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Un juez prohíbe a una mujer transgénero ver a sus hijos judíos ultraortodoxos

El fallo se argumenta en que el contacto con el padre provocaría la marginación de los niños en su comunidad

Un juez británico ha negado a una mujer transgénero el contacto directo con sus cinco hijos argumentando que permitírselo provocaría que los pequeños y su madre fueran marginados en la comunidad de judíos ultraortodoxos en la que viven. La mujer, que luchaba por poder ver a sus hijos desde que abandonó su hogar en 2015, solo podrá escribirles cuatro cartas al año a cada uno. El juez aseguró haber tomado la decisión “con gran dolor y sabiendo el sufrimiento que causará”, pero considera que hay una posibilidad real de que “los niños y su madre sean marginados o excluidos en su comunidad ultraortodoxa”.

La pregunta a la que debía dar respuesta el juez era clara: ¿Debe permitirse a una mujer transgénero ver a sus hijos, que viven en una comunidad ultraortodoxa, ante la amenaza de ostracismo a la familia? La respuesta del juez, en un fallo de 41 páginas, ha sorprendido a muchos. “He llegado a la poco agradable conclusión de que la probabilidad de que los niños y la madre fueran marginados o excluidos por la comunidad ultraortodoxa es tan real, y las consecuencias tan graves, que este único factor, a pesar de las muchas desventajas, debe prevalecer sobre las muchas ventajas del contacto”, escribe el juez.

Colisionaban en el caso varios derechos aparentemente incompatibles: el de los niños, de entre dos y 12 años, a disfrutar del contacto con sus dos progenitores; el de los colectivos religiosos a vivir según sus creencias; el de las personas transgénero a recibir un trato igual. “Estos niños están atrapados entre dos maneras de vivir aparentemente incompatibles. Ambas minorías gozan de la protección de la ley: por un lado, el derecho a la libertad religiosa; por el otro, el derecho [del padre transgénero] a un trato igual”, dice una sentencia que ofrece un insólita mirilla para asomarse a una sociedad extremadamente cerrada.

La mujer, treintañera, a la que la sentencia identifica solo como J, para proteger la intimidad de los hijos, creció en una comunidad jaredí en el norte de Manchester. Se trata de una rama del judaísmo ultraortodoxo en la que la ley judía rige muchos aspectos de la vida diaria. Los jaredíes, término que podría traducirse como “aquellos que tiemblan ante a palabra de dios”, hablan yidis y viven en comunidades muy cerradas donde no está permitido el acceso a la televisión ni a Internet. Los hombres llevan trajes oscuros y sombreros negros, y llevan barbas largas y los característicos peyot, mechones largos que caen a los lados de la cabeza. Las mujeres visten sobrias, con faldas largas, y el pelo cubierto, igual que las piernas y los brazos.

En ese entorno, J empezó a cuestionarse su sexualidad cuando tenía seis años. Bajo el estricto atuendo se ocultaba un tormento interior que desembocó en ideas de suicidio, como reconoció en una entrevista (también identificado solo con una inicial) en The Jewish Chronicle en 2015.

En 2001 sus padres le organizaron un matrimonio arreglado, como mandan las costumbres jaredíes. J trataba de reprimir sus sentimientos entregándose a la devoción religiosa. Su esposa pensaba que la profunda tristeza de J, que siempre fue un buen padre para sus hijos, se debía a una crisis de fe.

Finalmente, J recurrió a un grupo de apoyo para personas LGBT y encontró la fuerza para abandonar la comunidad. No informó a su esposa hasta que ya se había ido y solo contó sus intenciones a su hijo de 12 años, cinco días antes de partir. Los motivos de la huida de J salieron a la luz una semana después de su marcha. El shock provocó que su esposa se recluyera en su casa durante tres meses y tuviera que recurrir a ayuda psicológica para tratar de comprender la decisión de su marido.

J aceptó el ostracismo al que fue sometido por su comunidad, pero se moría de ganas de ver a sus hijos. Tras una serie de fracasados intentos de hacerlo, decidió recurrir a los tribunales. Declaró ante el juez que aceptaría cualesquiera condiciones de los contactos, incluso mostrarse, en los primeros encuentros, lo más parecido que pudiera a un hombre. Al fin y al cabo, tal como señaló el juez, J pasaba de ser el varón de una familia en una estricta comunidad religiosa a una mujer soltera en la sociedad exterior.

Cualquier contacto, alegó la madre de los niños, provocaría la marginación de los niños y su exclusión de celebraciones familiares y sociales. Los temores de la madre fueron confirmados ante el juez por un rabino. En la ley judía, igual que en la inglesa, señaló el rabino, “los intereses de los niños son supremos”.

Fue uno de los hijos de J el que prestó el último testimonio en el juicio. Tener contacto con su padre le llevaría a sufrir abusos y perder a sus amigos, le dijo al juez. “Si le importo, [mi padre] me dejará en paz”, concluyó. Peritos expertos en psicología infantil aseguraron que “la identidad de los pequeños estaba completamente vertebrada en su lugar en la comunidad”.

El juez enumeró una serie de argumentos a favor del contacto directo, entre ellos el de que “una experiencia con el mundo más amplio” podría “abrirles la puerta [a los niños] para tomar decisiones vitales por ellos mismos a medida que maduran”. Pero al final prevaleció el principal argumento en contra: no exponerlos a la marginación por parte de su comunidad. “El contacto plantea el riesgo claro de que los niños y su madre se conviertan en las próximas víctimas de la colisión entre dos mundos inconexos”, dice el juez. “Su padre ya ha experimentado las consecuencias de dicha colisión, y nadie sabe mejor que ella cuán dolorosas pueden estas ser”.

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