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Túnez: yihadismo, golpismo, diálogo nacional

Los peligros son enormes. La combinación de yihadismo, crisis política y degradación económico-social dejan pocas opciones.

La llamada primavera árabe iluminó un descubrimiento y una esperanza: el descubrimiento de que el islamismo yihadista era apenas popular en el mundo árabe y la esperanza de que iba a ser definitivamente derrotado junto a las dictaduras contestadas por las revueltas. Durante unos meses, los clichés islamofóbicos de los medios de comunicación europeos dejaron lugar a clichés de signo contrario: un burbujeo hasta ahora oculto de jóvenes blogueros y voluntad democrática. Pero ese nuevo cliché tenía también un asidero en la realidad. En abril de 2011, el izquierdista Khaled Saghiya, entonces redactor jefe del periódico libanés Al-Akhbar, certificaba la defunción de Al-Qaeda en un hermoso y brillante texto de título La muerte de Osama y las intifadas árabes: no hay sitio para Ben Laden. En él Saghiya vinculaba el “éxito” relativo de Al-Qaeda en la última década al vacío político, las dictaduras y el imperialismo y su muerte, por tanto, al despertar de los pueblos: “¿quién entre los árabes necesita la coraza de un Bloque cuando en todas las plazas se reclama a gritos la caída del régimen? ¿Y qué administración estadounidense necesita la guerra contra el islam o la islamofobia cuando el islam político se ha convertido en un socio fundamental en la reestructuración de la zona?”.

Fue así. Era una realidad. Pero a medida que las contrarrevoluciones han impuesto su ley o las revoluciones se han enquistado en la sangre y el fango, la normalización democrática y mediática anhelada han dado paso de nuevo a los clichés islamofóbicos de antaño, que vuelven a dominar los titulares y los análisis. Contienen también, claro, un atisbo de realidad. Porque lo cierto es que la vieja confluencia de caos, pobreza, dictadura e imperialismo están resucitando el cadáver de Ben Laden. La ferocidad de la represión en Siria ha producido el mismo efecto que la invasión estadounidense en Iraq: la penetración y creciente influencia de los grupos yihadistas sunníes y la deriva militar “sectaria”. El golpe de Estado de Al-Sisi en Egipto, por su parte, ha reactivado la guerra en el Sinaí. Y el caos libio, con la aspersión de armas en toda la región, ha tenido un efecto ventilador en Mali, Argelia y Túnez.

Lo que no se puede negar es que, como antaño, esta reactivación de la ultraderecha islamista sólo beneficia a los que apuestan por impedir la normalización democrática del mundo árabe. En Siria, Bachar Al-Assad ha alimentado desde el principio el yihadismo contra la legítima revuelta de su pueblo y con resultados conocidos: la relegitimación internacional del régimen, que sigue bombardeando a su propia población, y el abandono de la oposición democrática, desprovista de armas y de financiación. En Egipto, la “guerra contra el terrorismo”, que incluye también de nuevo, como en tiempos de Moubarak, el islamismo “moderado” de los Hermanos Musulmanes, refuerza la autoridad y prestigio del ejército y el apoyo “nacionalista” a la brutal represión, en un consenso de violencia que Mohamed Zaraa, militante de los derechos humanos, no duda en calificar de “fascista”.

Otro tanto puede decirse de Túnez, donde la combinación de violencia yihadista y de crisis política amenaza como nunca el frágil proceso democrático. Tras dos semanas de ataques terroristas casi ininterrumpidos y 9 muertos entre las fuerzas de seguridad (otros tantos entre los yihadistas), el gobierno incluyó el pasado miércoles a Ansar Charia, con la que Ennahda ha mantenido a menudo relaciones ambiguas, entre las “organizaciones terroristas”, y el viernes, el presidente Marzouki declaró “zona de operaciones militares” una amplia franja de territorio en el centro-oeste del país. El miedo, la cólera y la confrontación atraviesan la sociedad tunecina y alimentan la tensión dentro de los aparatos de seguridad del Estado, que siguen siendo los mismos que bajo Ben Alí. El viernes 18 de octubre, en el cuartel de La Aouina de la capital, durante los funerales por los dos agentes asesinados el día anterior, sus compañeros de la Guardia Nacional expulsaron del recinto, al grito de “degage”, al presidente de la República y al primer ministro, que habían acudido a rendir un homenaje oficial a los “mártires”. Por expreso deseo de las familias, no ha habido representación oficial el pasado 24 de octubre en los funerales de las últimas 6 víctimas, transformados en una manifestación de rechazo del gobierno, con asaltos a las sedes de Ennahda en Le Kef, Beja y Monastir. El sindicato de las Fuerzas del Orden ha apoyado oficialmente las protestas del “pueblo tunecino” y ha dado 48 horas al gobierno para que destituya a los cargos policiales nombrados en los dos últimos años, pidiendo además la excarcelación de los policías detenidos durante la revolución. Entre tanto, en Le Kram, en la periferia de la capital, los funerales por dos de los yihadistas muertos la semana pasada reunían a algunos centenares de simpatizantes.

Esta estrategia de la tensión, con sus amagos golpistas, alcanzó su máxima temperatura el pasado 23 de octubre, fecha en que se cumplía el segundo aniversario de las primeras elecciones libres en la historia de Túnez, elecciones que sirvieron para conformar la Asamblea Constituyente y llevar al gobierno a una coalición de tres partidos encabezada por los islamistas de Ennahda. Ese mismo día 23 debía haber empezado el “diálogo nacional” promovido por el sindicato UGTT y la patronal tunecina, truncado de nuevo como consecuencia de la ofensiva yihadista y las fricciones entre las partes. Tras dos manifestaciones convocadas respectivamente por la oposición y el partido en el gobierno y la retirada provisional del Frente opositor de las conversaciones, éstas se iniciaron por fin el sábado, rebajando algo la tensión. Pero sobre este diálogo pesa la sombra temida o deseada de Egipto, que de alguna manera pervierte todo el juego político.

Ennahda merece sin duda las más duras críticas, pero no quizás por la pretendida e inexistente “deriva islamista” de la que le acusa la oposición. Como en el caso de Mursi en Egipto, lo que hay que reprocharle es su complicidad -mitad temor mitad interés- con las políticas económicas y represivas del antiguo régimen: no ha sido capaz -como decía Mohamed Zaraa de Mursi- de “unirse a la gente y a la revolución” para imponer una verdadera ruptura. Eso facilita la labor de una oposición errática y heterogénea, unida ahora -según el modelo egipcio- en un Frente Nacional de Salvación que integra también a la izquierda del Frente Popular y que busca apartar a Ennahda del poder por cualquier medio. Explotando en su favor la “alarma terrorista”, alimentando las tensiones contra Ennahda en el seno de los cuerpos de seguridad, nutre en realidad los terrores de un sector de la población que percibe con razón que no ha ganado nada con la revolución y que rememora con nostalgia los tiempos de la dictadura, en los que no había terrorismo y la bolsa de la compra era más barata: “con Ben Alí vivíamos mejor”. Esta “nostalgia de dictadura” es atizada por algunos medios de comunicación que, con escaso sentido de la responsabilidad y una agenda más que sospechosa, apuestan claramente por un retorno al pasado. Desde la cadena privada Nissma, por ejemplo, se daban las “gracias a los terroristas” por haber unido al “pueblo tunecino contra Nahda”.

Lo que está en juego en las negociaciones es el papel de la Asamblea Constituyente, el único foco de legitimidad de un marco institucional aún sin fraguar. Con la nueva constitución sin aprobar, sin fecha para las próximas elecciones (cuestiones que debe resolver el “diálogo nacional”), la cuestión central es la de los poderes que detentará el nuevo gobierno de “tecnócratas” que, según la hoja de ruta acordada, sustituirá al del nahdawi Ali Larayed. Mientras que la troika gobernante insiste en el papel legislativo del Parlamento, en el que tiene la mayoría, la oposición apuesta más bien por un gabinete que administre el país por decreto hasta los próximos comicios. La paradoja es que, en el marco de una lucha política en la que las dos partes han dado la espalda a las demandas revolucionarias y buscan sobre todo mayores márgenes de poder, Ennahda se ve obligado a defender un criterio más democrático que la oposición liberal y de izquierdas, que no deja de coquetear, más o menos sutilmente, con el golpe de Estado.

Los peligros son enormes. La combinación de yihadismo, crisis política y degradación económico-social dejan pocas opciones. En la mejor de las hipótesis, un consenso de élites llevará a un régimen de democracia vigilada en el que la lucha antiterrorista justificará graves retrocesos en el único frente en el que se había avanzado un poco. En el peor, si no hay acuerdo y los ataques yihadistas se suceden, una solución a la egipcia no es en absoluto descartable. En ese caso, Ennahda será culpable en la medida en que no ha sido capaz de acometer una verdadera ruptura, en el contenido y en las formas, con la dictadura de Ben Alí; la oposición será culpable en la medida en que habrá facilitado la vuelta de la dictadura al apostar por la derrota de los islamistas a cualquier precio y por cualquier medio. En ambos casos, los revolucionarios del 14 de enero y el pueblo que se alzó por la dignidad y la justicia social en 2011 serán una vez más los perdedores.

(*) Santiago Alba Rico es filósofo y columnista.

mani Túnez

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