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Un empeño vital: morir dignamente

Cómo se puede pensar, como alguien ha puesto incluso por escrito, que la muerte de Eluana Englaro ha sido un «ansiolítico para la familia»? La expresión es tan dura, y diría que la metáfora tan inhumana, que me obliga a poner por escr

Cómo se puede pensar, como alguien ha puesto incluso por escrito, que la muerte de Eluana Englaro ha sido un «ansiolítico para la familia»? La expresión es tan dura, y diría que la metáfora tan inhumana, que me obliga a poner por escrito algunas reflexiones.

Creo, además, que todo lo que hagamos para abordar con serenidad el debate acerca del derecho de los humanos a morir dignamente será un buen favor que hagamos a las personas en situaciones irreversibles y terminales, a la defensa de los derechos de todos y cada uno de nosotros, vivos que en cualquier momento podemos ser moribundos, y a la calidad ética de una sociedad que quiere poner sus recursos médicos y jurídicos al servicio de la vida y la altura de la dignidad humanas. Entre nosotros, seres humanos, vida y dignidad no deben separarse nunca, ni siquiera, por tanto, en el proceso de morir. Como escribe Pablo Simón, profesor de la Escuela Andaluza de Salud Pública y miembro del Comité Nacional de Ética, «la muerte forma parte de la vida y una vida digna no se debe truncar por una muerte indigna».
Vivimos en la 'sociedad de la información' y todos hemos podido conocer el caso de Eluana, la mujer italiana que, a consecuencia de un accidente, se ha visto postrada en cama, totalmente inconsciente, llevando una vida vegetativa sostenida por una nutrición completamente artificial, ¡durante 17 años! La cuestión es que, socialmente, de la información apenas si se ha pasado al conocimiento y aún menos a una seria deliberación colectiva para afrontar una situación como ésa, acompañando como se hubiera debido a una familia atravesada por sufrimiento tan continuado como inmenso, y buscando salidas ética y jurídicamente transitables para los dilemas acumulados sobre tan dramáticas condiciones. Hemos tenido noticia de la voluntad inquebrantable de un padre, Beppino Englaro, tratando de conseguir que se respetara la voluntad de su hija y queriendo para ella un morir digno, con el menor sufrimiento posible, ante una vida sin otro futuro que su término. Como héroe de otra época, batallando en solitario ante los tribunales hasta que fue reconocido por el Tribunal Supremo de la República italiana el derecho que amparaba la decisión de interrumpir a Eluana la alimentación que la ataba a la vida, ese padre ha ganado la lucha por la dignidad que ha liberado a su hija, que a él le ha engrandecido y que a todos beneficia, más allá de sus circunstancias concretas.
Lo que ha sido dura tarea de abrir paso al reconocimiento efectivo del derecho a morir dignamente, defendiendo de camino la laicidad de las instituciones republicanas, se ha tenido que enfrentar a la perversa alianza entre el poder político del primer ministro italiano y el poder eclesiástico de la Curia vaticana. Con obscenidad que con frecuencia se supera a sí misma, Berlusconi ha llevado a cabo todo un desconsiderado ataque a las instituciones y al ordenamiento legal de la República mediante el recurso a un apresurado decreto ley que, tras pasar por el parlamento para recibir el apoyo de la mayoría gubernamental, habría de impedir que el tratamiento aplicado a Eluana se viera interrumpido. Justificado cínicamente como decreto para salvarla, hacía caso omiso de la sentencia del Tribunal Supremo, poniendo al presidente de la República, Giorgio Napolitano, en el brete de tener que negar su firma al resultado de todo un proceso de marcado carácter anticonstitucional. A tenor de lo que desgraciadamente es costumbre, voces eclesiásticas han inundado los espacios públicos para movilizar a favor de la vida, desde lo que dogmáticamente entienden por tal, tratando de impedir lo que han calificado como delito y considerado asesinato. En ese sentido se pronunció el presidente de la Conferencia Episcopal italiana, con el telón de fondo de palabras de Benedicto XVI invitando a confiar en una 'curación milagrosa'. Afortunadamente, algunas voces eclesiales han lanzado otros mensajes. Y voces defensoras de la laicidad y del mismo sentido común, opuestas a tal conjunción político-eclesiástica, han tratado de poner freno a tantos desvaríos morales, políticos, jurídicos y religiosos como sobre el caso de la desgraciada Eluana se han concentrado. Hemos conocido por la prensa el texto dedicado a ella por Roberto Saviano, curtido en esa denuncia de la Camorra que le está costando amenazas de muerte, así como la reacción de Andreotti, el emérito político democristiano, en defensa de la presidencia de la República y de sus instituciones. Dejaremos sin comentarios las llamadas del cardenal Bertone, de vuelta desde España, a Berlusconi y al presidente Napolitano, para apoyar al primero y tratar de convencer al segundo insistiendo en cuál era la posición de la Iglesia: incurable vicio de injerencia eclesiástica. En este caso vendría bien recordar aquel dicho de Jesús contra los fariseos: «Atan cargas pesadas y las echan a las espaldas de la gente, pero ellos ni con el dedo quieren moverlas» (Mt 23, 4).
Nos preguntamos por aquí si, ante un caso como el que comentamos, tendríamos una polémica semejante. Hay razones para pensar que no, al menos hasta tal extremo. Aparte de que el presidente del gobierno está en las antípodas de Berlusconi, nuestras leyes ya han clarificado pautas y criterios de manera que el camino para afrontar las difíciles circunstancias de quienes se hallan en situaciones similares a las de Eluana encuentran amparo jurídico para que su proceso de morir sea abordado de manera congruente con lo que exige su propia dignidad. Baste citar la Ley de Autonomía del Paciente de 2002, entre la normativa vigente, o el proyecto de ley de la Junta de Andalucía sobre Derechos y garantías de la dignidad de las personas en el proceso de la muerte, presentado en septiembre de 2008. Precisamente, este proyecto ha sido valorado positivamente por un gran especialista en teología moral como es Juan Masiá, diciendo del mismo que responde a lo que hoy es frecuente peligro dada la «medicalización tecnológica del morir», que es sobre todo «la prolongación artificial de la vida en el proceso de morir», más que la eutanasia irresponsable e injusta. Como escribe Francisco Alarcos, profesor de bioética en la Facultad de Teología de Granada, «morir dignamente es morir a tiempo, sin acelerar ni retrasar irresponsablemente el morir».
No obstante, ante posiciones personales y colectivas que también en España se opondrían a una solución como la aplicada en el caso de Eluana -recordemos el difícil final de Inmaculada Echevarría en Granada-, hay que insistir tan dialógica como convincentemente en el imperativo de 'humanizar el morir' -expresión, por cierto, que es título de una interesante obra editada por la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios-. El morir se ve deshumanizado cuando se sacrifica la dignidad de quien se halla en ese trance al ídolo del dolor, en el culto al sufrimiento, como el mencionado Masiá critica con sobradas razones. Y el morir se va mal tratado, y con ello quien está en la fase final de su vivir, si no nos tomamos en serio las consecuencias para la vida de las propias tecnologías que el desarrollo científico nos permite aplicar. En consonancia con las reflexiones del filósofo Hans Jonas, también en ese terreno hemos de ser conscientes de los necesarios límites en la aplicación de las tecnologías biomédicas para prolongar la vida física. Si el hombre es un 'ser para la muerte', como enseñó Heidegger, lo que le humaniza es responder a ello viviendo su existencia dignamente, incluyendo en ello el mismo proceso de morir. También para eso hemos de ayudarnos amorosamente unos a otros: no añadamos a la soledad de la muerte la insolidaridad necrófila de quienes, tras las apariencias, se desentienden de la vida de quien sólo anhela morir en paz.
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