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Tribunal Constitucional y asignatura de religión

            La reciente sentencia del Tribunal Constitucional acerca de la no renovación de contrato a una catequista de religión católica ha puesto de manifiesto en toda su crudeza la situación de la supuesta aconfesionalidad del Estado español, veintiocho años después de aprobada nuestra Constitución.

            Tras los difíciles equilibrios de la Transición, el sentir mayoritario de los ciudadanos apostó claramente por un cambio de modelo político y económico que, con todas las salvedades que se quiera, permitió avanzar afanosamente entre los escombros de la Dictadura. Todo parece indicar que la intención del legislador, en materia religiosa, era definir también una nueva trayectoria, diametralmente opuesta al nacionalcatolicismo imperante hasta entonces: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal”.

            Mientras los españoles poníamos el foco de nuestra atención en la definición del nuevo marco político y económico, el grupo de presión de la jerarquía católica maniobraba para dar dos golpes de mano verdaderamente maestros:

1º) Desde dos años antes de la aprobación de la Constitución, la Iglesia católica (Ic, en adelante) venía negociando con el Estado español unos nuevos acuerdos que lavaran la cara de los de 1953 firmados con el régimen franquista. Se estaban preparando su particular Transición Antidemocrática religiosa, y dichos Acuerdos Estado español-Vaticano estuvieron listos antes de la aprobación de la Constitución española, por lo que hubo que posponer la firma de los mismos. En este sentido, los citados Acuerdos son, evidentemente, predemocráticos y, por lo tanto, antidemocráticos. En lo que se refiere a la enseñanza de religión, sus efectos inmediatos desviaron la trayectoria de la “cuestión religiosa” en un sentido diametralmente opuesto a la supuesta aconfesionalidad del Estado:

–          Los catequistas eran designados por el Estado a propuesta de la Iglesia.

–          Se pueden remover por razones religiosas o de costumbre (de acuerdo al Código Canónico).

–          En Preescolar, EGB y FP, se designaba a los profesores que lo solicitaran.

–          Los profesores formarán parte del claustro escolar.

–          La jerarquía católica señala los contenidos de enseñanza y formación católicas, proponen los libros de texto y el material didáctico pertinente.

–          La jerarquía eclesiástica y ¿el Estado? velarán porque la enseñanza  y formación católicas se impartan adecuadamente.

–          La situación económica de los profesores de religión católica se concertará entre la Administración y la Conferencia Episcopal.

2º) Un año después, en 1980, se aprobó la Ley Orgánica de Libertad Religiosa (LOLR, en adelante), con otra segunda vuelta de tuerca definitiva en relación con el tema que nos ocupa:

–          Derecho a recibir educación religiosa y moral dentro y fuera del ámbito escolar.

–          Los poderes públicos facilitarán la asistencia religiosa en el ejército, hospitales y cárceles y formación religiosa en centros docentes públicos.

–          Se dejan fuera de esta ley, expresamente, la difusión de valores humanísticos o espirituales u otros fines análogos ajenos a los religiosos.

–          El Estado establecerá acuerdos de cooperación con las religiones “de notorio arraigo” (por ámbito o número de creyentes).

–          La religión se incluirá como área o materia en los niveles educativos que corresponda y será de oferta obligatoria para los centros.

De esta forma, mientras los españoles nos ocupábamos de Estatutos de Autonomía, modelo económico del Estado, libertades políticas o derechos sindicales, la jerarquía eclesial se afanaba por definir una trayectoria en sentido contrario a la aconfesionalidad que proponía la Constitución. Claro está que convenientemente apoyada en los dos “pequeños” detalles del artículo 16.3: “tener en cuenta las creencias religiosas” y las “relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones”.

            Los dos golpes de mano referidos vinieron seguidos de la siguiente “lluvia fina” legislativa o jurisprudencial:

            Orden de 28/07/79: en la educación preescolar y EGB se encomienda la enseñanza de la religión católica, “preferentemente”, a profesores del Centro que lo asuman voluntariamente y que sean considerados competentes por la Ic. Si no existen profesores en el Centro, personas propuestas por la Ic, declarados previamente competentes por la propia Iglesia.

            Orden 11/10/82: nombramiento anual y renovación automática de los profesores de religión.

            Ley Orgánica 1/1990 (LOGSE) (Disposición Adicional 2ª, según Ley 50/1998): 1) La enseñanza de la religión se ajustará al Acuerdo con la Santa Sede; 2) Se incluirá la religión como área o materia en los niveles educativos que corresponda y será de oferta obligatoria para los centros; y 3) Los profesores de religión que no sean funcionarios serán contratados laborales y sus retribuciones se equipararán a las de los profesores interinos.

            Orden de 9/09/93 (Convenio con la Conferencia Episcopal): el Estado asume la financiación de la enseñanza de la religión católica de los profesores propuestos por la Ic, que no eran personal docente y designados por el Ministerio de Educación en los Centros públicos de Primaria y EGB, transfiriendo mensualmente a la Conferencia Episcopal las cantidades correspondientes. El Gobierno los incluye en la Seguridad Social.

            Para los profesores de religión en Bachillerato y Formación Profesional se tenía en cuenta la Ley de Ordenación de la Enseñanza Media de 1953, que preveía los nombramientos a propuesta de la Ic, remuneración equivalente a catedráticos numerarios, nombramiento de sacerdotes o seglares (en este caso, superando pruebas eclesiales) y remoción a instancia de la Iglesia. Así, la Orden antes aludida de 1979 asumió esta situación de partida de 26 años antes: 1) Equiparación retributiva con los funcionarios interinos; 2) Remuneración a cargo del Estado; y 3) Nombramiento y cese a propuesta y requerimiento de la Iglesia.

            Así pues, desde 1988, bien mediante Ley o por jurisprudencia, todos los profesores de religión católica en Centros públicos, que no fueran funcionarios, son trabajadores de la Administración pública educativa en todos los niveles de enseñanza.

            Orden de  9/04/1999(Convenio aprobado por): recoge la Declaración eclesiástica de Idoneidad (DEI) creada por la Conferencia Episcopal como requisito obligatorio para ejercer como profesor de religión (“Requisitos de formación teológica y pedagogía religiosa”).

            De esta forma, en el transcurso de 20 años, la jerarquía eclesial ha tejido una tupida tela de araña en defensa de sus privilegios, blindando sus intereses en una dirección diametralmente opuesta a la aconfesionalidad declarada, y pretendida; por nuestra Constitución, convirtiendo su influencia y prepotencia, a través de sus múltiples mecanismos de presión (financieros, mediáticos y políticos) en una auténtica Transición Inversa, dirigida hacia el pasado.

            No necesitábamos que el Tribunal Constitucional desvelara lo que todos los españoles sabíamos: la enseñanza de religión en la escuela es pura y simple catequesis. Como ilustra el propio Catecismo de la Ic, catequesis es “educación en la fe de los niños, de los jóvenes y adultos que comprende especialmente una enseñanza de la doctrina cristiana, dada generalmente de modo orgánico y sistemático con miras a iniciarlos en la plenitud de la vida cristiana”. Y Punto. La jerarquía católica debe dejar de jugar con las palabras para ocultar esta ignominiosa realidad: la catequesis y el adoctrinamiento deben salir de la Escuela.

            La escuela debe ser el lugar de la razón, la ciencia y la formación de ciudadanos. No es razonable que sea el lugar de la fe, la verdad y el adoctrinamiento cristiano. Y por supuesto, es menos razonable que estemos pagando a escote, entre todos los españoles, los sueldos de la jerarquía católica, sus pastores, sus catequistas y demás arietes confesionales, mientras tenemos que soportar su obstruccionismo político incívico, en unos casos, o su pasividad y falta de compromiso con un Estado formalmente aconfesional, en otros.

            No debemos olvidar que cuando, como ciudadanos y contribuyentes, subvencionamos instituciones educativas confesionales (escuelas o universidades), estamos contribuyendo a forjar las futuras clases dirigentes confesionales, que dirigirán las futuras instituciones estatales españolas con criterios confesionales, como sucede con frecuencia en la actualidad.

            Discrepamos profundamente de la reciente sentencia del Constitucional, dando por buenos comportamientos puramente inquisitoriales y totalitarios en materia de derechos elementales así como por el contenido y la verborrea claramente eclesiásticos de los argumentos utilizados para defender la autoridad de la iglesia. En definitiva por lo que supone de subordinación de los derechos cívicos al poder religioso, toda vez que, a su entender, los Acuerdos no plantean ningún problema de inconstitucionalidad.

            Es cierto que existen jueces más progresistas o conservadores, pero el problema no radica ahí: el problema es que la urdimbre legislativa existente en la materia, con la aquiescencia de TODOS los partidos políticos que han gobernado en estos últimos 28 años, hace materialmente imposible que se puedan dar pasos en un sentido verdaderamente aconfesional, como parecía ser la voluntad del legislador constitucional (con importantes matices, es cierto) y el interés popular mayoritario en el ya lejano 1979.

            Se engañan los partidos más progresistas si piensan que la cesión continuada aplacará a la Iglesia y conllevará paz social: la jerarquía eclesiástica ha demostrado ser insaciable; tan pronto como consigue un objetivo lanza a sus huestes a por el siguiente (ahora es la rebelión social contra la asignatura de Ciudadanía). No están dispuestos a ceder sus privilegios aunque para ello tengan que llamar a la revuelta social. El juego de palabras en boca del episcopado les hace calificar de “positiva” cualquier cooperación con sus privilegiados intereses  (laicidad positiva, cooperación positiva) y anatemizar como “excluyente” o “agresiva” cualquier intento de menoscabar sus privilegios.

            Nuestro laicismo no tiene nada de agresivo ante la hostilidad, la prepotencia y los privilegios eclesiales. Sólo reclamamos, tranquila y pacíficamente, que la jerarquía católica quite sus manos eclesiales de las instituciones y los Presupuestos públicos, haciendo realidad la aconfesionalidad del Estado pretendida por nuestra Constitución hace más de 30 años.

            Se ha creado una situación de verdadera alarma social introduciendo la religión en la escuela, homologando y retribuyendo a sus catequistas y decidiendo a quién se contrata y cuándo se despide, con el dinero de todos los españoles. No tiene nada de razonable que los Centros privados de la Iglesia reciban 3.200 millones de euros de subvenciones del Estado. No es razonable que tengamos que abonar todos los españoles 517 millones de euros para salarios de los catequistas de religión. En fin, no es razonable que la Ic se embolse 5.000 millones de euros del bolsillo de todos los españoles, en un Estado que se declara aconfesional.

            El problema de varios miles de catequistas, la enajenación de sus derechos fundamentales como ciudadanos, sin olvidar que se embolsan más de 500 millones de euros del Presupuesto del Estado para sus salarios, comparado con la dimensión escandalosa que ha alcanzado la problemática eclesial en el contexto de un Estado aconfesional demediado, es poco relevante. Catequistas que son contratados en virtud de ignominiosos acuerdos con el Vaticano y que aceptan pasar por el tamiz de la “idoneidad moral”, demuestran muy poco respeto por los principios constitucionales en los que millones de españoles creen.

            Ha llegado el momento de que los partidos políticos que se autodenominan laicos sean consecuentes con su ideario y transformen en leyes su aparente voluntad laicista. La clara disonancia entre lo que dicen y lo que hacen en esta materia impide, por otra parte, que se articule una mayoría social visible que ponga coto, primero, y consiga revertir después, la maraña legislativa confesional que sólo favorece a la Iglesia católica, en detrimento de los millones de españoles con creencias de origen no religioso o religioso no católicas.

            Hacemos un llamamiento, asimismo, a todas las organizaciones sociales y sindicales para que, lejos de sentir esta problemática como ajena, perciban que lo que está en juego es la calidad de nuestra convivencia democrática y nuestra propia condición de ciudadanos libres e iguales, pues sólo en un contexto de libertad de creencias e igualdad de todas ellas es posible articular la convivencia ciudadana en una sociedad tan compleja, caracterizada por la obligación de entenderse. Y la trayectoria iniciada hace 28 años se orienta en un sentido divergente: privilegios para uno, menosprecio para todos los demás.

            Grande ha sido la transformación de la sociedad española desde la aprobación de la Constitución, e importante la legislación social de inspiración laica (y por tanto, cívica) que ha visto la luz en relación con problemas importantes: divorcio, interrupción del embarazo, matrimonio homosexual,… Sin embargo, en materia religiosa, no sólo la Transición no ha comenzado, sino que se ha retrocedido. Creemos que ha llegado el momento de denunciar los Acuerdos con el Vaticano y sustituir la Ley de Libertad Religiosa por otra ley sobre la Libertad de Creencias. Creemos que ha llegado el momento de plantearse una nueva redacción de los  artículos 16 y 27 de nuestra Constitución que dé cabida, sin ambages, a la libertad de creencias (como todos los grandes tratados internacionales en la materia), y que elimine la referencia privilegiada a la religión católica, y consiguientemente, a las creencias religiosas.

            Instamos a la creación de plataformas cívicas, políticas y sindicales que, de forma coordinada, creen una mayoría social activa que trabaje por la consecución de los objetivos expuestos, y que pueda provocar, y respaldar, una iniciativa política hoy inexistente. Debemos dar comienzo a la Transición religiosa en España.

            La sociedad española debe ser consciente de que si no desmonta ladrillo a ladrillo cada Ley y cada Orden del muro confesional levantado durante 28 años de ignominia, jamás veremos la playa laica que, sin ser obviamente ninguna sociedad perfecta, será una sociedad habitable en la que todas las creencias, religiosas o no religiosas, se sientan cómodas, sin tener que soportar los privilegios intolerantes e intolerables de la Iglesia católica.

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