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Un compromiso militante

La tensión entre laicidad y confesionalidad subyace en la prehistoria de los Derechos Humanos. A la idea civil estoica de que todos los seres humanos tienen una naturaleza común y son dueños de su destino se contrapone la doctrina monoteísta judaica de que todo ser humano es creado a la imagen de Dios.

En el primer caso, el ideal de los derechos del hombre se encamina a la búsqueda de la justicia; en el segundo, las obligaciones del hombre hacia el Supremo Hacedor están por encima del Derecho Natural. Es el eterno escenario de la tensión de la dualidad democracia-teocracia.

Uno de los silencios históricos de la Iglesia Cristiana durante siglos ha sido precisamente su desinterés por los derechos humanos. Salvo excepciones puntuales, vinculadas a la Reforma Radical -valdenses, menonitas, anabautistas…-, la Iglesia optó por predicar el premio de la vida eterna en el más allá y la resignación cristiana frente a la adversidad, la miseria, el dolor y la enfermedad, hasta el martirio, aquí en este valle de lágrimas. Ni una palabra sobre la abolición de la esclavitud, por citar sólo un ejemplo, hasta tiempos bien recientes.

La Reforma Protestante desencadena en la Europa de los siglos XVI y XVII una serie de conflictos religiosos en demanda del establecimiento de un clima político favorable a la salvaguardia de la  tolerancia religiosa y libertades civiles.

El primer documento explícito es la Declaración de Derechos inglesa de 1689, que pone límites al poder omnímodo de la monarquía y establece garantías constitucionales para los ciudadanos. -hombres ingleses; mujeres, niños y extranjeros estaban excluidos- de la clase media anglicana de Inglaterra, a quienes se garantiza el derecho a la vida y la propiedad, así como a ser gobernados por un Parlamento constituido a partir de elecciones libres y periódicas.

La Declaración de Virginia (EE.UU) de 1776 representa un nuevo paso adelante con el reconocimiento de derechos innatos de la persona, con independencia de su condición social o nacionalidad. Esta concepción de la ley estadounidense está basada en la ilustración cristiana y la ley natural.

La Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de la Revolución Francesa de 1879, entroniza el espíritu anticlerical revolucionario y se sustenta exclusivamente en la filosofía racional. Los derechos humanos son contrapuestos a los derechos divinos de los monarcas, tradicionales receptores del patronazgo de la Iglesia.

Esta es la razón por la cual la teología católica y la ortodoxa, así como buena parte de la protestante en Europa rechazó la noción de derechos humanos, desviando el énfasis a las obligaciones humanas.

Con la promulgación de la Declaración Universal de Derechos Humanos por la ONU el 10 de diciembre de 1948 se reconoce la dignidad intrínseca y los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana como condición básica para alcanzar la libertad, la justicia y la paz en el mundo. 

Cuatro son los pilares básicos en que se sustenta la Declaración -que se complementará con las de Derechos del Niño (1959) y de la Mujer (1971)-: la inviolabilidad de la persona en su derecho a la vida, la integridad física y psicológica, así como la privacidad de la familia y la propiedad; la libertad de pensamiento, conciencia, religión, expresión, así como de movimiento, reunión y asociación; la igualdad de todas las personas, que excluye la discriminación por distinciones de cualquier tipo; y la participación en las decisiones que afecten a la vida de la sociedad.

La contribución protestante a la consagración de los Derechos Humanos se manifiesta ya antes de la propia fecha de la Declaración: en la asamblea constituyente del Consejo Mundial de Iglesias -Amsterdam, agosto de 1948- se hace pública una Declaración sobre Libertad Religiosa en la que se subraya la importancia crucial para las iglesias del trabajo en favor de los derechos humanos. Las organizaciones mundiales anglicana, bautista, luterana, metodista y reformada crearon en 1979 un grupo de trabajo específico.

Hoy, el compromiso militante por los derechos humanos es parte consustancial de la eclesiología de la Iglesia Protestante.

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