardenales se encierran a deliberar entre frescos renacentistas, fuera del Vaticano el mundo sigue girando. En Alemania, Friedrich Merz asume el liderazgo con aroma a ajuste. En EEUU, Trump desata tormenta tras tormenta con su ida de olla diaria. En España, nos entretenemos opinando sobre la última sandez de Ayuso, mientras nos damos cuenta, por enésima vez y con sorpresa fingida, que Junts es más de derechas que el traje de Felipe González. Pero ojo, porque en medio de todo este circo, la elección del nuevo papa podría marcar una hoja de ruta política con consecuencias económicas reales. Que se lo pregunten a los polacos cuando Juan Pablo II puso una de las primeras piedras (santa, pero piedra) en la caída del comunismo.
¿Y qué hay de China? Hay quien dice que el cónclave podría girar hacia Oriente, como quien cambia de proveedor por costes laborales. No es descabellado. El Vaticano ha firmado acuerdos secretos con Pekín y ha empezado a adaptar su narrativa para no molestar demasiado al Partido Comunista Chino. Y cuidado, porque esto no significa que el dogma se haya vuelto comunista (¡ni mucho menos!), pero ya sabemos que donde hay potencial de crecimiento (léase millones de almas sin bautizar), hay misión evangelizadora… y oportunidades de expansión de marca.
Mientras tanto, aquí seguimos discutiendo si marcar la famosa X de la Iglesia en la renta. Una decisión que muchos toman con el mismo criterio que eligen detergente: por costumbre o porque «mi madre lo hacía así». Lo curioso es que con esa X estamos financiando (sí, financiando) una organización que no rinde cuentas como cualquier otra entidad subvencionada. ¿Transparencia? ¿Auditorías independientes? Mejor no levantar alfombras, no sea que además de incienso salga algo más espeso.
Y, por supuesto, no olvidemos que el Vaticano es también un paraíso fiscal con basílica. Las reformas de Francisco han dejado intacto lo esencial. Las finanzas siguen siendo opacas y las estructuras de poder siguen blindadas frente a cualquier intento de democratización. El mensaje es claro: el perdón es gratis, pero el capital, no se toca.
Teniendo todo esto en cuenta, ahora que se elige nuevo papa, tal vez deberíamos exigir lo que se pide a cualquier multinacional con impacto global. Es decir, responsabilidad social corporativa, rendición de cuenta y una fiscalidad justa. Pero claro, ¿quién osa auditar al representante de Dios en la Tierra? Bastante hacen ya permitiendo que algunos pobres entren al paraíso.
El humo blanco subirá y los mercados no se inmutarán (ya aprendieron a convivir con lo sagrado). Pero conviene recordar que la religión ya no es solo el opio del pueblo. Es su banco, su lobby, su inmobiliaria y su consuelo. Todo en uno. El Vaticano no es solo un símbolo: es un actor económico de primer orden, aunque su marketing hable de humildad, pobreza y servicio.
Y mientras esperamos al nuevo pontífice, aquí os dejo dos preguntas interesantes para reflexionar. ¿La elección será por inspiración divina o por estrategia de mercado? ¿Nos llegará un papa disruptivo, tipo start-up del Espíritu Santo, o uno de continuidad, afín al Vaticano Holding? Sea como sea, la fe mueve montañas. Pero también mueve capitales. Y eso, créanme, en Roma lo saben desde hace siglos.