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Tres exigencias ante la pederastia eclesial

La multiplicidad de casos de pederastia protagonizados por clérigos requiere que las sociedades democráticas analicen las causas de tales desmanes y articulen medidas para su superación. Tres son las exigencias que parecen demandar los hechos.  

Primera: La necesidad de cuestionar el celibato como imposición obligatoria al clero en el seno de la Iglesia Católica. El celibato tuvo su origen en el interés económico de la organización eclesiástica de evitar que los patrimonios de sus clérigos se escaparan de la institución por herencia de sus hijos. Es contradictorio que se intente justificar en la necesidad de que los clérigos no resten entrega a la causa de Dios por obligaciones familiares, cuando al tiempo se proclama que la familia y la procreación es exigencia del precepto divino del “creced y multiplicaos”.Tal argumento que enfrenta al clero con el mandato de su divinidad aparece así como un acto de suficiencia y engreimiento. El celibato es contra natura, y este hecho no puede ser soslayado por una jerarquía eclesial que acude a la “ley natural” como argumento racional para interpretar la voluntad divina de nuestra realidad material. La brutal represión sexual que supone el celibato, sin ser causa única ni determinante, si es un intenso elemento potenciador de conductas sexuales anómalas. Las consecuencias nefastas de poner puertas al mar se hacen hoy patentes con el tsunami de casos de pederastia protagonizada por clérigos que se están conociendo y que solo en estados Unidos se estiman en 100.0001. Es inaceptable que los obispos se limiten a pedir perdón a las victimas sin sacar consecuencias sobre los mecanismos naturales que propician tales crímenes. Cuando la libertad personal sexual de los clérigos está condicionada por las coacciones impuestas por la organización a la que pertenecen y ello tiene consecuencias traumáticas en la sociedad, como queda demostrado en el caso de la pederastia eclesial, cabe plantearse si la sociedad no debe intervenir exigiendo modificar los estatutos de esa entidad si esta no los altera de motu propio. Tal actuación, además de crear condiciones naturales que no favorezcan la pederastia, serviría para enfrentar el problema de la coacción que la institución eclesial ejerce sobre el ejercicio de los derechos fundamentales de los clérigos al imponerles el celibato. Porque no puede argumentarse que se trata de respetar la voluntad de las personas que aceptan voluntariamente el celibato al acceder a su condición de clérigos, como no se acepta legalmente que una persona pueda declararse voluntariamente esclavo de otra. En definitiva se trata de aplicar el principio de libertad de la persona respecto a la voluntad arbitraria de otro (en este caso de los clérigos respecto a la institución eclesial) y de que la libertad de uno tiene como límite el no perjudicar a los demás (el límite del derecho canónico respecto a los perjudicados por él: clérigos y victimas de la pederastia eclesial).  

Segundo: La exigencia de responsabilidades civiles y penales a todos los culpables de que se produjeran y reprodujeran los casos de pederastia. No creo que nadie discuta que los culpables directos de tales actos deben ser juzgados y sometidos a las penas previstas en la legislación, pero es notorio que muchos de ellos no pasarán por ese trance por haber fallecido o prescrito sus delitos gracias a su ocultamiento durante décadas. Y aquí entra en cuestión algo que debería ser obvio, pero no lo es: la responsabilidad civil y penal de las personas e instituciones que en su calidad de conocedores de los hechos han procedido a ocultarlos, actuando como encubridores, así como facilitando nuevos entornos al delincuente en los que se hicieron posibles la repetición de sus desmanes, lo que puede calificarse como acciones de colaboración con ellos. Hoy, los datos fehacientes sobre esas actitudes de encubrimiento y colaboración son tan extensos e intensos que las noticias sobre la implicación de altas jerarquías eclesiásticas llenan las páginas de los periódicos. La explosión es tan fuerte que ha llegado a rasgar el velo de acero que cubría a la máxima autoridad eclesial: el propio Papa Benedicto XVI en sus actuaciones como prefecto cardenal Ratzinger. Hans Kung, sacerdote y teólogo, que fue colega de Ratzinger ha denunciado2 que este recibió, durante los años 1981 a 2005, noticias de todos los casos importantes de delitos sexuales de clérigos y procedió a enviar el 18 de mayo de 2001, a todos los obispos del mundo, una ceremonial epístola sobre los graves delitos (Epistula de delictis gravioribus) por la que todos los casos quedaban clasificados como "secreto pontífice" (secretum Pontificium), cuya violación está penada con el castigo eclesiástico, con lo que Ratzinguer se convirtió así en actor principal de encubrimientos. Sin embargo, el grueso de la jerarquía eclesiástica no ha dudado en cerrar filas defendiendo a su pontífice contra viento y marea, acusando a los acusadores de orquestar una campaña contra la Iglesia. Contra la evidencia de las pruebas solo aportan su voz de intereses corporativistas, compitiendo entre sí en arrogancia despreciativa de los hechos. ¿Puede creerse que la Iglesia desconociera casos como el del fundador de la Legión de Cristo, Marcial Maciel –denunciado desde los años 50–, quien engendró dos hijos en Europa y tres en México, dos de los cuales, Omar y Raúl González Lara, han narrado los abusos sexuales que realizó su padre contra ellos a lo largo de 8 años? ¿No fue suficientemente expresivo el informe encargado por la Conferencia de Obispos Católicos en EEUU en 2004, con 10.667 denuncias por abusos sexuales y que tres años más tarde, la archidiócesis de Los Ángeles, acordó pagar 660 millones de dólares a 500 víctimas de pederastia desde 1940?3. Está claro que la justicia no podrá venir del interior de la Iglesia. Es a las instituciones públicas a quien corresponde tomar en sus manos la cuestión, sin más demora. El escándalo público es atronador como para que las instancias judiciales en España y en Europa se limiten a actuar sobre los culpables directos y no sobre el juego escalonado de responsabilidades en la Iglesia Católica; no procedan contra las personalidades concretas que han encubierto los hechos, potenciando con la protección de los pederastas la reproducción ampliada de sus execrables actos, es decir, colaborando organizadamente a su criminal multiplicación. 

Tercera: La exigencia de modificar el trato de privilegio que los estados y las instituciones  públicas mantienen con las entidades eclesiales. La herencia histórica de connivencia del poder político con el poder eclesial, todavía justificado por algunos como la “lógica” división entre poder “terrenal” y el poder “espiritual”, ha mostrado, una vez más, su inconsistencia y peligro. Tal herencia se ha venido manteniendo tanto en formas de penetración de la Iglesia en las entidades públicas como en la forma de una discriminatoria autonomía de la institución eclesial respecto a la tutela que el Estado ejerce sobre las entidades privadas, autonomía que les es negada al resto de entidades privadas en clara violación de los principios de igualdad y no discriminación. En España esos privilegios y otros se recogen en los Acuerdos de 1979 entre el Estado y la Santa Sede, de los que el Acuerdo sobre asuntos jurídicos permite a la Iglesia no someterse a las normas obligatorias para otras asociaciones y a regirse internamente por su Derecho canónico, lo que se complementa con un de temor reverencial a “inmiscuirse en los asuntos de la Iglesia”, dando lugar a una práctica de tolerancia de hecho hacia sucesos punibles como los que nos ocupan, especialmente cuando afectan a autoridades eclesiásticas. Hora es que desde el poder político se tome conciencia de que tal trasgresión del principio de igualdad (y el de su reverso de no discriminación) están en el origen de la impunidad con la que durante tantas décadas se han perpetrado actos tan dolosos con el silencio y el amparo de la organización jerarquizada y la inoperancia de la justicia.

La situación pone sobre el tapete, una vez más, la necesidad de que se proceda a una real separación de Estado e Iglesia, cuyo nudo gordiano, aquí en España, lo constituyen los preconstitucionales y antidemocráticos Acuerdos Estado – Santa Sede. En tanto este nudo no sea cortado, seguiremos sometidos a la doble condición subordinada de victimas financiadoras de una iglesia impune y de súbditos de un poder político que nos niega la condición de ciudadanos libres e iguales. 

Jesús Espasandín López

Miembro de Europa Laica y de la Asociación Laica de Rivas Vaciamadrid

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