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Una sana laicidad en la Iglesia

Está la Iglesia ante un nuevo y más tétrico 'Código da Vinci'? Es lo que acaba de sugerir el cardenal Leonard, primado de la Iglesia belga y arzobispo de Bruselas-Malinas. Y no va muy desencaminado. Lo ocurrido está ahí: todos los obispos del país -y el nuncio apostólico-, retenidos por la policía un 24 de junio en la sede de la Conferencia Episcopal; dos tumbas de cardenales arzobispos violadas en la cripta de la catedral de San Rombout para ver si se ocultaban en ellas documentos sobre pederastia de sacerdotes y religiosos; un Benedicto XVI que califica de «sorprendente y deplorable» el registro policial; un secretario de Estado como el cardenal Tarsicio Bertone que expresa públicamente su «vivo estupor», incluso su «indignación»; un embajador belga ante el Vaticano llamado por el ministro de Exteriores de la Santa Sede porque éste desea manifestarle su «desdén» por la profanación de las tumbas y, sobre todo, su «dolor» por la ruptura de la confidencialidad de las víctimas de abusos sexuales.
Hace sólo algo más medio mes se había firmado un acuerdo entre el ministro de Justicia, el Colegio de Fiscales y el presidente de la Comisión Adriaenssens, reconocido psiquiatra experto en pederastia. La citada comisión, creación de la jerarquía belga aunque con estatuto de autonomía, recoge las denuncias de las víctimas de pederastia clerical que, por razones de pudor personal u otros motivos, no quieren acudir a la policía ni al juzgado. La comisión tenía en su poder los testimonios de 475 víctimas de abusos sexuales. Y la policía ha arrapado con todos estos documentos, sin tener en cuenta el derecho a la confidencialidad de quienes los habían aportado.
«¡Hay que ver cómo sois los curas!», me comenta un buen y fiel amigo. Otros, no tan amigos o, más bien, casi enemigos me dicen perrerías, frases de muy mal gusto, que cualquiera se resistiría a reproducir. «Esta vez os han 'pillao'». Y es obligado reconocer que la Iglesia ha hecho todo lo habido y por haber para que los casos de abusos sexuales sobre niños y adolescentes protagonizados -tristemente- por sacerdotes no salieran a la luz pública. Los trapos sucios se han de lavar en la intimidad del hogar. Así se pensaba. Y este criterio se ofrecía como una consigna de obligado cumplimiento. Uno recuerda, valga por caso, que ya en el lejano 1922 la Santa Sede remitió a todos los obispos del mundo un documento muy severo en el que, con lenguaje curial y redactado en latín, se calificaba la pederastia de «crimen pésimo»; y se imponía a los prelados diocesanos la obligación de perseguir los delitos de los sacerdotes y religiosos puestos bajo su jurisdicción. Cuarenta años después, en 1962, el bueno de Juan XXIII rescató esta vieja norma. Persistía, por lo visto, el problema. Y, sobre todo, la mentalidad de que el patio trasero de casa era el lugar idóneo para hacer la colada.
Al presente, este criterio, al sentir de muchos, resulta insostenible. Son no pocos, en efecto, los que se escandalizan de que el Papa y los obispos hayan tratado de mantener ocultos los delitos de pederastia de sus clérigos. Olvidan que en la cultura de Occidente lo normal era que los asuntos sexuales más o menos escabrosos se trataran con la más absoluta discreción. Si la hija o la hermana quedaban embarazadas, el hogar familiar hacía cuanto estuviese al alcance de sus manos para que el hecho no se convirtiera en comidilla. Si los cuernos perturbaban la paz del matrimonio, nadie acudía al pregonero. Si uno de los hijos se declaraba homosexual, la vergüenza actuaba como una losa de granito. Y todo esto sin contar con los abusos sobre los niños y adolescentes por los propios padres; aquí, en este supuesto, el silencio era absoluto.
Con el paso de los años, la normativa eclesiástica acerca de los casos de pederastia clerical comenzó a variar un tanto. No lo suficiente, en cualquier caso; como se ha encargado de evidenciar el 'tolle, tolle' que, en nuestros días, se ha formado sobre los curas y frailes pederastas en varias naciones: en EE UU, en Alemania, en Austria, en Irlanda. La Iglesia llegaba tarde, una vez más, con su nueva norma de 2001. La sociedad civil ya había dejado atrás sus silencios sobre los que salían del armario y había encajado -mal que bien- que sus hijas le hicieran a uno abuelo y a una abuela sin comérselo ni bebérselo. Se hablaba en la calle de liberación sexual.
La nueva norma, firmada por el entonces cardenal Ratzinger -actual Benedicto XVI-y por el hoy secretario de Estado, Tarsicio Bertone, imponía a los obispos diocesanos la obligación de referir a la Santa Sede los abusos sexuales de los clérigos pederastas y la de poner en manos de la Congregación para la Doctrina de Fe -antiguo Santo Oficio- toda la documentación pertinente. Roma trataba con esta nueva norma de impedir que las diócesis se dedicaran a encubrir los casos de pederastia, por aquello de no perder de la noche a la mañana la buena reputación que se habían labrado durante años a los ojos del Vaticano y aun de la misma sociedad civil.
¿Consiguió la nueva norma su objetivo, bien que muy modesto? No es fácil responder a esta pregunta. Se sabe, por haberlo difundido la misma Congregación romana, que entre 2001 y 2010 llegaron a la dependencias del ex Santo Oficio unos 3.000 casos de sacerdotes y religiosos acusados de pederastia. ¿Pocos? ¿Muchos? En el mundo hay unos 400.000 sacerdotes. Está claro que, incluso con la nueva norma, seguía imperando la ley del silencio. Y ha habido que cambiar -por fortuna- una vez más. Roma ha ordenado que todos los casos de pederastia protagonizados por clérigos sean de inmediato comunicados a las autoridades judiciales civiles. ¡Por fin! Los derechos de los damnificados por los abusos sexuales comienzan a prevalecer sobre cualquier otro criterio. ¡Es ésta la irrupción de una sana laicidad en los predios de la Iglesia!
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