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Trump y su expulsión de los moriscos

No sé si nos damos cuenta de lo que ocurre. La sucesión reciente de conmociones en política internacionalposiblemente nos haya dejado ya inmunes a la sorpresa. Lo reconozco. Es difícil que algo te escandalice cuando la comunidad internacional asume como normal que un presidente elegido democráticamente, el filipino Duterte, alardee de tirar a gente desde helicópteros. Pero más nos vale despertar. Porque el veto de Trump a los nacionales de siete países musulmanes lo supera todo. Y aunque, visto lo visto, ya todo es posible, no todo es aceptable.

Nadie debe ser castigado por el crimen que haya cometido otro, sea su familiar, su amigo o su compatriota. En un régimen democrático y basado en el derecho, las sanciones y castigos nunca, nunca, nunca pueden socializarse. Quién la hace, la paga (siempre que haya pruebas fehacientes de que lo ha hecho y previo juicio que respete las garantías procesales). Pero la paga él, nadie más.

Sancionar a una persona por el mero hecho de ser de un determinado país es ilegal y la justicia estadounidense -la misma que indemniza a la señora que fríe al perro al intentar secarlo en el microondas porque en las instrucciones no se avisaba- habrá de acabar tumbando ese disparate.

Pero es que es aún peor. Vetar en bloque la entrada a TODOS los ciudadanos de un país y revisar uno por uno los casos de personas de esas nacionalidades que ya residen en territorio estadounidense para ver si hay que deportarlos es convertir EEUU en un escenario de ‘apartheid’, es crear una situación parecida a la que vivieron los judíos cuando el régimen nazi les arrebató sus derechos como ciudadanos, es retroceder a la España los Reyes Católicos y su Pragmática de 1502, por la que los musulmanes de Castilla habían de convertirse o exiliarse, es retrotraerse a Felipe III y su expulsión de lo moriscos de 1609.

TODOS, TERRORISTAS EN POTENCIA

Es dar por bueno que todo ciudadano de Libia, Yemen, Siria, Irak, Irán, Somalia y Sudán es un terrorista en potencia. Obviando así una realidad: todo ser humano es un terrorista en potencia, da igual la religión que profese o el país donde ha nacido. ¿O es que acaso no han ido varios miles de franceses, alemanes y británicos a la yihad del Estado Islámico en Siria? En definitiva, es renunciar a aquella premisa tan simple y tan básica, a aquel abecé de la convicencia que nos enseñaron nuestros padres y que enseñamos a nuestros hijos y que reza: gente buena y gente mala hay en todas partes. No es romper las reglas de la diplomacia. Es reventar los estándares más mínimos de la urbanidad.

Pero reduzcamos -si no lo hemos hecho ya- nuestras exigencias morales al mínimo y aceptemos que sea legítimo castigar a alguien por el mero hecho de ser originario de un país que ‘exporta’ terroristas. Incluso en ese caso, la decisión de Donald Trump de vetar la entrada a los ciudadanos de Libia, Yemen, Siria, Irak, Irán, Somalia y Sudán no se sostiene. Esencialmente, porque en las últimas cuatro décadas nadie ha muerto en EEUU por un atentado cometido por un nacional de uno de esos países.

¿CASUALIDAD?

Puestos a evitar que entre gente de países que han cometido atentados en suelo estadounidense, los saudís, egipcios o emiratís deberían estar los primeros de la lista. Son esas las nacionalidades de los autores de los atentados del 11-S que costaron la vida a 3.000 personas. En cambio, todas están exentas del veto.

Ya acabo. Por si no lo sabían, en los países vetados, Trump no tiene ni una sola inversión.

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