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Una moderna Inquisición

En 2009, el Día de los Santos Inocentes no se celebró el 28 de diciembre, como es tradicional, sino el 27. Ese día tuvo lugar en Madrid la tercera Misa de la Sagrada Familia convocada por la Iglesia Católica española. El evento contó, ¡cómo no!, con los permisos, las medidas de seguridad y el Palacio de Congresos, cedidos graciosa y gratuitamente por el Ayuntamiento y la Comunidad de Madrid, que además prestó su canal autonómico Telemadrid para retransmitir en directo un acto que se presumía multitudinario pero en el que, finalmente, sobraron 950.000 del millón de hostias a tal efecto consagradas por la autoridad eclesial competente.

Como en anteriores ocasiones, se dieron cita en el Paseo de la Castellana organizaciones religiosas ultraconservadoras, la jerarquía de la Conferencia Episcopal española, obispos, cardenales y fieles españoles y europeos, para proclamar una vez más que el aborto, el divorcio y los matrimonios gays son los culpables de todos los males del mundo, y que el gobierno socialista, sin mencionarlo, es el responsable material y espiritual de que todos estos males tengan lugar.

La ofensiva navideña de la Iglesia Católica no se limitó a esta "misa de campaña" en Madrid. El 28 de diciembre pudo leerse en varios medios de tirada nacional un repugnante simulacro de esquela, cuyo texto rezaba así: "Por todos los niños/as víctimas del aborto. Víctimas inocentes que fallecieron en España antes de nacer durante el año 2009". Luego, rogaba a Dios por la conversión de los autores y cómplices de estas muertes (o sea, los millones de ciudadanos y ciudadanas que no comulgamos con sus principios). Y en la tarde del día 5 de enero, los Reyes Magos se vieron acompañados en su cabalgata de Madrid por una chabacana e insultante carroza antiabortista que, supongo, abre la veda a la participación en este acto de todo tipo de organizaciones y reivindicaciones (siempre y cuando gocen, claro, de la simpatía de los dirigentes políticos del Ayuntamiento y la Comunidad de Madrid).

Resulta cada vez más difícil convivir con gente que, para defender sus ideas morales, intenta imponérnoslas, y para descalificar las nuestras, nos califica, entre otras lindezas, de infanticidas. Bastante tenemos ya con ver cómo todas las ferias y fiestas acaban contaminadas por algún matiz religioso, incluyendo las más laicas y civiles, para complacer las ansias de influencia y protagonismo de los jerarcas de la Iglesia, como para que encima tengamos que soportar que nos insulten tan grave y sistemáticamente.

No es extraño, por otra parte, que esta gente no respete las leyes civiles referentes al divorcio, el aborto o los matrimonios gays (aunque a ellos se les supone solteros, sin hijos y guardando el celibato), pues pertenecen a una organización sectaria, hipócrita y farisea que, superado el breve paréntesis aperturista del Concilio Vaticano II y sofocados inquisitorialmente los vientos de libertad de la Teología de la Liberación, se aleja ahora a toda velocidad de la modernidad, del humanismo, de la tolerancia, del respeto, de la humildad, y me atrevo a decir, de la democracia, la paz y la libertad, para en cambio atrincherarse cada vez más hondamente en las cavernas de la superstición, la soberbia y el despotismo.

¿Qué podemos pensar, decir y hacer ante esta ofensiva oscurantista contra nuestra dignidad y nuestras libertades?

Para empezar, cabe preguntarse si estos actos privados no deberían celebrarse en lugares igualmente privados, y con el dinero de los propios interesados (kikos, opusdeístas, legionarios de Cristo y otros, a los que se sabe bien provistos de recursos…). Los espacios públicos de nuestras ciudades, y los 6.000 millones de euros que, inexplicablemente, todavía recibe cada año la Iglesia de las arcas del Estado, no están para estos menesteres.

Somos ciudadanos de un país con un parlamento democrático que, con mayor o menor acierto, pero con la legalidad y legitimidad que le confieren las urnas, elabora y aprueba leyes que describen y preservan nuestros derechos civiles. Leyes que no obligan a nadie que no lo desee a casarse con una persona de su mismo sexo, a divorciarse o a abortar. Sólo velan porque, si alguien se ve en la necesidad de hacer alguna de estas cosas, no tenga que hacerlo de forma ilegal, ni sea criminalizado por ello.

Lleva la ciudadanía española treinta años intentando edificar un Estado plenamente aconfesional, como parte natural y consustancial a un Estado de Derecho completo. Y treinta años lleva la Iglesia intentando y consiguiendo impedírnoslo, defendiendo con uñas y dientes su fundamentalismo medieval y sus privilegios de otros tiempos, promoviendo activamente el cercenamiento de las libertades de todos los españoles, comulguen o no comulguen con su doctrina. La actitud de esta Iglesia Católica española nos provoca constantemente la impresión de que quieren reinventar una suerte de Inquisición moderna, o de que tal vez no se han enterado todavía de que "españoles, Franco ha muerto".

Pero, mal que les pese, estamos en otros tiempos. Algo que debería, por fin, tener un pleno reconocimiento legal. El vergonzoso y humillante Concordato, una herencia del franquismo que, apenas revisado con la llegada de la democracia, rige las relaciones Iglesia-Estado desde 1953, debería desaparecer de una puñetera vez y para siempre. La plena separación Iglesia-Estado, un principio que aparece claramente reconocido en nuestra Constitución, debe pasar de declaración de intenciones a realidad de hecho, por encima de amenazas, coacciones y privilegios que se escapan a la razón y la justicia.

Tal vez sea hora de que la ciudadanía ilustrada y progresista contraataque ante esta avalancha oscurantista de mentiras e insultos y recupere la calle y la palabra para defender las conquistas sociales que tanto esfuerzo cívico nos han exigido. Por ejemplo, publicando nuestras propias esquelas, rogando una oración por todos esos niños víctimas de pederastia eclesiástica, de la que tantos miles de casos han sido denunciados en Estados Unidos, en Irlanda, en México… o en nuestro propio país. O difundiendo las investigaciones recientemente publicadas sobre la complicidad de la Iglesia Católica española en el secuestro de miles de niños y niñas recién nacidos durante la posguerra civil, práctica criminal por la que la jerarquía eclesiástica tampoco ha pedido perdón a los españoles. O denunciando allá donde sea posible -en las calles y plazas, en los medios de comunicación, en los tribunales si procede- declaraciones monstruosas y denigrantes como las muy recientes del obispo de Granada (haciendo apología de la violencia sexual contra las mujeres) o el obispo de San Sebastián (despreciando y manipulando políticamente el sufrimiento del pueblo haitiano), entre otras.

Y, por supuesto, haciendo uso, como adultos ya pensantes, ilustrados y demócratas, de nuestro derecho a la apostasía (esto es, la rescisión de nuestro contrato de bautismo y consiguiente separación de la disciplina de la Iglesia Católica, a la que sin nuestro consentimiento, y en pleno franquismo, todos los españoles éramos sometidos al nacer). Un derecho este el de la apostasía que todo ciudadano mayor de edad tiene la posibilidad de ejercer, y que la jerarquía eclesiástica tiene, mal que le pese, la obligación legal de facilitarnos.

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