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Un anticlerical en Semana Santa

He de reconocer con toda sinceridad que esta semana a la que siguen llamando santa sin que sepa todavía los motivos, siempre me causó miedo. Recuerdo aquellos lejanos años de mi infancia y adolescencia en un pueblo de la Comarca de Segura. Al llegar el jueves santo mi abuela cubría el televisor con un paño negro, el cine se cerraba, los bares no abrían y las tenues luces que salpicaban la ciudad eran apagadas para dar más intensidad a una atmósfera tan lúgubre como asfixiante. Al entrar la noche el ruido de los tambores y las trompetas se me clavaba en los intestinos, mientras esforzados penitentes sacaban santos sangrantes con expresión terrorífica. Había devotos descalzos que portaban pesadas cruces, otros que se fustigaban la espalda y los lomos, algunos más que hacían la carrera arrodillados. Luego estaban los ayunos, los rezos interminables, los oficios tediosos, esa incomprensible manía que prohibía comer carne pero que permitía a los pudientes llenar el estómago con cigalas de a palmo y las tejas, cientos de mujeres ataviadas con teja, mantilla y cirio detrás o delante de la imagen del homenajeado. A cambio de todo ese calvario, de vez en cuando, un señor con capirote te daba un caramelo, un puñado de habas o un huevo duro. Todo eso existía, y existe aunque con aire más festivo, en todos los rincones de este país maltratado hasta lo indecible por quienes impusieron, según su corto e interesadísimo entender, qué era bueno y qué malo. No me hablen del primitivismo islámico, aquí a cerriles no nos gana ni Dios.

Dicho con el mayor respeto hacia aquellas personas que son católicas, convencido de que la doctrina esencial de Cristo fue una buena aportación para la convivencia entre los hombres -aunque sus altos dignatarios la hayan desposeído de su primigenio carácter y combatido con verdadera saña-, reconociendo la inmensa labor de quienes en su nombre trabajan en los lugares más desolados del planeta, creo que es preciso afirmar, como en su día dijo Azaña provocando la furia interesada de los cavernícolas, que para el progreso, la libertad y la paz de nuestro país es necesario que la Iglesia Católica regrese al ámbito que le pertenece, abandonando todos aquellos que le son ajenos por “mundanos”. Somos muchas las personas que tenemos como uno de nuestros libros de cabecera “El Cántico espiritual” de San Juan de la Cruz –tal vez el mayor poeta de todos los tiempos-,  que admiramos a Fray Luis de León, Bartolomé de las Casas, Suárez, Soto o Mariana, a los jesuitas que en las reducciones de Paraguay intentaron dar a los indios una dignidad que les iba a ser arrebatada por la fuerza, a los que hoy siguen haciendo lo mismo en los barrios más humildes del tercer y cuarto mundo. Sin embargo, también somos muchos quienes hoy vemos a la Iglesia Católica española como una rémora para el normal desenvolvimiento del país. Es esta Iglesia la que mantiene, con la aportación que le da un Estado aconfesional, emisoras como la Cadena de Ondas Populares de España (COPE), brazo radiofónico de la Conferencia Episcopal española que hasta hace poco expresaba su pensamiento político a través de la boca de un tipo conocido por Losantos, uno de los máximos representantes de la extrema derecha, fuente inagotable de insultos, ramplonería y, lo que es peor, de un rencor “anticristiano” que parece retrotraernos a tiempos ya felizmente pasados. Y el problema no es ese –que exista una radio con locutores de extrema derecha como Carlos Herrera, que puede existir siempre que se sufrague a sí misma y no delinca-, el problema es que esa incitación continua al odio se hace en nombre de Dios, en nombre del Dios de la Conferencia Episcopal Española, sostenida, en buena parte, por el Erario. ¿Alguien puede explicarme que tienen que ver las soflamas que emanan, como un torrente, de las bocas de esos señores, con las prédicas de Jesucristo?

La Iglesia Católica española, que es la que conozco y sufro desde que nací, fue en la guerra y la posguerra española uno de los principales soportes de la dictadura, en la transición una organización medianamente abierta a la reconciliación, hoy en día, una institución reaccionaria y excesivamente preocupada por inmiscuirse en corrales que, por su doctrina, le están vedados: Gobierno de la nación, educación de nuestros hijos, vertebración del país, avances científicos, banca, radiodifusión… En su proceso de mundanización, la Iglesia ha tomado partido, y lo ha hecho por la España antigua, castiza, clasista y anticristiana. Ha renegado de sus hombres más eminentes, hombres como Tamayo, Miret Magdalena, Llanos, Sobrino o Casaldáliga y ha regresado a Pla y Deniel, Gomá, Segura, Guerra Campos, Escrivá de Balaguer y Argüello. El peligro reside en que sigue, pese a lo que digan algunos, pesando mucho en un amplio sector de la población, en que continúa teniendo la llave del Sepulcro del Cid -esa que Costa decía había que arrojar al mar para siempre jamás-, que sus brazos se han extendido enormemente en la educación en todos los territorios del Estado español, que no está dispuesta a perder ni uno solo de los privilegios que ostenta, que le interesa más la vida material, como a cualquier banquero, que el amor que sale de las palabras hermosas de Juan de la Cruz.

España, la España castiza, nació de la unión personal de dos reyes allá por el siglo XV, y fue el catolicismo el cemento utilizado para la unión: La inquisición era por aquellos años la única institución común en todos los reinos. Bajo el impulso del catolicismo, España ocupó América, se hizo imperio, creó algunas doctrinas hermosas como la del tiranicidio, pero cercenó otras muchas: Las procedentes de Oriente que habían traído la cultura clásica perdida a Europa y formaban parte de nuestro ser. Pasó aquello y pasaron otras muchas cosas, pero hoy, cuando el siglo XXI ha mostrado todas sus caras, sabemos que ningún Estado puede progresar unido a una religión, que el laicismo de los Estados es el mayor garante de la libertad de las personas y las sociedades, que la fe, por mucho que se hayan empeñado y se empeñen los partidarios del “antiguo régimen”, es algo personal, interior e intransferible que no se puede imponer por la fuerza de la razón –carecen de ella- ni por la razón de la fuerza. Pertenece exclusivamente a la esfera de lo íntimo, donde la guardaba, por ejemplo, el gran escritor católico alicantino Gabriel Miró. La España del mañana, del hoy mismo, basada en el mutuo reconocimiento de nuestras diferencias y coincidencias, si quiere estar en el lugar que le corresponde deberá caminar separada de cualquier confesión, incluida la católica, independientemente de que los españoles profesen la religión que apetezcan y reciban en sus templos las doctrinas que más les convenzan. La Iglesia Católica española tendrá también empezar a caminar sin las muletas del Estado, por sí sola, sostenida por quienes de verdad creen en ella sin imposiciones, libremente, dejando de inmiscuirse donde no le corresponde y de azuzar odios desde sus púlpitos mediáticos. Entre tanto, un anticlerical como yo, como tantos otros, siente un profundo malestar al contemplar cómo durante esta semana todas las instituciones públicas se ponen al servicio de una confesión religiosa, aportando policías, cortando calles, escoltando santos o cediendo plazas y balcones públicos para homilías y salmodias. Yo soy anticlerical y ateo, pero no me meto en la casa de nadie ni ocupo calles ni televisiones durante días y días para poner de relieve mis creencias. Esa es la infinita diferencia, ese es el inmenso lastre que nos impide caminar.

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