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Una reflexión teológica

La vigencia de la historia del ser invisible es sorprendente y, como dice el tópico, si no existiera habría que inventarlo. De alguna manera hay que rellenar las lagunas de ignorancia en temas que, por su desmesurado tamaño, no caben en esos cerebros humanos que no están por la labor de preguntarse el “porqué de las cosas” y escogen el comodín del cielo.

En todas las latitudes, en todas las eras, en todas las tribus, etnias y culturas surge la figura del ser invisible superior y creador de todo lo que nos rodea, y también de lo inmaterial, del pensamiento, de la memoria, de los deseos y voliciones, incluso de este artículo que según sus esquemas estaría dictado por la inspiración divina ya que de admitir que existe, en tanto omnipresente, no dejaría espacio para el sindiós. Esa es la razón que aducen los creyentes para demostrar su existencia, la universalidad de la respuesta a la gran pregunta: “¿Quién ha hecho todo esto?”. Y eso que cuando se inventó la teoría del “ser invisible” no existía el Angry Birds, ni WhatsApp, porque imaginaos la que podría haber liado un baranda de estos subido en lo alto de una pirámide del Yucatán con una gigantesca pantalla de retroproyección, de haber tenido un smartphone, respondiendo a las dudas del pueblo llano, y nunca mejor dicho en aquella zona donde no hay una sola montaña en toda la península.

Una vez aceptada esa realidad mágica se constituye lo que llamamos religión, que no es más que una sociedad fundada para administrar y dirigir la creencia por el buen camino gracias a la intervención de los representantes del ser invisible en la tierra, que se encargan de transmitir los deseos de la divinidad correspondiente a los terrestres. Gracias a esa capacidad de comunicación se puede aplacar al ser invisible en sus terribles deseos de venganza ya que según nos cuenta la Biblia, que es el texto más verdadero de todos los que se han escrito sobre esta materia, ese ser tiene muy mala leche, se cabrea enseguida y es capaz de mandar lluvias de sapos o plagas de langosta a Benidorm en pleno puente de mayo. Sorprende lo cascarrabias que es y cómo se pone por cualquier tontería humana, pero también es cierto que está muy mayor.

“¿Cómo se aplaca la ira de los dioses?”. Eso sí que es común a todas las religiones: con donaciones de fincas, casas, sacrificios de animales o frutas, inmatriculaciones de monumentos y propiedades públicas, lo que cada uno buenamente pueda. En resumen, con pasta. Al ser invisible le gusta la pasta.

La habilidad para sacar pasta a un creyente

Sí queridos amigos, todas las religiones tienen dos cosas en común: la propiedad de un dios, como mínimo, y la habilidad para sacar pasta al creyente. Con ella montan gigantescos emporios que pueden llegar a integrar sociedades de inversión, en algunos casos, como el de la religión católica, con dinero sacado de manera ilegal de diferentes países, también del narcotráfico y del crimen organizado. Así nos lo han contado los últimos encargados del Instituto para las Obras de Religión, que es como se llama el banco vaticano, y que ante los reiterados escándalos que han salido a la luz, con crímenes incluidos que nunca se esclarecerán porque el Vaticano es un Estado soberano y no permite que la Policía italiana investigue estas cosas, han llevado al nuevo papa a tomar medidas para evitar el lavado de dinero. Debemos entender que era una práctica habitual ya que ninguna otra entidad financiera, con lo que son, ha tenido que llegar a tal extremo. Por cierto, fue el hombre de confianza de Juan Pablo II el que compró por una suma importante los papeles que se llevó del vaticano Roberto Calvi, con los que pretendía garantizarse un seguro de vida, tras aparecer colgado de un puente en Londres en lo que según se demostró años más tarde fue un asesinato. El recientemente canonizado sumaba a su luminoso lado divino uno humano muy oscuro.

Volviendo al tema místico, en general, observamos que en todas las religiones se da la circunstancia de que el sumo sacerdote, el chamán, el brujo o el iluminado de turno que está en contacto con ese ser superior, se sitúa a la derecha del que manda en lo civil y entre los dos gobiernan el cotarro.

A pesar de que las estadísticas no hablan de una mayor longevidad de los creyentes con respecto a la gente normal, ni siquiera de una menor incidencia a la hora de contraer enfermedades, ellos siguen convencidos de que le deben la vida al ser invisible dejando al resto de los mortales en manos de un acreedor indefinido.

Cada uno tiene su santo

Ahora que con lo que saben los que saben podemos explicarnos muchos misterios que hasta hace poco parecían sobrenaturales, podría pensarse que algunos se replantarían su fe en estas creencias mágicas, pero no, lejos de ello se sienten cada vez más orgullosos de su liturgia y hace poco han elevado a la categoría de santos a dos papas a la vez. En esta división del mundo en dos, cada vez más evidente, también en lo sobrenatural se aparecen los dos cielos y así, para evitar polémicas cismáticas, el ala progresista tiene su santo, Juan XXIII, y el ala más reaccionaria tiene el suyo, Juan Pablo II.

En una ceremonia caracterizada por el boato, exhibición de poderío y riqueza, que ya es marca de la casa de esta religión que predica a la humildad, y que nació para rendir tributo, nada menos, que al hijo del ser invisible, se ha elevado a estos dos hombres a la categoría de santos, para lo cual se ha certificado, porque es una condición indispensable para adquirir esa categoría, que poseían superpoderes. Para los creyentes ha quedado demostrado que hacían milagros. Y yo, que soy contemporáneo de ambos, me lo he perdido. Absorto como ando en tonterías mundanas, he vivido ajeno a los milagros de Juan Pablo II aunque tengo que reprocharle que polarice tanto sus superpoderes y su obra milagrosa se limite a dos curaciones, y además de dos monjas, o sea que todo queda en casa. Una de párkinson, enfermedad que él mismo padecía, con lo que queda demostrado aquello de “en casa de herrero cuchillo de palo”, y otra de un aneurisma cerebral. Ya puestos podría haber hecho algo de más peso para la historia de la humanidad y de la economía de su propia empresa, como una vacuna para el sida, o un remedio universal para el cáncer, que debidamente patentados habrían procurado unos astronómicos ingresos a las arcas vaticanas y así sus ecónomos no se verían obligados a hacer negocios con lo más destacado del mundo criminal.

Yo que veo estas cosas y sigo sin atisbar la luz que cegara a san Pablo entre ellas, tras contemplar las imágenes de la ceremonia a mi mente obtusa sólo le asalta una duda, que a algunos puede parecerles absurda: de dónde le viene a toda esta masa de jerarcas de la religión su afición por las túnicas. ¿Pasaron demasiado tiempo encerrados en el seminario?

Wyoming José Miguel Monzón Navarro

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